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viernes, 21 de diciembre de 2018

Al borde del apocalipsis (y I)

Stalin hoped that his alliance with the United States and Britain would last for several years after the war ended. His country was a disaster in 1945. The physical destruction was immense, as were the human losses. He feared the consequences for its own party if people were forced to live in misery even after the war was over. But Stalin was never quite sure what peace really meant, or whether his and communism's international opponents were willing to let him rest. There was no opposition to his dictatorship in the Soviet Union, and Stalin had a hard time imagining any opposition coming out of the new regions the Red Army had conquered. These countries might not be ripe for Communism yet, he thought, but they could be guided toward it by his authority and the example of the Soviet state. The British and Americans would extend their form of capitalism into the heart of Europe. Stalin would, at least over time, attempt to do the same with his system. It was both and ideological and strategic imperative. "This war" Stalin told his Yugoeslav Communist admirers in April 1945, "is not as in the past; whoever occupies a territory also imposes on it its own political system. Everyone imposes his own system as far as his army can reach. It cannot be otherwise"

Odd Arne Westad: The Cold War, A World History

Stalin esperaba que su alianza con los EE.UU. y Gran Bretaña durase varios años tras el fin de la guerra. En 1945, su país estaba en un estado desastroso. La destrucción física era inmensa, al igual que las pérdidas humanas. Temía a las consecuencias para el partido si se obligaba a la población a vivir en la pobreza más allá del fin de la guerra. Pero Stalin nunca estaba seguro de cuál sería el significado de la paz ni si los oponentes internacionales del comunismo le darían un respiro. No había oposición a su dictadura en la Unión Soviética y a Stalin le era difícil imaginar una oposición proveniente de las nuevas regiones conquistadas por el ejército rojo. Esos países podrían no estar maduros para el Comunismo, pero podían ser guiados hacia él mediante su autoridad y el ejemplo del estado soviético. Británicos y Americanos iban a extender su modalidad de capitalismo hasta el corazón de Europa y Stalin haría lo propio con su sistema político, al menos con el tiempo. Era un imperativo ideológico y estratégico. «Esta guerra» comunicó Stalin a sus admiradores yugoeslavos en abril de 1954 «no es como las pasadas, quien ocupe un territorio también impondrá allí su sistema político. Todos lo impondrán hasta donde alcancen sus ejércitos. No puede ser de otro modo.»

El periodo que llamamos la Guerra fría, de 1945 a 1991, o de 1948 a 1989, según se mire, tiene un interés especial para mí. En gran medida, por razones biográficas, ya que mi periodo formativo, el de mi adolescencia y primera juventud, coincidió con su recrudecimiento final en la década de los 80. Fue tan fuerte la impresión que me produjo vivir al borde del exterminio nuclear que, en gran medida, aún contemplo y juzgo la actualidad política con la mentalidad de antaño. Grave error, como pueden suponerse.

No debe sorprenderles que casi desde el momento en que cayó la URSS comenzase a leer libros sobre ese periodo, para intentar entender lo que había vivido. Las primeras obras que consulté, me doy cuenta ahora, tenían pesados lastres que las hacen casi inservibles, más allá de mera referencia de su transcurso temporal. El problema no estriba en su natural precipitación o que se pusiese el acento en temas quizá secundarios, como los complejos sistemas de armas y de alerta temprana que regían el equilibrio del terror, sino en su dependencia de la propaganda de los vencedores. Aquélla que decía que Truman y Churchill tuvieron los arrestos de plantarle la cara a Stalin, al contrario que el débil de Roosevelt, para impedir que el totalitarismo comunista se adueñase de Europa entera. O la otra que erigía a Thatcher, Reagan y Juan Pablo II en trío de duros cowboys que por si solos se las arreglaron para derribar el odioso sistema soviético  y traer la democracia a una Europa sojuzgada.

Pero... ¿realmente fue así? Mejor dicho, ¿fue inevitable la Guerra Fría? ¿Tuvo que acabar como acabó?


Desde la década pasada han surgido varios libros que ponen en duda la versión propagada por los vencedores. De uno de ellos, A failed Empire de Vladislav Zuvok, ya le hablé hace casi una década. En esa obra se ponían de manifiesto dos hechos incontestables, pero que entonces sonaban a herejía. Primero, que el imperio soviético de tiempos de Breznev era un sistema funcional, a pesar de sus muchos defectos y lastres. Segundo, que podría haberse perpetuado hasta nuestros días, al igual que la China comunista,  si las reformas de la década de los ochenta hubiesen seguido otros derroteros. Esa línea de pensamiento, la de como nada era inevitable ni estaba decidido, siguen dos libros que he estado leyendo esta semana. Uno, el de Arne Westad que les comento en esta entrada. Otro, Por el Bien del Imperio, del recientemente fallecido Josep Fontanta, monumental a pesar de sus defectos, obsesiones, omisiones y tirrias.

Comencemos por Westad y su análisis del comienzo de la Guerra Fría en Europa, para luego extenderse al resto del mundo, periodo que abarca de 1945 a 1949, con el bloqueo de Berlín. La versión más conocida establece que Stalin pretendía, ya desde antes de la rendición alemana, establecer réplicas del estalinismo en todos los países ocupados por el Ejército Rojo, lo que obligó a Truman a establecer la política del containment, para evitar un contagio hacia las zonas liberadas por los aliados angloamericanos y la caída de todo el continente europeo en manos soviéticas. El problema de esta versión es que observa la historia en términos de blancos y negros, de buenos y malos, cuando cualquier aficionado a esta disciplina debería saber que ese punto de vista es propio de la propaganda.

