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martes, 26 de febrero de 2019

Historia(s) de España (IV)

En acción mancomunada, en 1177, Alfonso el Casto y Alfonso VIII conquistaron Cuenca, ciudad que se incorporó a Castilla, y en la que ambos soberanos debieron ratificar los acuerdos de Sahagún  y quizá iniciaron conversaciones sobre la cuestión del vasallaje zaragozano. Las conversaciones iniciadas en Cuenca continuaron y concluyeron en el pacto de Cazola (1179) por el cual el castellano eximió al catalano-aragones del vasallaje que le debía por el reino zaragozano y por el que quedaron reservadas a la conquista de aragoneses y catalanes las zonas de Valencia, Játiva y Denia; por su parte, Alfonso el Casto renunció a sus derechos .-los que tenía en el tratado de Tudillén de 1151- en la reconquista de los territorios situados más allá del puerto de Biar y, por lo tanto, renunció al reino de Murcia. 

Julio Valdeón, Jose María Salarach y Javier Zaballo Feudalismo y consolidación de los pueblos hispánicos (siglos XI-XV)

Ya les he señalado en otras entradas los muchos problemas que aquejan a la historia de España dirigida por Tuñón de Lara en los años 80, ese intento fallido por escribir una historia de España libre de las taras de la propaganda franquista. Entre las carencias de la obra, y muy principal, el dividir la historia de España en secciones estancas, como ocurría en el tomo anterior, donde se relataba la historia de Al-Ándalus de forma separada a la de los reínos cristianos. Se consigue una clara unidad en el relato, cierto, pero se pierde de vista de manera completa que esas entidades estaban relacionadas íntimamente. Lo que ocurría en una de ellas impactaba en las demás, tanto en los acontecimientos políticos como en las manifestaciones culturales, de forma que podría decirse que unas no podían vivir sin las otras, por muy profundos que fueran los fosos que los dividían.

Este error se repite en el volumen que ahora comento, dedicado a los reinos cristianos de la Baja Edad Media, de manera que tenemos por un lado la historia de Castilla, por otro la historia de Aragón, y, como apéndice, la historia de Navarra. Quedan completamente desdibujadas las intensas relaciones entre los tres reinos ya desde el siglo XI, ocultando fragmentos de historia cruciales sin los cuales es imposible entender la evolución de la Península Ibérica en esos cinco siglos. Por ejemplo, la lucha entre los tres hijos de Sancho III el Mayor por la herencia de la corona de Navarra; la primera unión castellano-aragonesa y la guerra civil que desencadenó en Castilla; los varios tratados de reparto de la península entre Castilla y Aragón; las guerras repetidas entre ambos por el control de Murcia/Alicante; o los complejos vaivenes políticos, casi acrobacias de volatinero, una vez que los tres reinos son controlados por reyes de la casa de Trastámara.

Esto ya lo esperaba y estaba preparado para aceptarlo, pero no me imaginaba que en este tomo surgirían, de manera inesperada, esos problemas nacionales que creímos superados con la constitución del 78, pero que ahora han vuelto a resurgir con inusitada potencia. Conflictos que se filtran y emergen en las páginas de este volumen, pero no porque se busquen sus raíces en ese pasado mitificado, sino porque abundan en él extrañas decisiones metodológicas. Cambios arbitrarios que se dejan sin explicar y que apuntan a una intencionalidad política oculta.

Pero vayamos por partes.



Es cierto que un grave problema de la historiografía española, hasta ayer mismo, fue la primacía dada a Castilla. El hecho de que la monarquía de los Austrias se articulase en torno a ese reíno, de donde obtenía las fuentes de financiación para sus aventuras, llevó a que el papel de Castilla se exagerase en demasía, reduciendo el resto de los reinos peninsulares a meros apéndices a su historia. Así, ciertas glorias de Aragón, como la expansión mediterránea, se apropiaban como castellanas, mientras que sobre otros periodos más incómodos se hacía el más completo silencio. Por ejemplo, sobre la muerte de Pedro II en la batalla de Muret, a manos de los cruzados capitaneados por Simón de Monfort, mientras protegía a sus vasallos albigenses. Sí, el mismo rey que había triunfado en las Navas de Tolosa contra el infiel ahora se colocaba del lado de una herejía que amenazaba con escindir la cristiandad.

Esa manera de concebir la historia ha desaparecido por completo, o al menos parecía haberlo hecho hasta ayer mismo, por lo que ahora se tiende a escribir una historia mucho más equilibrada, donde ningún reíno se yerga sobre los otros y donde queden subrayadas sus similitudes y sus diferencias. Sin embargo, al leer este tomo, me he encontrado con los mismo errores y distorsiones, sólo que esta vez aplicados a la historia interna del reíno de Aragón. En cuya interpretación, como sabrán, hay duras polémicas entre los sectores más y menos catalanistas dentro de la propia Cataluña, y de todos éstos con los historiadores del exterior. O en otras palabras, los que buscan que la historia del reíno de Aragón gire alrededor de la evolución del condado de Barcelona y los que lo contemplan más bien como un puzzle de territorios muy distintos y a veces mal avenidos.

Así, lo primero que resulta chocante es que la historia de la corona de Aragón antes de la unión de 1137, entre la heredera de ese reíno, Petronila, y el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, se reduce a lo sucedido en los condados catalanes. La historia del reíno de Aragón antes de ese instante se desgaja del relato y se traslada a la del reíno de Navarra, sin que sepamos las vicisitudes que llevaron a la unión, ni los conflictos que existieron entre ambos antes del matrimonio real. Decisión extraña y sospechosa, que apunta a esa intencionalidad ulterior que les citaba antes: convertir a los condados catalanes en los auténticos depositarios de la identidad del reíno de Aragón.

De la misma manera, algunos reyes, los Alfonsos y los Pedros, aparecen identificados sólo por su apodo, no por su número de orden, lo que crea una confusión en el lector, puesto que no sabe de quién se le está hablando. En su momento, cuando leí este volumen, no llegué a entender el porqué, puesto que el historiador no lo explicaba. Ha sido sólo ahora, gracias a Google y la Wikipedia, cuando he descubierto que los sectores más catalanistas numeran de acuerdo con la genealogía de los condes catalanes y no con la de los reyes de Aragón, de forma que Alfonso I el Batallador y Pedro I no se consideran como reyes de la corona conjunta catalano-aragonesa. El escritor de este tomo toma el camino de en medio, y no numera en absoluto los reyes en disputa, llevando a ese embrollo dinástico al que me refería, aún peor porque la claridad sucesoria no era precisamente un rasgo característico del medievo.

¿Y qué pienso yo? Que lo de mover los números me parece rabieta de niño. Así de simple.


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