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jueves, 16 de noviembre de 2017

El infierno son los otros
































Empecemos por la nostalgia.  Creo que debo considerarme muy afortunado, porque mi juventud transcurrió en una época en la que se podía ver casi cualquier tipo de cine en televisión, del cine mudo al último estreno, del blanco y negro al color. No era extraño encontrarse películas del Este Europeo, japonesas, o incluso experimentales, a horarios razonables,  mientras que la parrilla estaba repleta a rebosar de cine clásico americano. Este edén cinéfilo empezó marchitarse con la llegada de las privadas y se desmoronó con el triunfo del PP en 1996, cuando el cine en televisión recibió un golpe de gracia del que jamás ha vuelto a recuperarse. Durante un tiempo pareció que las plataformas digitales iban a tomar el relevo, pero ahora todos los canales se parecen y confunden, sin asomo de la variedad de antaño.

Se puede decir incluso que toda persona nacida en aquella época ha visto el cine clásico americano por entero. Hasta tal punto que este estilo constituye una segunda lengua o una segunda naturaleza en la forma de entender el cine. Así me ocurre a mí, puesto que cuando vuelvo a ver algún filme de entre los años 30 y 60, especialmente los de los cuarenta, me siento como si volviese a casa. Como si retornase a un lugar acogedor en el que me encuentro a gusto, cómodo y arropado. Sus narraciones, su modo de contar, tienen un sabor especial, sabroso y persistente, como ocurre con la comida de casa. Al igual que sucede con los clásicos castellanos del XVI y XVII, donde cada palabra parece ocupar su lugar preciso, aquel al que estaba destinada, mientras la cadencia de la frase toma el ritmo justo, ni apresurado ni moroso.

Esto es lo que he sentido al ver The Sea Wolf (El lobo de Mar, 1941) de Michael Curtiz, placer  aumentado por el mucho tiempo que no me asomaba al cine clásico y lo mucho que lo extrañaba. Además, no era una película desconocida para mí, puesto que la había visto hacía mucho tiempo en una tarde de sábado de mi juventud. Ya entonces me sorprendió por su carácter sombrío, casi tétrico, teñida de un fatalismo y desesperación propio de los mejores filmes de cine negro. Una atmósfera más que apropiada para su historia, ya que The Sea Wolf narra la navegación hacia el desastre de un barco, el Ghost, que es propiamente un infierno sobre las aguas, debido al régimen tiránico de su capitán, Wolf Larssen. Un personaje que, en la novela original de London y en esta adaptación, es de una agradecida complejidad y ambigüedad: al mismo tiempo despiadado y digno de compasión, brutal y vulnerable, garrulo y inteligente. Fascinante y repelente, a partes casi iguales.

En la pantalla, Larssen es encarnado por un actor de un talento fuera de lo común: Edward G. Robinson. En sus manos, Larssen irradia una energía demoniaca que aplasta y pulveriza a todos los demás protagonistas, anulándolos y haciéndolos bailar a su son. Sólo con su presencia, el film ya sería una obra notable, e incluso se puede decir que los peores momentos son aquellos en que no está en pantalla o no gravita sobre los acontecimientos desde su ausencia. No obstante, a pesar de la fuerza y la pasión, rayana en el histrionismo, con que Robinson construye a Larssen, el esfuerzo titánico de este actor quedaría en nada, si no contase con un director como Curtiz. Un autor que no es un genio del cine, pero que es un artesano notable, alguien capaz de narrar en imágenes con elegancia y eficacia, sin que apenas se noten sus esfuerzos. Como conviene y era habitual en el clasicismo.

Así, el exiguo decorado del barco, el Ghost, construido entero en estudio y hecho flotar en un estanque interior, es al mismo tiempo inconmensurable y angosto. Pleno en escondrijos donde sus personajes pueden ocultarse e intercambiar confidencias, pero al mismo tiempo abierto a todas las miradas, especialmente a la vigilancia paranoica de Larssen. El barco deviene así una prisión, un lugar donde han confluido los peores desechos humanos, y donde la violencia se ejerce en ambas direcciones, de manera continua, preventiva y represiva, por parte de Larssen y su oficiales, de manera espóradica, en rebeliones convulsas, por parte de una tripulación que ya no aguanta más y que no tiene nada que perder.

Un barco que, como su propio nombre indica, va asumiendo un carácter fantasmal. Surge y desaparece de los bancos de niebla, se oculta en la penumbra, acecha desde ella, procurando no ser visto, como el depredador que es, mientras que al mismo tiempo se sabe perseguido, amenazado y condenado. Por todos los enemigos de Larssen, que buscan venganza. Un navío que, en las últimas escenas, aparecerá reducido a un pecio a la deriva, medio sumergido y amenazando irse a pique en cualquier instante. Escena de una magia, de una irrealidad, y al mismo tiempo, de un peligro y una urgencia, que avergüenza a cualquier escena de naufragio reciente.

La misma magia que tienen muchas películas de esa época y que parece haberse extinguido con el blanco y negro. Por mucho que se las estudie, por mucho que se conozcan sus trucos y recursos, cualquier intento de hacer cine clásico en la actualidad está destinado al fracaso, de lo cual hay demasiados ejemplos.

Porque, por supuesto, no se puede volver al pasado.

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