Páginas

miércoles, 27 de diciembre de 2017

El limes


































Tras la gran sorpresa que ha supuesto la tercera temporada de Twin Peaks, decidí volver a ver las dos primeras. En parte, porque no recordaba las peripecias de muchos de los personajes ni era capaz de reconocer a algunos, así que me resultaba imposible evaluar la pertinencia de las conclusiones que Lynch proponía a sus destinos. La revisión ha resultado otra sorpresa, en un sentido inesperado. Me he dado cuenta que entre ambas narraciones media un abismo estético y narrativo, que no es achacable al cuarto de siglo transcurrido.

¿En qué consisten esas diferencias? Se podría decir que en el punto de vista. El Twin Peaks original reflejaba una América de los 80 que a su vez era un trasunto idealizado de la América de los cincuenta. Un país cuyo ideal es el de la small people, la gente que vivía en pequeñas comunidades rurales, sin grandes ambiciones ni, por consiguiente, graves tensiones. Una vida tranquila basada en pequeños placeres y el contacto presente con la naturaleza, donde la comunidad es un elemento omnipresente e irrenunciable en la vida cotidiana. Por supuesto, al igual que ocurría en The Twillight Zone (1959-1962, Rod Serling) o en el Blue Velvet (Terciopelo Azul, 1986) del mismo Lynch, bajo esa corteza de normalidad y respetabilidad se esconden corrientes turbias, que serán las que pondrán en marcha la trama ilustrada por la serie. 

La existencia del mal, no obstante, no hace más que subrayar la pérdida de ese edén ideal, al que siempre se sueña por retornar, ocurra lo que ocurra. Muy otro es el punto de vista del nuevo Twin Peaks, en cuyo tiempo, la América de nuestros días, esos ideales ya no son recreables, e incluso se puede decir que ya no es posible ni siquiera soñarlo. Esta pérdida definitiva se ve subrayada por la vejez visible de todo el reparto, que confiere a la serie un sentimiento de opresión, al estar habitada por personajes que ya están en vías de hacer mutis y abandonar definitivamente la representación. E incluso algunos ya lo han hecho, aunque estén aún sobre las tablas, puesto que sus existencias se han extraviado. Dejaron de ser lo que fueron, para convertirse en caricaturas de sí mismos.

Otro factor adicional es la presencia de lo sobrenatural. Los mundos más allá del nuestro son una constante en ambas series, así como su influencia contradictoria sobre nuestra realidad. Son, al mismo tiempo, tan cercanos que basta con cruzar un telón para alcanzarlos, pero asímismo tan inaccesibles que se puede recorrer toda una vida sin experimentarlos en absoluto. Sin embargo, en la serie original sus apariciones se utilizaban con especial parsimonia, pudiendo transcurrir varios capítulos sin que se supiera de su existencia, para luego dejar al espectador con la miel en los labios, al ofrecerle apenas unos indicios fugitivos. En la nueva encarnación, por el contrario, la presencia de esos otros mundos es casi constante, hasta el extremo de devorar la propia realidad y substituirla, como si las barreras que los separan se hubiesen quebrado definitivamente.

¿Cúando se produjo este cambio de perspectiva? Quería pensar que fue tras la evolución estética de Lynch en los 90 y a principios de este siglo, cuando su postura se fue radicalizando, sin perder paradójicamente, su favor entre el público. Me equivocaba y mi error se debía a que faltaba una pieza del rompecabezas: no había visto aún Twin Peaks: Fire Walk with Me, esa película continuación/conclusión de la serie original que tanto irritó a la crítica y a los seguidores de la serie, cuando se estrenó en 1992. Porque todo está ahí, casi como si la película hubiera sido rodada como preludio de la nueva serie y no veinticinco años atrás.

De hecho, lo más turbador en la película es la desaparición casi completa del Twin Peaks luminoso que se correspondía con el talante optimista del agente especial del FBI, Dale Cooper, protagonista principal en todas las entregas de la serie. No es ya que el pueblo y sus habitantes, especialmente Laura y su padre, se nos muestren en su reverso tenebroso, realizando todas las acciones sórdidas que sólo oímos contar  y nunca vimos. Tampoco es que Cooper caiga en una impotencia paralizante, reducido a un oráculo que, como la adivina Casandra. sólo puede predecir, pero nunca corregir. Tampoco es la presencia constante de ese otro mundo fuera del nuestro, el auténtico real frente al engaño que constituye el perceptible, como pretendían los gnosticos, ni que esos ámbitos extraterrenos se tornen inextricable laberinto, lugar de seguro extravío, excepto para las fuerzas del mal.

No, es que la primera media hora transcurre en un pueblo que es el opuesto completo al Twin Peaks soñado y del recuerdo, tanto para sus habitantes como para los espectadores. Un lugar donde la desidia y la pobreza, la desconfianza y la malicia no están disimulados por ningún disfraz, sino que reclaman su lugar el mundo. Mejor dicho, reclaman el mundo. Su maldad no será tan terrible como la absoluta encarnada en Bob, pero no por ello es menos insidiosa y corrosiva, puesto que permanecerá con nosotros y nunca podrá ser conjurada, mucho menos vencida.

Porque ese pueblo, esas gentes, son la América de hoy. Son nuestro presente. Y nunca existió el pasado radiante, ni mucho menos Twin Peaks.

No hay comentarios:

Publicar un comentario