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jueves, 7 de diciembre de 2017

Cine Polaco (XXVI): Danton (1983) Andrzej Wajda

































El Danton (1983), de Andrzej Wajda, es una de esas películas que forman parte de mis favoritas, de ésas que no me canso de ver y a las que se siempre tengo ganas de volver, con regularidad. Además, para mí forma parte de un selecto grupo de filmes, de los pocos que han sabido hablar con pasión y originalidad de la revolución francesa. Esa exígua lista se compone, aparte de este Dantón, del Napoleon (1927) de Abel Gance, de La Marseilleise (La Marsellesa 1936) de Jan Renoir y de La Anglaise et le Duc (La inglesa y el duque, 2001) de Eric Rohmer. Películas muy distintas, opuestas incluso en sus posicionamientos políticos y sus premisas estéticas, pero que son igual de valiosas y de importantes, cada una casi una obra maestra del cine. Valoración que no depende en absoluto de que su visión sobre ese periodo coincida con la nuestra... porque ya les adelanto que dos ellas, la de Gance y la de Rohmer, se oponen frontalmente a mis concepciones y convicciones. Lo que no quiere decir que las descarte o las menosprecie, como podrán comprobar leyendo esté artículo mío.

En el caso de Danton, les puedo decir que cuando la vi por primera vez, allá en la decada de los 90, fue una de esas películas que le sacuden a uno, le conmueven intimamente y le dejan sin aliento. Aquéllo que estaba viendo era, literalmente, la revolución francesa. No ya por su increíble esfuerzo de reconstrucción histórica, pleno de detalles mínimos que sólo puede ver un ojo experto, como la presencia de diputados negros en la convención, pero que sirven para crear ese aura de verosimilitud en la representación del pasado que tanto obsesionaba y perseguía a otro cineasta de los esenciales, como fue Visconi. No, a pesar de la importancia de este logro en la ambientación, lo que realmente me dejo sin aliento era que en ningún momento me dio la impresión de estar viendo a actores disfrazados, sino a auténticas personas del siglo XVIII. Gentes aconstumbradas a portar las ropas que vestían, a las que habían terminado por moldear a sus cuerpos, de la misma manera las pasiones de su tiempo habían modelado su mentes, dominadas por ellas por entero. Con un acaloramiento y exasperación tal que parecía que de ellas dependiesen sus vidas... como así ocurrió en la realidad.

La película estaba así recorrida, de extremo a fin, por un sentimiento de urgencia, de precipitación y de catástrofe. El mismo que puede suponerse debió sentirse en ese periodo crucial que medió entre la ruptura definitiva entre Danton y Robespierre, la decisión de ejecutarlo y el proceso crispado en que se intentó dar un barniz legal a este asesinato político. La misma acelaración, atropellamiento y desenfreno que llevó al movimiento jacobino a un punto sin retorno, transformando un combate contra las fuerzas contrarrevolucionarias en una guerra civil sin cuartel dentro de ese partido. El terror puro y duro, sin razón, límites y cortapisas, preludio de su suicidio y de su caída final, así  como del final de la revolución radical, substituida por el conservadurismo del Directorio y el imperialismo bélico de Napoleón. Encrucijadas decisivas que quedaban perfectamente ilustradas en la película, no de una forma cerebral, sino pasional y apasionada. Como si tuvieran realmente importancia en nuestro presente y pudieran contagiarnos y arrastrarnos. Capacidad que era más real y más cierta hace unas décadas que ahora, cuando aún creíamos en esos ideales y pensábamos que los errores de antaño podrían corregirse, si sólo...

La razón de parte de ese arrebato tan evidente en la película la he conocido ahora, al ver los suplementos que acompañan la edición francesa. Yo ya sabía que, como otras muchas películas de Wajda, ésta era también un ajuste de cuenta contra el estalinismo que había oprimido a su país natal. En la figura de Robespierre, en el mismo Jacobinismo extremo, podía detectarse una clara deriva totalitaria, similar a la soviética, expresada en el fenómeno del terror revolucionario, ocupado en purgar a todos los supuestos enemigos de la revolución. Como presagio y caso de estudio, la Convención jacobina, los comités de Seguridad y Salvación pública que gestionaban el terror, sus líderes Robespierre y Saint Just, eran modelos perfectos para tratar de rastrear cuando y como las cosas se habían torcido. El punto en que la Revolución Francesa había devenido fatricida, el momento en que había asesinado los mismos principios que decía defender, la libertad, la igualdad, la justicia y la seguridad, al igual que ocurriría más tarde con la Revolución Rusa.

Lo que yo no sabía, o no recordaba, es que Dantón era la siguiente película de Wajda tras Człowiek z żelaza (El hombre de hierro, 1981), en la que se ensalzaba la figura del sindicato Solidaridad y se atacaba de manera directa al régimen comunista polaco. Lo que tampoco sabía  es que si Danton era de producción francesa se debía al azar y a la necesidad histórica: el golpe del general Jaruzelsky y el subsiguiente estado de sitio en Polonia. Debido a la situación política, la película, en principio pensada como producción polaca, tuvo que rodarse en Francia y aún ésto sólo tras que el propio Wajda y los actores polacos del reparto pudieran conseguir salir del país, con grandes dificultades, amenazas constantes y tras complejas negociaciones. Evidentemente, un film tan comprometido como este Danton, que contenía un claro ataque a soluciones dictatoriales y una denuncia de la represión política, no podía rodarse bajo el régimen de Jaruzelski.

Esto explica esa urgencia y esa pasión que recorren la película de principio a fin, la de quienes tienen que hacer un gesto para defender su país y sus libertades. Sin embargo, debido a esta necesidad de protesta, el film corría un riesgo más que evidente: el acabar convertido en obra de circunstancias, en denuncia de circunstancias pasajeras que perdiese su significado, y su poder de conmover, una vez resueltas. Si no ocurre así, es por varios factores. El primero, la actuación desbordante de Gerard Depardieu como Danton, que llega a ser sobrecogedora en la larga secuencia de su proceso, como si él hubiera realmente revivido y se dirigiese a nosotros para que le defendiésemos. Por otro lada, la genialidad de que los partidiarios de Robespierre sean interpretados por actores polacos, que deben asumir la personalidad, motivaciones y justificaciones de quienes serían sus enemigos, quizás sus represores en su país natal. Y por último, el magnífico guion de Jean Claude Carrière que intenta equilibrar dos opuestos casi inmiscibles, la reflexión cerebral en forma de debate filosófico entre opiniones irreconciliables, mientras que se construyen personajes que sean auténticos seres humanos, completos, complejos, contradictorios y cabales, no meros soportes de cartón piedra para esas opiniones.

Material cuyo impacto y resonancia son amplificados por otros dos factores. El increíble trabajo de reconstrucción que ya les comentaba y el no menos encomiable y preciso trabajo de cámara de Wajda, en donde no hay casi ningún plano que no sea pertinente ni un movimiento que no tenga sentido.

Como conviene al clásico que es este director. 

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