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jueves, 23 de agosto de 2018

Demasiadas cosas

Cuanto más tiempo pasaba, más se complicaban las cosas. Por ejemplo, ¿se podía calificar como infidelidad conyugal la convivencia de uno con su propia esposa encarnada en una teledoble más joven? Un tal Adlai Groutzer encargó a la filial bostoniana de Gynandroids una teledoble que era la copia de su propia esposa, pero con la edad de veintiún años. En el momento de realizar ese encargo, aquella esposa tenía cincuenta y nueve años. El problema se complicó aún más teniendo en cuenta que la señora Groutzer a la edad de veintiún años todavía no era la esposa de Groutzer, sino de James Brown, del cual se había divorciado veinte años más tarde para casarse con Groutzer. El caso pasó por todas las instancias. Los tribunales tuvieron que dictaminar si se trataba de incumplimiento del deber conyugal al no querer la esposa teledirigir en el sentido más íntimo la teledoble adquirida por su marido. ¿Es posible el teleincesto, el telesadismo y el telemasoquismo? ¿Y la telepederastia? Una empresa lanzó al mercado una serie de maniquíes, fáciles de transformar en mujeres y hasta en hermafroditas utilizando las piezas de repuesto que venían en la caja. Los japoneses exportaban a los Estados Unidos y a Europa los hermafroditas a precios de dumping; su sexo se podía regular con un movimiento de mano (según la regla « derecha, izquierda, de Adán sale Eva »). Cuentan que entre los clientes de Gynandroids hubo muchas prostitutas, que ya peinaban canas, que habiendo perdido la oportunidad de ejercer su oficio personalmente, gracias a una rica experiencia podían dirigir ahora con mucho arte las teledobles.

Paz en la tierra, Stanislaw Lem

Una de las novelas de Lem que me quedaba por leer es esta Paz en la tierra, la última que escribió. Sin embargo, aunque notable y con pasajes que podrían figurar entre los mejores de su producción, no me ha acabado de convencer. Incluso me ha dejado un tanto frío.

En su haber está la recuperación de uno de los personajes fetiche de Lem: Ijon Tichy. Su sola aparición ya anuncia que esta novela pertenece a la rama disparatada y humorística de la producción de este escritor. Aquélla en que pone en solfa los muchos estereotipos de la ciencia ficción, tanto llevando sus premisas a sus últimas conclusiones lógicas, normalmente contradictorias y paradójicas, como sometiéndolas a un proceso de centrifugado al máximo de revoluciones, en el que los hechos narrados se atropellan y empujan, aumentando la sensación de absurdo. El futuro, en el universo de Tichy, evoluciona a tal velocidad que nada es duradero, ni mucho menos con sentido, de manera que sus habitantes se ven desbordados por una tecnología que les convierte en antiguallas y que son incapaces de dominar. La carcajada está servida, por tanto, hasta el momento en que nos damos cuenta que ese futuro es nuestro presente, y se nos hiela la sonrisa.


Por otra parte, la trama no puede ser más interesante. Los humanos han desterrado la guerra del planeta, de ahí el Paz en la tierra, trasladando toda la tecnología militar a la Luna, donde tiene lugar la carrera de armamentos. Además la han automatizado, entregándola a máquinas inteligentes que desarrollan nuevas armas utilizando mecanismos evolutivos, pero cuyos hallazgos permanecen desconocidos para los terrestres. De esa manera, se ha conseguido la disuasión perfecta, puesto que al no saber ninguna potencia el grado de su desarrollo militar ni el de los vecinos, nadie se atreve a activar el poder bélico del que pudiera disponer, temiendo ser aniquilado al primer envite.

Como era de esperar, los humanos, pasado los primeros instantes de alivio y regocijo con esa nueva paz perpetua, no acaban de sentirse muy a gusto con la idea de que arriba, en la Luna, pueden estar desarrollándose armas de un potencial inimaginado y además para el enemigo. Cuando Tichy entra en escena, sabemos ya que se han producido varios intentos secretos por vislumbrar qué está ocurriendo en la superficie lunar, pero todos han fracasado. Las muchas sondas enviadas, los teledobles que han alunizado, han sido rapidamente eliminados, antes de que pudieran atisbar algo revelador. 

Incluso el propio protagonista, participante en una de esas misiones, ha sido lobotomizado por las máquinas lunares, de cuyas resultas ha perdido la memoria y tiene que luchar contra la rebelión constante de uno de sus hemisferios cerebrales, que ya no puede coordinarse con el otro y utiliza la parte del cuerpo que controla para gastarle malas pasadas. Será precisamente cuando Tichy recupere sus recuerdos cuando la novela alcance una de sus cumbres, al describir los campos de pruebas y experimentación de esos robots militaristas que ahora ocupan la Luna. Porque si de algo es capaz Lem, y lo demuestra en casi todas sus novelas, es de describir mundos extraños, fuera de nuestra experiencia cotidiana, con una precisión y verosimilitud que alcanza niveles alucinatorios.

No obstante, y ya empezamos con lo malo, la novela no acaba de cuajar. Se trata de una de las obras más largas de Lem, casi cuatrocientas páginas, y esa longitud desaconstumbrada creo que le perjudica. En su desarrollo tiende a divergir de la línea narrativa principal, como si Lem se viera distraído por una idea y se se sintiera obligado a desarrollarla para que no se le olvidase. Muchas de esas situaciones no tienen interés para la narración principal, mientras que otras, aunque necesarias para el avance de la trama, tienen carácter de digresión innecesaria, puesto que los muchos detalles que presentan no tendrán mayor repercusión posterior sobre los acontecimientos. Así ocurre con la larga sección dedicada a los teledobles, robots desprovistos de inteligencia propia,  pero sí con sentidos similares a los humanos, que permiten realizar labores peligrosas por control remoto desde la seguridad de naves o refugio.  Aunque acaben por ser utilizados para fines muy distintos. Fornicar, por ejemplo.

Nos hallamos, por tanto, muy lejos de la tensa y bien engarzada construcción de sus mejores obras, donde todas las piezas tienen sentido y utilidad, sin que sobre ninguna. El mundo de Paz en la Tierra, por el contrario, parece estar divido en compartimentos estancos, apenas unidos por frágiles lazos. De hecho, da la impresión de que nos hallamos ante una colección de cuentos, como habían sido hasta entonces las apariciones de Tichy, excepto en El congreso de futurología. Como si a Lem se le hubieran quedado en el tintero varias buenas ideas que no tenían entidad para ser cuentos independientes, pero que sí podían integrarse dentro de una novela, como apoyos estructurales de la narración.

Una idea que, en parte, había sido ya utilizada en una obra maestra como Fiasco, pero que aquí con cuaja. Porque si allí había un objetivo claro y definido, que se revelaba a mitad de camino, en Paz en la Tierra, vagamos sin rumbo de una situación a otra, sin que varias de las transiciones tengan mucho sentido.

Una pena, porque la conclusión es aguda e irónica. Especialmente por poner en su sitio nuestro orgullo y vanidad.

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