Es cierto que Stalin nunca tuvo problemas para eliminar físicamente a sus enemigos políticos. En países que directamente se anexionaron a la URSS, como fueron las repúblicas bálticas en 1940, desde el momento en que las tropas soviéticas entraron en ello se puso en marcha una política de deportaciones masivas contra todo tipo de posibles opositores. Lo mismo ocurrió en Polonia, a la que la URSS consideraba una colonia propia, tanto en la zona oriental ocupada durante el periodo 1939-1940, como en la liberada de los nazis durante 1944-1945. Una represión exacerbada en ese segundo periodo por la existencia de un fuerte movimiento de resistencia nacional, el AK, con aspiraciones a convertirse en el gobierno legítimo de la nueva Polonia reconstruida, y con ese objetivo que se había atrevido a levantarse contra los ocupantes nazis en Varsovia, en 1944, aunque con un resultado catastrófico. El AK, no obstante, por sus conexiones con el antiguo ejército polaco, estaba fuertemente escorado hacia la derecha,  de forma que para él era tan despreciables eran las tropas alemanas como las soviéticas, mientras que el Ejército Rojo no hacía diferencias entre nazis y miembros de la resistencia.

Pero, ¿y en el resto de los países liberados? A ese respecto, se suelen olvidar dos hechos. El primero, que a finales de 1944, Churchill y Stalin acordaron repartirse Europa en zonas de influencia. En virtud de ese acuerdo, el este de Europa y los Balcanes, excepto Grecia, quedaban en la zona de influencia soviética. De forma inesperada, y contra lo que podía esperarse, Stalin se atuvo de forma estricta a la letra del acuerdo. Permitió que las tropas britanicas y americanas aplastasen en Grecia, la insurgencia del ELAS, antiguo movimiento de resistencia antinazi de influjo comunista, mientras que en los países de Occidente liberados por los aliados occidentales exigió calma a los partidos comunistas, envalentonados por su participación en la liberación y con aspiraciones a dominar los primeros gobiernos de la paz. De hecho, no hizo movimiento alguno incluso cuando los EE.UU. pusieron en práctica planes para impedir la llegada al poder de esos partidos comunistas.  Planes que, según se sabe ahora, incluían el golpe de estado si hubiese sido preciso.

Ese sería el segundo hecho, la contención inusual de Stalin, que incluso se extendió en los países donde el Ejército rojo era el poder dominante. En el este de Europa, con la excepción de Polonia y Bulgaria, los gobiernos formados tras acabar la contienda eran amplias coaliciones de izquierda, con participación minoritaria de los comunistas, y que solían gozar de amplio apoyo popular. Incluso se jugueteó con la posibilidad de que alguno de estos países, como Checoeslovaquia o la misma Alemania Oriental, acabasen saliendo del bloque oriental, para pasar a formar parte de una Europa Central neutralizada. Como ocurrió, por cierto, con Austria.

Si Stalin obró así no fue, es obvio, por idealismo o por debilidad militar, sino más bien por cálculo. La URSS estaba destrozada y necesitaba de largos años de paz para recuperarse, sin amenazas bélicas exteriores ni carrera de armamentos sin término. Teniendo en cuenta, además, que la cúpula soviética confiaba en que bastantes de los países ocupados evolucionasen por sí solos hacia el comunismo, se especula con que Stalin podría haber estado abierto a cesiones y concesiones hacia occidente, con tal de comprar esos años de paz y cierta seguridad en sus fronteras. Que pudo haber sido así lo demuestra como se abandonó a los comunistas griegos o el desinterés por los partidos comunistas en Francia  e Italia. Incluso la prudencia en países como Checoeslovaquia, que parecían en vías de cambiar de bando.

¿Pudo haber sido así? Sólo sabemos que no ocurrió, pero la posibilidad es fascinante y tentadora: una Europa donde no cae el telón de acero y existe un amplio espectro de sistemas políticos, con su centro neutralizado. Un mundo, en consecuencia, donde no se dispara una nueva carrera de armamentos, esta vez con bombas nucleares, y tampoco se establece un equilibrio del terror basado en la aniquilación mutua. Quizás unos negociadores más avezados, como lo era Roosevelt y en parte Churchill, pudieran haber extraído preciosas concesiones de Stalin, pero quienes tuvieron que lidiar con él fueron Truman y Attle. Ambos sin experiencia en la política exterior, con el inglés enfrascado en la reconstrucción de sus país y la construcción del sistema de bienestar social, mientras que el americano se veía obligado a aprender sobre la marcha y era propenso a tomar decisiones tajantes e irreversibles.

La hostilidad entre los bloques se instaló, por tanto, desde un principio, más por torpeza que por maldad. Los angloamericanos desconfiaban profundamente del bloque soviético y adoptaron esa política de confrontación sin nueva guerra que se llamó el containment. Stalin, por su parte, se desengañó pronto de una posible colaboración entre los dos bloques y decidió asegurar el territorio ocupado. Los partidos no comunistas de los países del este fueron barridos del gobierno sin miramientos, para dar paso la política de purgas tan habitual en el estalinismo. Las fronteras en Europa, a su vez, se militarizaron y cada bando comenzó a observar los movimientos del otro, dispuesto a contraatacar en caso de amenaza y utilizar las armas nucleares si se veía perdiendo. O más fácil, a vencer de un solo golpe utilizándolas.

Había comenzado una larga noche de cuarenta años

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