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martes, 26 de diciembre de 2017

La exposición

Sabrán que no me suelo callar cuando una exposición no me gusta o no me convence su tesis. Asímismo, tampoco eludo prorrumpir en elogios cuando la ocasión lo merece. Sin embargo, en el caso de la exposición Auschwitz, no hace mucho, no muy lejos, recientemente abierta en las salas de exposición del Canal madrileño, me veo en la imposibilidad de seguir mis propias reglas. El impacto emocional que ha producido en mí ha sido abrumador. Tanto, que a medida que avanzaba por sus salas sus defectos iban borrándose, así como mis reparos metodológicos. La enormidad de lo ocurrido en ese campo de exterminio, la progresión implacable e irremediable en la que, vitrina tras vitrina, se va describiendo la lógica del extermino, se sobreponían a cualquier intento por apartarme intelectualmente, por conseguir el necesario distanciamiento crítico que permitiese juzgarlo con frialdad y con desapego.

Pero me adelanto. Vayamos por partes.

Hace unos años visité Auschwitz, allá por el 2013. Por mucho que haya uno leído sobre ese lugar, por muchas fotos que se hayan visto, por muchos testimonios que se hayan escuchado, la visión directa destruye todo lo que uno creía saber y conocer. De mi estado de confusión y azoramiento espiritual puede servir de testigo un detalle nimio. Es uno de los pocos lugares que no he fotografiado. El otro fue Palmira y esto sólo ya avanzada mi visita, cuando me di cuenta que mi cámara era incapaz de reflejar los sentimientos que ese lugar me inspiraba. En Auschwitz, la razón de mi retraimiento fue muy otra. Sentía que no podía profanar ese lugar con un gesto tan vulgar y banal como el de tomar una fotografía. Los muertos, todos los muertos, pesaban sobre mí, hasta el extremo que caí en una especie de atonía espiritual, que intenté paliar hablando convulsivamente con mi acompañante, un profesor polaco con el que colaboraba en un proyecto europeo.


Quizás, en otras condiciones, la sugestión no habría sido tan fuerte. Era primeros de marzo y, durante los días anteriores, había estado nevando copiosamente. Todo el campo estaba cubierto por una espesa capa de nieve, que borraba los contornos y tornaba aquello en espejismo, especialmente en Birkenau, en donde sólo destacaban las chimeneas de los antiguos barracones, último resto de ellos, y el muro de árboles plantado donde se hallaban los crematorios, volados por los nazis antes de evacuar el campo. Hacía mucho frío, penetrante y cortante, y se me metía hasta los huesos, a pesar de mi abrigo, mi bufanda, mis guantes y mi gorro. Todo me parecía hostil, concebido para destruirme, confabulado para mi exterminio. Pensé que los prisioneros sólo disponían de un fino uniforme, que era como si estuvieran desnudos frente al frío asesino. Supe que no habría durado allí. Que aunque hubiese superado la selección, habría fallecido al poco. De hambre, de agotamiento, de frío. De negra desesperación

Puede que exagere. Seguramente exagero. Pero si uno es sensible, cualquier paseo por Auschwitz desgarra. Barracón tras barracón, se encuentra uno con nuevas formas de morir, de perecer. Tantas y tan diversas que la supervivencia, la salvación y la liberación se antojan un milagro. Al final, un día cualquiera, por mero cálculo de probabilidades se acabará cayendo en la trampa, convertido otra víctima más, igual a las que podrían haberte precedido y a las que te seguirán. Pero vuelvo a exagerar, porque nada de lo que podamos haber vivido es comparable a ese infierno sin fin. Yo intentaba aproximarlo a mi experiencia militar, pero sentía que me engañaba a mí mismo, que estaba intentando convertir el horror indescriptible en algo familiar, asumible. Y no es así, no puede ser así, puesto que nunca he sentido la punzada del hambre, ni la porra de un torturador sobre mis costillas.

Se estarán preguntando por qué les cuento esto. Simplemente por que esa confusión intelectual, este torbellino sentimental de aquella visita se han reproducido en esta ocasión, en la exposición del Canal, dejándome inerme e impotente. En tres ocasiones me he emocionado hasta romper a llorar, sin poderme contener, avergonzado de que los demás visitantes me vieran en ese estado. La primera vez, cuando la exposición intentaba reconstruir la llegada a Auschwitz de los deportados y el proceso de selección entre aquéllos que iban a ser gaseados de inmediato y los que sobrevivirían aún algunos días, algunas semanas, algunos meses. 

No, no se imaginen nada espectacular, manipulador o sensiblero. La exposición es demasiado contenida y consciente para llegar a esos extremos. Basta turbarme basto una sala casi desprovista de vitrinas y objetos, con las paredes cubiertas por ampliaciones de las fotos tomadas por los nazis para documentar su trabajo y su eficiencia. Al final, en la lejanía, tal y como si estuviéramos en el propio campo, un dibujo de los crematorios realizado por un prisionero, con ardientes llamas rojas saliendo de la chimenea. Pensé estremecido que ésa imagen, ésa y no otra, fue la última visión que vieron  tantos y tantos seres humanos, tras un largo viaje en vagones de ganados. Inconcebible, abrumador, se representaron en mi mente tantos y tantos destinos segados, tantas existencias destruidas.

Esa misma idea fue la que provocó mi segundo derrumbamiento. Más adelante, había algunas vitrinas repletas de objetos personales: gafas, cepillos, cacharros, juguetes, vestidos, botones. Objetos anodinos, similares a los que aún utilizamos, sólo que cada uno de ellos era el último recuerdo, la última prueba de la existencia de una persona. De un ser humano asesinado, de una vida cercenada por una ideología cuyo único fundamento era el odio. El ansia por destruir todo aquello que fuera diferente.

Aún sufrí otro desplome. Al final de la exposición se muestran películas domésticas de algunas familias asesinadas en Auschwitz, junto con fragmentos cotidianos de la vida de los judíos polacos. Lloré porque todos los que aparecían allí estaban ya muertos, destruidos por la locura nazi, y porque en esas películas se les veía tan felices, tan alegres, saludando a la cámara, disfrutando de los suyos, viviendo sus vidas sin preocupación, tan parecídas y tan indistinguibles de las nuestras.

Eran, son, nuestros semejantes. Personas como nosotros. Con las que quizás un golpe del destino nos podría haber hecho compartir el mismo transporte hacia el exterminio.

Y ése es quizás el mayor elogio que se puede hacer a la exposición. Que en todo momento se nos recuerde que los exterminados fueron, ante todo, individuos, personas. 

Cada una con su pasado, cada una de ellas extirpada de su futuro.

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