Hace ya bastantes semanas que comencé esta serie de entradas sobre mi persona. La idea era hacer una especie de examen de conciencia, dada la catástrofe con la que comenzó mi 2017. No tanto por necesidad de reforma personal, para lo que soy ya demasiada viejo, sino rememorativa o más bien de contestación. De recuento de los muchos defectos de mi personalidad y de los muchos otros que han ido desarrollándose, como cánceres, a medida que las derrotas se acumulaban en mi biografía. Sólo al final de este año, inesperado, sin que lo buscase, comenzó a entrar un tanto de luz en mi existencia. pero me temo que se ha mostrado un nuevo espejismo, tan quebradizo como los anteriores. Ya hablaremos de ello, cuando le llegue el turno al centro esencial de mi personalidad: mi asfixiante, angustiosa, devastadora y desoladora soledad.
Pero antes de llegar ahí, tenía pensadas unas cuantas entradas. Como introducción y preparación a ese plato fuerte. El problema es que se me han olvidado por completo. O mejor dicho, sé que tenía que hablarles del arte, de la literatura, del cine, de esa locura, casi vicio inconfesable, que es para mí el anime, pero no recuerdo qué es lo que quería decirles, cuales eran los ejemplos con que quería ilustrarlos. Así que no queda otra que improvisar.
Empecemos con el arte. Con el modo en que lo siento y lo experimento.
En cierta manera, ese afán mío por el arte es de raigambre renacentista. Al igual que los soñadores de ese tiempo, yo consideraba que no se podía ser una persona completa si no se dominaban todas las ramas del saber. Así que me obligué a amar el arte, esfuerzo que no sé si dio lugar al desarrollo de mi gusto estético o fue favorecido por su existencia previa, aunque fuera en germen. Lo que sí conozco fueron las tres etapas en que se desarrollo. La inicial, cuando estaba en primero de BUP, y todas las tardes de los viernes me encerraba en la biblioteca del colegio hasta que la cerraban, perdiéndome en la lectura de enciclopedias e historias del arte. Descubriendo emocionado mundos desconocidos, cuya existencia me parecía maravillosa. Milagrosa, clasi
Luego, gracias a la amistad que mi hermana tenía con la hija de un pintor, vecino de un par de pisos más arriba, llegaron a mis manos unos tomos de una enciclopedia por fascículos sobre los grandes pintores. Los textos eran mínimos, perfectamente prescindibles, dejando libre el espacio para reproducciones a página completa, en cuyo interior podía uno perderse fácilmente. Así me ocurrió a mí, durante tardes enteras, en las que me maravillaba ante el color y la audacia en aplicarlo - era el tomo dedicado al arte del siglo XIX, el impresionismo y sus muchas ramificaciones -, o las muchas maneras de alcanzar la belleza y representarla. Envidia y deseo, también, de ser capaz de seguir su camino. De aprender a crear y a representar, de conmover a mis semejantes por el milagroso expediente de yuxtaponer dos colores, de cruzar dos líneas. Los precisos y las precisas.
Ambas experiencias me enseñaron a apreciar el arte "clasico" o el menos ése que pretendía representar el mundo de forma cabal, bien reproduciéndolo con exactitud, como en el Renacimiento, bien redescubriéndolo renovado, como en el Impresionismo. Me quedaban vedadas aún, como terra incognita en los mapas, las vastas extensiones del arte contemporáneo. Su conocimiento y exploración me llegaron de la mano de una serie mítica, la dirigida por el crítico de arte Robert Hughes, recientemente fallecido. Les hablo de The Shock of the New, que ya comente en gran extensión, y a la que debo el haber aprendido a entender las vanguardias. Un requisito necesario para amarlas, puesto que en ellas la belleza plástica deja poco a poco paso a a la iluminación espiritual.
