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martes, 31 de mayo de 2016

La gran desilusión (y II)

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues? 

Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. 

Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho. Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas incitantes, se pone al servicio de altas ideas jurídicas, morales, religiosas; dibuja un sugestivo plan de orden social; impone la norma de que todo hombre mejor debe ser preferido a su inferior, el activo al inerte, el agudo al torpe, el noble al vil. Todas estas aspiraciones, normas, hábitos, ideas se mantienen durante algún tiempo vivaces. Las gentes alientan influidas eficazmente por ellas, creen en ellas, las respetan o las temen. Pero si nos asomamos a la España de Felipe III advertimos una terrible mudanza. A primera vista nada ha cambiado, pero todo se ha vuelto de cartón y suena a falso. Las palabras vivaces de antaño siguen repitiéndose, pero ya no influyen en los corazones: las ideas incitantes se han tomado tópicos. No se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico, ni en lo moral. Toda la actividad que resta se emplea precisamente «en no hacer nada nuevo», enconservar el pasado -instituciones y dogmas-, en sofocar toda iniciación, todo fenómeno innovador.
 

Castilla se transforma en lo más opuesto así misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza ano enterarse de lo que en ellas pasa.
 
Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado
un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia. 

Jóse Ortega y Gasset, España Invertebrada 


Si he comenzado esta entrada con esta larga cita es porque en ella se resume lo poco de bueno y lo mucho de malo que hay en el pensamiento orteguiano. No es que la situación política que él denuncia haya dejado de ser actual, ni mucho menos. Desgraciadamente, Ortega era certero en sus diagnósticos y, al igual que hace casi un siglo, el gran problema de España es que ninguno acabamos de creérnosla, de manera tomamos uno de dos caminos, o de tres si llega el caso. Bien buscamos nuestra otra nueva patria que pensamos será mejor que la común, caso de los nacionalismos periféricos, o bien nos inventamos una figuración de un estado unido ideal de algún instante del pasado que hay que restaurar, caso del centralismo. Entre medias, quedamos los más que, hastiados de tanto griterío inútil e improductivo, decidimos seguir con nuestras vidas... sin darnos cuenta de que nuestro silencio se toma por aprobación de una de las dos posturas.

España, por tanto, ha dejado de existir, si que fue alguna vez. La cuestión que queda por resolver es, por tanto, la del cómo y por qué. Ése es el objeto del estudio de Ortega, en donde emerge lo peor de este filósofo, consistente bien no decir nada, hablar vaguedades y remitirse a obras futuras, o bien señalar a causas y motivos que hoy nos resultan risibles, sustentados únicamente por su magnífica prosa y su poder de seducción.

Débiles razones ésas para justificar su fama y su influencia, aplastante durante todo el siglo XX, o para justificar su lectura en este siglo XXI

jueves, 26 de mayo de 2016

Encrucijadas

That Alaric could see the world the way it did is reminder of how important it was that the Roman state be able to define the ways that people participated in it. It would have been unthinkable for a tribal chieftain in the age of Marcus to presume of a high command without serving as a junior officer in the Roman Army first. Alaric's career is emblematic of just how suddenly, and dramatically, the state was losing its ability to exercise that control. Not only could Alaric think what he thought, he also could do so as the leader of independent people within the boundaries of the empire. The significance of the frontiers themselves had now to be called into question., and before Alaric sacked Rome, the Rhine frontier was swept away by other tribes. Rome's loss of ability to preserve the integrity of its boundaries marked the true end of its hegemonic position in the western world. By losing is hegemonic position, by losing the ability to control its own frontiers, by losing ability to control access to administration, the Roman state lost its ability to define what it meant to be Roman. It also lost its ability to defend the urban heartland of the empire. As Augustine lay dying in 430, his city was threatened by the fleet of the Vandals, who had earlier crossed the Rhine, never to be brought under the control of government.

David S. Potter. The Roman Empire at bay.

