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martes, 21 de agosto de 2018

Lo imposible es forzosamente posible

- Supongo que ya ha estado en el jardín y ha estado detrás de los árboles, donde se cultivan fresas, ¿verdad?
- Naturalmente.
- Allí hay una mesa de madera, redonda, con el borde tachonado de clavos. ¿Se ha fijado en ella?
- Sí
- ¿Considera posible disparar desde gran altura sobre esta mesas, mediante una pipeta, las gotas de agua suficientes para que cada gota cayera sobre un clavo diferente cada vez?
- Pues... si se calculara bien, ¿Por qué no?
- ¿Y si se echara el agua sin ningún cuidado?
- Entonces no, claro
- Y sin embargo, basta que llueva durante cinco minutos para que cada clavo reciba con seguridad su gota de agua...
- Sí, pero... - Ahora ya empezaba a comprender a qué se refería.
- ¡Sí, sí, sí! Mi criterio es radical, lo reconozco. No hay ningún misterio en él. Es sobre todo la magnitud de la cantidad de sucesos lo que decide lo que es posible y lo que no. Cuanto mayor es la magnitud de la cantidad, más improbables son los sucesos que pueden desviarse.

Stanislaw Lem, La fiebre del heno

Los que sigan este blog, sabrán ya de mi profunda admiración por el escritor polaco Stanislaw Lem. Es normal adscribirlo al género de la ciencia ficción, pero en mi opinión lo trasciende, puesto que se adentró en territorios tan lejanos de este género como la sátira social, la novela experimental, el relato postmoderno y el ensayo filosófico cientifico... en ocasiones aleándolos dentro de una misma narración. No es que su escritura esté exenta de defectos, el principal la tenue consistencia de sus personajes, simples soportes para el desarrollo de sus tesis, pero como compensación tiene tres virtudes muy poco comunes: la capacidad alucinatoria de sus descripciones, capaces de hacerte sentir allí, aunque ese allí sea totalmente ajeno a nuestra experiencia terrestre; el rigor inquebrantable del desarrollo conceptual de sus tramas, que son llevadas a sus últimas consecuencias, sin dejar espacio a trampas o agujeros; y, por último, su capacidad innata para transformar tesis científicas o filosóficas en tramas literarias, en donde aquéllos presupuestos ideológicos se plasmen en acciones de sus personajes, sin que esto resulte forzado o antinatural.

 La fiebre del heno, una novela principal dentro del opus de Lem, es de nuevo un híbrido, una amalgama de diferentes géneros, entre los que se cuentan la ciencia ficción, el relato policiaco y, como no, la meditación filosófica, en este caso matemática. En esta obra, ni más ni menos, intenta ilustrar un concepto estadístico antiintuitivo que podríamos definir como ley de los grandes números o de la ineluctabilidad estadística. Se trata, en breves palabras, de que cualquier suceso al que esté asociado una probabilidad no nula habrá de ocurrir de forma obligada, por muy pequeña que esta probabilidad sea. Lo único que se necesita es tiempo, tanto como sea necesario, o número de intentos, tantos como sean precisos, y este suceso ocurrirá en un tiempo y un número de casos finito. Sin que, aún más importante, tras ella se esconda una ley determinística, obligada y obligatoria, dada unas circunstancias, sino el mero azar probabílistico.



Se trata, como pueden ver, de un concepto abstracto, lindante con el absurdo y que repugna a nuestro afán de racionalidad y predictibilidad. El problema está, por tanto, en transformarlo en hechos concretos, que además tengan interés narrativo. El acierto de Lem es transformar este concepto en un caso policíaco en el que se aúnan varias coincidencias llamativas y un número igual de imposibilidades, pero que parece obedecer a una lógica precisa, afectar a una población muy concreta y definida, además de producirse cuando se conjugan una serie de características precisas y determinadas. En concreto, una serie de occidentales de mediana edad, sin compromisos familiares y de posición desahogada, que cuando viajan a una zona balnearia en la costa napolitana, comienzan a comportarse de forma errática, experimentan síntomas paranoicos, y terminan suicidándose durante su huida de unos enemigos imaginarios. No todos y no siempre, pero si los suficientes para que parezca obedecer a algún tipo de conspiración, caso criminal o encubrimiento.

Con sólo esto, tendríamos una novela criminal al uso, pero lo que hace Lem es llevarla al absurdo. En ese genero, se supone que hay una razón que explique lo que está sucediendo y que con los elementos aportados es posible llegar a descubrirla, por muy enrevesada o inverosímil que sea, por muy oculta que esté o por muchos obstáculos que el escritor nos ponga en el camino. Sin embargo, en el caso de La fiebre del heno todas las pistas, todos los indicios, todas las hipótesis llevan a callejones sin salida.  A los lectores y a los personajes, sin excepción. Aunque aparentemente exista un orden y una causas comunes en todos los casos estudiados, lo cierto es que en todos existe un detalle significativo que no cuadra con los demás e impide incluirlo en el conjunto, invalidando cualquier solución. O bien faltan datos, o bien permanecen ocultos, o bien no existe esa causalidad tan anhelada. En su lugar, sólo queda ese azar que nos repugna y que no podemos admitir como fuerza directriz del mundo.

Ese peso abrumador de lo irreductible, lo incognoscible y lo imprevisible es puesto en primer plano desde el primer instante de la novela, como fuerza insoslayable a la que es imposible substraerse. Las primeras decenas de páginas son simplemente un fastidioso y monótono viaje del protagonista a lo largo de la autopista Nápoles-Roma. En su transcurso, repitr de manera obsesiva cada una de las acciones, incluso la más nímias y triviales, que una de las víctimas realizó anres de su muerte. En busca del fulminante que desencadene una reacción, cualquier reacción, que ayude a explicar el resto de las muertes. No la encuentran, como era previsible, pero esa búsqueda estéril permite que Lem demuestre con creces su pericia literaria. La descripción minuciosa de todo lo que ve, experimenta y encuentra es tan ajustada que nos transmite su hastío, confusión y desaliento. Y nos adelanta la decepción con la que vamos a toparnos a cada paso.

Desde ese punto la novela se embarca en un navegación sin rumbo, la de este detective en busca de una explicación, pero que sólo le lleva a aeropuertos víctimas de ataques terroristas o a reuniones de expertos en las que se proponen teorías incompatibles e irreconciliables. La peripecia del protagonista se reduce así a rebotar de un destino a otro, desembocar en callejones sin salida deductivo, abandonar de manera repetida cualquier hipótesis, y con ella las pruebas con las que la construyó, para intentar levantar otra con materiales nuevos. Todo sin solidez, todo sin consecuencias. Como si en realidad lo que está viendo no fuera más que puro azar, un conjunto de casualidades imposibles similar a sacar 10 seises en diez tiradas, pero sin posibilidad de replicarlo en el futuro ni mucho menos de prevenirlo.

Azar puro, cierto, pero azar que al final le llevará a una solución inesperada. La propiciada por un mundo en que la población humana es tan grande, de un orden de 10 a la 9 individuos, de forma que sucesos con probabilidades ínfimas ahora pueden manifestarse. No sólo eso, sino que deben ocurrir de manera necesaria.

Dando origen a auténticos milagros, pero que no obedecen a  decisión divina, sino a las frías e indiferentes leyes matemáticas.

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