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domingo, 24 de febrero de 2019

Los mojigatos

Thérèse soñando
Esta semana se ha inaugurado en el Museo Thyssen una muestra monográfica dedicada al pintor francés, de origen polaco, Balthus. A pesar de todas las alharacas con que ha sido anunciada, me temo que se queda corta, sin llegar, por mucha diferencia, al nivel de la exhaustiva exposición que le dedicó el MNCARS hace veinte años. En parte por el menor número de obras que se pueden contemplar - la visita se acaba casi enseguida, algo habitual en la Thyssen desde que terminaron las colaboraciones con la Fundación Cajamadrid, por suicidio de ésta -, pero en especial porque se ha colado mucha morralla, sea en forma de obras de juventud, sea en las de de clara decadencia.

Sin embargo, esto sería disculpable. Lo que no se puede tolerar es que la Thyssen y, en su estela, todos los medios, nos intenten vender la muestra como el escándalo del año. Como si un pedófilo confeso y contumaz nos invitase a compartir sus fantasías más turbias y sórdida. Actuando todos al estilo de esas viejas pacatas que se tapan la mano para no contemplar espectáculos ultrajantes, pero que dejan una rendija abierta para no perderse el más mínimo detalle. Escándalo que supongo el Thyssen quiere utilizar para hacer caja, algo que conseguirá por descontado, pero que sólo dejará tras de sí un buen número de visitantes desconcertados y defraudados. En ninguna parte llegaron a hallar la ciénaga de depravación que les habían prometido, sino un pintor extraño, pleno en enigmas irresolubles, de colores apagados y que además reproduce "mal" el cuerpo humano, deformando sus proporciones y haciendo caso omiso de la leyes de la perspectiva.


Escándalo sonado y global que, por otra parte, se debe a una única obra, la que encabeza esta entrada. El cuadro Thérèse soñando, del Metropolitan de Nueva York, fue objeto hace poco de una campaña para su retirada. La turba enfurecida alegaba que ese cuadro incitaba a la pederastia, puesto que a la joven representada se le veían las bragas. Mejor dicho, esa mancha blanca, en medio del cuadro,  orlada por una falda roja, era el punto de fuga de todo el cuadro, el lugar al que Balthus dirigía nuestra atención, sin permitirnos apartar la mirada, buscando quizás pervertirnos. Un debate absurdo,  que debería figurar entre los ejemplos de iconoclastia que Freedberg analizaba en su libro The Power of the Images.  Polémica que, además, evita un detalle que revela el auténtico sentido del cuadro, muy distinto y lejano de la timorata visión de sus detractores. Observen la siguiente captura.



Las bragas de la discordia no están impolutas, una mancha parda las tiñe. Sin duda alguna, la protagonista está experimentando su periodo, quizás el primero, lo que explicaría su gesto de dolor, asco y repulsa. La sensación de haber atravesado un momento definitivo, sin retorno, que la ha transportado, sin ella quererlo, a un mundo en el que será contemplada, ambicionada, de modo muy diferente a como lo era hasta entonces.

Dejémoslo aquí. Yo también me he permitido ser arrastrado por ese debate, interesado, retorcido y manipulado ya desde su inicio, de forma que he perdido de vista lo importante en cada exposición: señalar lo característico de un artista, las razones por las que es importante, los motivos por los que aún debería interesarnos. A nosotros, personas separadas ya casi por un siglo de su tiempo, habitantes de un modo cultural que es opuesto al suyo. Como poco, refractario, desengañado y desconfiado. 

Entre esas razones para su vigencia, motivo de elogio de esta exposición, que Balthus no es sólo un erotómano pintor de púberes, sino un magnífico creador de bodegones y paisajes. Lo primero, previsible en un artista especializado en interiores íntimos, lo segundo, inesperado y sorprendente


Así, una naturaleza muerta como la que les muestro arriba es ejemplar. Tanto en la reproducción minuciosa de las texturas, como en la introducción de un elemento discordante. Esa redoma rota, junto al martillo que la ha quebrado y que señala al pintor invisible. A quien ha dispuesto todos estos objetos sobre la mesa, buscando orden y armonía, para acto seguido destruirlo con un sólo gesto.

O el paisaje que pueden contemplar abajo. Aparentando ser extraído de un fresco - como los de Piero de la Francesca, tan amados por Balthus - de cuidado y estricto geometrismo, en donde la figura humana sólo sirve de unidad de medida, y cuya rigidez cromática y compositiva es quebrada por un sólo elemento: el exuberante remolino del árbol en primer plano.


 

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