Que Alarico pudiera tener la visión del mundo que tenía es un recordatorio de lo importante que era para el estado romano definir los modos en que se participaba en él. Habría sido impensable que un cabecilla tribal de la época de Marco Aurelio ostentase un alto mando sin servir antes como suboficial en el ejército romano. La carrera de Alarico es un ejemplo de lo súbito y dramático con que el estado estaba perdiendo su capacidad de control. No sólo podía Alarico pensar del modo que lo hacía, sino que podía hacerlo como líder de un pueblo independiente dentro de los límites del imperio. La relevancia de esas mismas fronteras podía ser ahora puesta en duda y antes de que Alarico saquease Roma, la frontera del Rhin había sido quebrantada por otras tribus. La pérdida de la capacidad de mantener la integridad de sus fronteras señaló el auténtico final de la hegemonía romana sobre occidente. Al perder esta posición hegemónica, al perder la capacidad de controlar sus propias fronteraras, al perder la capacidad de controlar el acceso a la administración, el estado romano perdió la capacidad de defender el corazón urbano del imperio. Cuando San Agustín agonizaba en el 430, su ciudad estaba amenazada por la flota de los Vándalos, que habían cruzado el Rin con anterioridad, y nunca fueron puestos bajo el control de gobierno.

En la historia existen periodos fascinantes que normalmente no figuran en la memoria del aficionado y que tampoco suelen ser objeto de las obras lanzadas a bombo y platillo por las editoriales de divulgación. Uno de ellos es el siglo III d.C. en el Imperio Romano, la llamada crisis del siglo III. De Roma y su Imperio se suele recordar la disolución de la república y la fundación del principiado, centrada en las guerras civiles que siguieron a ambos triunviratos. Asímismo, otro polo de interés es la caída en el siglo V del Imperio Romano de Occidente, sobre la que siguen proponiéndose explicaciones y reinterpretaciones. incluso la de sí realmente existió tal desplome y catástrofe como se nos ha transmitido e imagina la mente popular.

Sin embargo, poco se oye hablar, siquiera mencionar, de la crisis del siglo III, cuando se trata de uno de los periodos cruciales de la historia del mediterráneo y por ende de Occidente. Digamos que el Imperio Romano estuvo a punto de caer entonce, en los años centrales de ese siglos, o al menos de separarse en varias potencias regionales, y si consiguió perdurar otro fue sólo por transformarse hasta tornarse irreconocible. De un estado centrado en Roma y donde en Roma se tomaban las decisiones capitales, a una Romanidad descentralizada, en la que podían coexistir múltiples centros de poder y gobernantes, más o menos conciliados, más o menos enfrentados. De un estado fundamentalmente pagano y orgulloso de su filosofía y su tradición casi milenaria, a otro en vías de ser esencialmente cristiano, donde la iglesia era un poder a la misma altura del de los emperadores, mientras que sus conflictos internos se volvían cuestión de estado. Un periodo, en fin, donde todos los medios e instituciones, desde las legiones, su despliegue y su armamento, a los concejos urbanos y el mismo trazado de las ciudades, se remozaron y modificaron de arriba abajo, para poder enfrentarse a unos tiempos y circunstancias muy distintas a las de su creación.

Dada esta introducción, pueden preguntarse por qué este periodo no es más conocido y por qué no se escriben más obras sobre él. Pues bien, la razón principal es que se trata de uno de los periodos peor documentados de la historia del Imperio. No sólo desde el punto de vista romano, sino del de las potencias externas, bárbaros del norte e Imperio Persa Sasánida, actores de pleno derecho en esa historia, que o bien no dejaron registros o bien fueron destruidos cuando esos imperios cayeron a su vez. En el caso romano, no tenemos historias de conjunto que abarquen el periodo o que  iluminen parte de él. Dion Casio y Herodiano se interrumpen justo antes del estallido de la crisis, mientras que Zósimo y Eusebio se limitan a breves resúmenes imprecisos. Sí lo narra con gran detalle la Historia Augusta, un relato de ese siglo escrito presuntamente por contemporáneos, pero que no es más que una falsificación muy posterior, interesada, tendenciosa, imprecisa y malinformada. Tanto que sólo se puede confiar en ella cuando la corroboran testimonios externos. Si los hay, porque estas corrobaciones externas se reducen a las escasas incsripciones descubiertas por la arqueología, los frisos propagandísticos sasánidas o a alusiones oblicuas en textos que tienen otro propósito distinto al histórico.