Desde entonces hasta ahora. Sin rupturas ni discontinuidades, pero solo en apariencia. Siempre en apariencia. No soy el mismo de antes, no son el chaval de veinte años que perdía el sueño por ir a ver una exposición, por descubrir antes sus ojos, , los cuadros que sólo había visto en reproducción, ahora al fin reales y auténtcos. He dejado de ser la persona que se veía esas muestras una y dos veces en el mismo día, quedándose un buen rato frente a cada obra, perdida la noción del tiempo ante aquellas de las que se había enamorado, bien fuera allí, en el acto, o porque viniera ya de casa prendado sin remisión . Para luego volver al hogar, la cabeza rebosante de nombres y de imágenes, de colores y de formas, de sueños y de aspiraciones, con los que llenar los días hasta que llegase el momento de ir a otra.
Entonces, no sabía nada, era un ignorante, pero tenía ilusión y entusiasmo. Me poseía el ansia y avaricia por conocer y por sentir. Contaba, como tesoros valiosísimos, con la sinceridad y humildad suficiente para creer sin fisuras, para dejarme arrastrar. Ahora, me temo, sé demasiado. Mi mirada se ha vuelto desapegada e irónica, descreída y escéptica. Cruzo las exposiciones como si ya lo hubiera visto todo, como si nada pudiera ya soprenderme, en un suspiro. Voy allí sólo a cumplir el expediente, a recabar datos con los que escribir luego, aquí, en este blog, entradas con las que presumir de connaisseur, pero que si algo muestran, es mi ignorancia. Mi presunción y mi osadía, la propia de los ignorantes.
Hastío, aburrimiento, ironía, que si fueran auténticos, incluso podría ostentarlos como prueba de superioridad, pero que en realidad no son sino muestra de mi decadencia intelectual, imparable e irreparable. Porque ahora, cuando abandono una exposición, al rato ya no recuerdo los nombres de los cuadros, ni los de los artistas que los pintaron. Se desvanecen como la niebla, se me escapan como la arena, dejando tras de sí la amargura y la tristeza de saber que allí vi algo que me conmovió, pero que no sé ya donde volver encontrarlo, puesto que no recuerdo su apariencia. De esa manera, da igual ya cuantas exposiciones vea. No he estado en realidad en ellas. Ninguna deviene, por tanto, mantillo en la que germinen mis pensamientos.
Y luego, de nuevo, mi soledad. Ésa de la que les hablaba arriba. La inextinguible, la infranqueable, la irremediable. Porque nunca he podido contar a nadie mis sentimientos sobre la belleza, sobre mis hallazgos inesperados, sobre mis revelaciones repentina. Siempre he permanecido callado, parapetado en mí. Durante tanto tiempo que ahora, incluso si encontrase alguién que compartiese estas aficiones, no sabría como transmitir mis pensamientos. Mucho menos apreciar los suyos.
Salvo en estas líneas que nadie lee. En las que doy vueltas y vueltas, sin llegar nunca a contar lo que quisiera decir.
Me ha encantado este post ,tienes una cultura ...
ResponderEliminarLa soledad excesiva (y digo excesiva )es dañina ,incluso para la salud .
Hay que obligarse a salir , existen grupos de gente que se reúnen desde para salir a ver plantas hasta para hablar de cualquier cosa.
Hay que recuperar la ilusión por vivir,si no sale sola hay que trabajarla .
El primer paso es el más difícil o como dicen "El principio es la mitad de todo"
En este tema se algo,
Gracias por el interés y apoyo.
ResponderEliminarEs que me identifico con muchas cosas de las que dices ,yo soy un lobo solitario ,en tu caso es el arte en el mío son los libros ,me encanta aprender cosas y me aburre la mayoría de la gente .
ResponderEliminarY nos pasa a muchos ,ami me basta con salir a algún lugar con gente ,cine,conciertos ,monólogos ,a veces algun viaje ,,Canarias está muy bien para disfrutar de el sol .Estos días de invierno son tristes la verdad ,el verano es más alegre .
Eso sí siempre cosas que te den buen rollo ,espero poderte dar un punto de vista que te ayude ,pero hay que empujarse y volver a encontrar ese color en la vida .