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sábado, 7 de abril de 2018

Falto de Magia



































La muerte, esta semana, de Takahata Isao ha vuelto a poner sobre la mesa el problema de la continuidad del estudio Ghibli y de su legado. Durante las últimas décadas, han sido múltiples los intentos por encontrar un sucesor, pero todos han acabado frustrándose. Kondō Yoshifumi murió joven, tras dejarnos un par de obras notables. La evolución de Miyazaki Goro, el hijo del maestro, se vio lastrado por una tormentosa relación con su padre, clara en la desgana que muestran las obras que firmó para el estudio. 

En los últimos años, no obstante, había surgido un firme candidato en la persona de  Hiromasa Yonebayashi. Tanto Karigurashi no Arietti (Ariety y los diminutos, 2010) como Omoide no Mānī (Recuerdo de Marnie, 2014) eran películas notables, que apuntaban a un creador que había sabido asumir la pesada herencia de Ghibli y adaptarla para las nuevas generaciones. O al menos así parecía, porque, de repente, Yonebayashi abandonó Ghibli con parte del equipo de la productora, para fundar un estudio propio, Studio Ponoc.  No es de extrañar  que su primera película, ya como autor independiente, Meari to Majo no Hana (Mary y la bruja de las flores, 2017) se esperase con gran expectación. Para comprobar si su trayectoria artística divergía de la de su estudio padre y también por si se confirmaban las esperanzas puestas en él.

Pues bien, tras verla el fin de semana pasado, debo decirles que no me ha acabado de convencer.  Yonebayashi  no se ha atrevido a distanciarse del mundo Ghibli y son más que visibles las muchas deudas estéticas y narrativas que aún tiene con ese estudio. Esto en sí no es malo, ya que vendría a calmar ese miedo a que el estilo Ghibli desapareciese. De hecho, Meari to Majo no Hana es en muchos aspectos indistinguible de una obra de ese estudio y bien podría pasar por otra entrada más de su filmografía. 

De nuevo, tenemos una animación de primera clase, atenta a los más mínimos detalles y pendiente de que sus personajes interpreten convincentemente. De nuevo, tenemos un mundo descrito de manera convincente y verosímil, donde los aspectos mágicos se engranan con total naturalidad. De nuevo, tenemos un personaje femenino protagonista, capaz de vencer todos los obstáculos a base de coraje, inteligencia y perseverancia. De nuevo, tenemos una visión nostálgica hacia una infancia donde brillan por su ausencia los avances técnicos modernos, claramente entroncada con una literatura juvenil compartida por varias generaciones, de la Miyazaki a la mía, y que por eso mismo tiene un sabor único, imposible de encontrar en la actualidad.

De nuevo, tenemos todos los ingredientes de un Ghibli, pero en esta ocasión suena completamente a falso. ¿Por qué?

Pues me atrevería a decir que  Yonebayashi ha tolerado unas ciertas concesiones a las modas modernas, que me temo no le servirán para granjearse el favor del público más joven, pero que le roban todo ese encanto, esa magia, que tenían las producciones Ghibli. En primer lugar, la banda sonora tiene a ser genérica, ruidosa, a adoptar esa molesta pose que consiste en distinguirse cuando no hace ninguna falta. Es decir, a pretender substituir a las imágenes cuando debería compenetrarse con ellas. 

Esto ya empezó a situarme fuera de la película, pero lo peor vino después, cuando la cinta pareció convertirse en una versión más de las academias de brujería que popularizó Harry Potter. Moda moderna bastante insulsa que puedo tolerar en la versión del estudio Trigger, alocada y dinámica, como demostró su Little Witch Academy (2013-2017, Yō Yoshinari), pero que queda muy fuera de lugar en una obra que pretende, como es el caso, integrarse en el universo Ghibli, tan comedido, mesurado y racional en su expresión de lo fantástico.

Incluso esto habría sido aceptable si la historia y los personajes tuvieran alguna entidad. Porque al final la película se reduce al viejo esquema del héroe, heroína en este caso, que debe vencer a unos malos genéricos, en este caso corrompidos por su propia sed de poder. Es aquí donde se más se nota, para desdoro de Yonebayashi, la diferencia con su mentor Miyazaki. Éste era capaz de convertir estas historias esterotipadas en manifiestos políticos y ecológicos, donde se dilucidaban,  por medio de la fantasía y la alegoría, las cuestiones del momento. Incluso cuando esta vertiente política se dejaba a un lado, Miyazaki se mostraba capaz de narrar, con seguridad y conocimiento, complejos pasos de la niñez a la madurez, o de reproducir la mirada siempre sorprendida de un niño.

De todo lo anterior, nada hay en esta cinta, que se limita a ser la historia de siempre, narrada, eso sí, con gran pericia. Mucho y muy importante, para lo que se estila en el anime reciente, pero muy poco, casi nada, comparado con lo que se esperaba de este director.

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