Por ello pueden imaginarse que cuando vi en amazon la obra de David S. Potter que les comento, corrí a comprarla. Más aun cuando se trataba de uno de los tomos que me faltaba de una historia de antigüedad que comencé a coleccionar en los 90, en traducción castellana, y que había dejado un tanto de lado

martes, 24 de mayo de 2016

La gran desilusión (I)

Si se analiza el nuevo estilo se halla en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende: 1º, a la deshumanización del arte; 2º, a evitar las formas vivas; 3º, a hacer que la obra de arte no sea, sino obra de arte; 4º, a considerar el arte como juego, y nada más; 5º, a una esencial ironía; 6º, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, 7º, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna.

José Ortega y Gasset, La deshumanización del arte.

Es un hecho innegable que todo español de cierta edad, sea de izquierdas o de derechas, ha caído en cierto momento bajo el hechizo del pensamiento orteguiano. Yo mismo, durante mi adolescencia, devoré libro tras libro de este filosofo y recuerdo que sus palabras me parecían la verdad revelada. Estaba yo, es cierto, en ese periodo vital en que uno descubre el amplio e inacabable mundo del pensamiento, pero cuando aún cree equivocadamente que los pensadores no se contradicen entre sí, que todos los libros en realidad narran la misma verdad, sólo que en diferentes formas y manifestaciones.

Con el tiempo pierde uno ese entusiasmo y esa fe juvenil. No sé si para bien o para mal, pero se vuelve uno escéptico, desengañado, desconfiado, cambios que no benefician a la apreciación de nuestros amores de juventud. A algunos, les perdonamos sus flagrantes errores, sus claros patinazos, y seguimos amándoles, aunque sea a regañadientes. Otros se tornan intragables, enfadosos, hasta un punto que casi debemos obligarnos a terminar su lectura, por mero rigor y respeto, en vez de arrojarlos a un rincón. Siendo menos dramático, a relegarlos a un rincón de la biblioteca, de donde no volveremos a sacarlos.

Así me ha ocurrido con Ortega, cuyo pensamiento cada vez me parece más caduco, irrelevante para nuestro desquiciado presente. Mejor dicho, acertado en sus diagnósticos, que aún podrían ser válidos a pesar del tiempo transcurrido, pero errado sin remedio en su tratamiento y curación, que se reduce a unas cuantas vaguedades ingeniosas de mínima aplicación práctica.

Dentro de esos diagnósticos certeros que se traducen en inoperancia, el ensayo de 1925, La deshumanización del arte, ocupa un lugar especial dentro de la literatura y el pensamiento hispano, al lado de España Invertebrada y La rebelión de las masas. De hecho ha tenido una influencia muy superior a su breve extensión y ha servido tanto para definir el arte moderno en nuestro ámbito cultural, caracterizado por esa deshumanización del título, como para de ser utilizado para su defensa y su rechazo. 

Lástima que, leído ahora, cercano el siglo de su publicación y cuando la modernidad hace ya mucho que murió, este ensayo dé la impresión de haber sido escrito por alguien muy sabio y muy sensato que no llegó a enterarse muy bien de qué iba la fiesta.

sábado, 21 de mayo de 2016

Reconstrucciones

Habiéndose disuelto así las dos formaciones opuestas, el Abad dio una orden y Salomón empezó a poner la mesa, Santiago y Andrés trajeron un fardo de heno, Adán se colocó en el centro, Eva se reclinó sobre una hoja, Caín entró arrastrando un arado, Abel vino con un cubo para ordeñar a Brunello, Noé hizo una entrada triunfal remando en el arca., Abraham se sentó debajo de un árbol, Isaac se echó sobre el altar de oro de la iglesia, Moisés se acurrucó sobre una piedra, Daniel apareció sobre un estrado fúnebre del brazo de Malaquías, Tobías se tendió sobre un lecho, José se arrojó desde un hoyo, Benjamín se acostó sobre un saco, y además, pero en este punto la visión se hacía confusa, David se puso de pie sobre un montículo., Juan en la tierra, Faraón en la arena (por supuesto, dije para mí, pero ¿por qué?), Lázaro en la mesa, Jesús al borde del pozo, Zaqueo en las ramas del árbol, Mateo sobre un escabel, Raab sobre la estopa, Ruth sobre la paja, Tecla sobre el alfeizar de la ventana (mientras por fuera aparecía el rostro pálido de Adelmo para avisarle que también podía caerse al fondo del barranco), Susana en el huerto, Judas entre las tumbas, Pedro en la cátedra, Santiago en una red, Elías en una silla de montar, Raquel sobre un lío. Y Pablo apostol, deponiendo la espada, escuchaba la queja de Esaú, mientras Job gemía en el estiércol y acudían a ayudarlo Rebeca, con una túnica, Judith, con una manta, Agar, con una mortaja, y algunos novicios traían un gran caldero humeante desde el que saltaba Venancio de Salvemec, todo rojo, y empezaba a repartir morcillas de cerdo.

Umberto Eco, El nombre de la rosa.

Mi relación con esta famosa novela ha sido una historia de desencuentros. Mi primer contacto con ella fue a través de la versión cinematográfica que en 1986 dirigió Jean-Jacques Annaud. Esta adaptación me pareció bastante bien trabada, fluida y efectiva, tanto, que cuando leí finalmente la novela, no me gusto en absoluto. La veía demasiado aficionada a las digresiones intempestivas, propias de un sabelotodo que quería mostrar cuánto sabía y con cuánta profundidad, sin que quedase lugar a dudas. Quedó por tanto arrumbada a la categoría de éxitos inexplicables, que pronto desaparecerían de la memoria colectiva en cuanto se pasase la fiebre que habían provocado

Mucho ha llovido desde entonces y hemos pasado a vivir en una época dominada por best sellers deleznables - pongan aquí el nombre de su escritor de moda favorito -, a los que no sé si mejoran o empeoran las horribles traducciones con que se editan. Por otra parte, no he vuelto a ver la película, pero por lo que recuerdo me da que era muy proclive a la exageración y, sobre todo, a reducir la complejidad y frondosidad de la novela a unos cuantos trazos de brocha. Basta un ejemplo. Aún recuerdo la hilaridad de uno de mis amigos al constatar lo absurdo del debate teológico que tenía lugar a mitad del metraje sobre sí Cristo tenía una bolsa de dinero o no, Le tuve que explicar las consecuencias políticas que ese problema abstracto tenía sobre la sociedad medieval, es decir, sí la Iglesia estaba autorizada por la divinidad a poseer riquezas y acumularlas.

Por supuesto, todo esto y mucho más está perfectamente explicado y engarzado dentro de la larga novela de Eco. Si a eso añadimos que está magníficamente escrita, al contrario que los éxitos modernos, no deberían extrañarse si les confieso que me he reconciliado con el escritor y su relato. Un cambio que tiene su origen en  mi lectura tardía de El péndulo de Foucault, obra plena de humor irónico y amargo, auténtica diatriba contra la fiebre pseudociéntifica y esotérica que aqueja a nuestra sociedad, cuyo mejor ejemplo son las novelas plúmbeas de Dan Brown.  Sin haberla leído - el Péndulo, digo, no las brownadas - jamás me hubiera decidido a leer El nombre de la rosa, ni la hubiera disfrutado tanto.

martes, 17 de mayo de 2016

Leyendo a Tucídides (XI)

...y, ante todo y de la forma más clara, proclamaron que no habría guerra si derogaban el decreto sobre los megareos, en el que se les prohibía la utilización de los puertos del Imperio ateniense y del mercado ático. Pero los atenienses ni hicieron caso de las otras exigencias ni derogaron el decreto, acusando a los megareos del cultivo ilícito de la tierra sagrada y del territorio sin delimitar, 
 y de dar acogida a los esclavos fugitivos.


 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso

Les había hablado ya del carácter de excepción que la obra de Tucídides tiene dentro de la historiografía grecolatina. Es uno de los pocos autores que aún hoy parece tener algo que decirnos, más aún, que su pensamiento es plenamente válido y útil a la hora de orientarnos por los vericuetos de la geopolítica contemporánea. Además, su relato se caracteriza por una voluntad de objetividad y ecuanimidad, por un tal distanciamiento y un desapego, que lo torna aparentemente en un estudio científico objetivo, casi de laboratorio, en vez del testimonio de un testigo de los hechos, que participó en ellos ocupando puestos de importancia para uno de los bandos en conflicto. 

Alguien, en fin, que tuvo que tener un posicionamiento político claro en esa guerra, preferir un sistema frente al otro, desear que uno de los bandos ganara al menos que no perdiera.

Sin embargo, la mayoría de los lectores nos olvidamos de esta circunstancia y nos dejamos ganar por el poder de persuasión de Tucídides, considerándolo una fuente neutral y sincera. Frente a esta ilusión se han levantado voces en el ámbito anglosajón - aquí es imposible, ya saben que fuera de los toros y las procesiones no existe otra cultura -, pidiendo una reevaluación de la figura de Tucidides, llegando incluso a negarle esas características de ecuanimidad y objetividad, de fuente fiable y desinteresada que normalmente se le reconocen. Aunque no comparta estas últimas conclusiones, si que tengo que agradecer que estos estudiosos nos hayan hecho reparar en los muchos problemas que tiene esta obra, en los sutiles modos en que Tucídides forma nuestra opinión, la conduce y la decide, sin que lleguemos a darnos cuenta de sus manipulaciones y distorsiones
 
Especialmente con su silencio.

domingo, 15 de mayo de 2016

Paisajes Musicales Inexplorados: Coates (y XXVI)



Si hay un reproche que se puede hacer a la compositora estadounidense Gloria Coates es el ser un artista de un sólo truco. Sus obras, instantáneamente reconocibles por ello mismo, se basan en una sonoridad peculiar conseguida a base de glisandos interminables. El efecto conseguido sobre el oyente es el de una caída sin fin en un abismo sin fondo ni asideros, acompañada por interminables toques de sirena. En su música, por tanto, nos es hurtada toda posibilidad de salvación, ni siquiera de consuelo, como si hubiéremos sido condenados por alguna divinidad airada a algún círculo del infierno para toda la eternidad.

Si Coates se limitase a repetir mecánicamente este artificio, su obra no tendría mayor relevancia y se podría decir de ella, como se llegó a decir de Vivaldi, que escribió cuatrocientas veces el mismo concierto. Sin embargo, en cada una de sus iteraciones musicales hay algo nuevo, o por lo menos, ese truco de prestidigitador sobre el que construye su esilo sigue manteniendo fresca su novedad, su poder de fascinación. No es de extrañar que a algún oyente incauto le pueda ocurrir como me ocurrió a mí, que he acabado teniendo una buena pila de sus discos, entre sinfonías, cuartetos y obras varias.

sábado, 14 de mayo de 2016

Grafitos


He vuelto esta mañana al MNCAR para visitar la exposicíón Campo Cerrado sobre el arte español en la inmediata postguerra, de la que ya les había hablado,  y la retrospectiva del artista cubano Wifredo Lam. Pues bien, aunque ambas muestran se superponen parcialmente en su ámbito temporal, la eclosión definitiva como artista de Lam tiene lugar justo en el momento histórico estudiado por la otra, sus universos estéticos no pueden ser más distantes. 

De la dedicada al arte en el primer franquismo se sale profundamente deprimido, puesto que lo mucho aprovechable que hay en ella se restringe a intentos aislados, clandestinos, disfrazados de otras cosas que no atrajesen sobre sí el rigor de la dictadura, pero siempre sin continuidad y siempre desconectados de los avatares de la vanguardia artística europea tras la guerra mundial, ésa tan bien trazada en la exposición de la fundación Juan March. De la muestra de Lam, por el contrario, se sale entusiasmado - o al menos yo he salido - al encontrarse con un artista que ha quedado un tanto en la penumbra dentro del canón postbelico, pero que se muestra con rara energía y talento, rebosante de ideas y de nuevas formas de plasmarlas.

jueves, 12 de mayo de 2016

Leyendo a Tucidides (X)

No se utilizaría un indicio exacto si, basándose en que Micenas era pequeña o en que alguna ciudad de las de entonces parece ahora sin importancia, se pusiera en duda que la expedición fue tan grande como los poetas la han cantado y como la tradición mantiene; pues si fuera desolada la ciudad de los lacedemonios, y sólo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, pienso que, al cabo de mucho tiempo, los hombres del mañana tendrían muchas dudas respecto a que la fuerza de los lacedemonios correspondiera a su fama. Sin embargo, ocupan dos quintas partes del Peloponeso y su hegemonía se extiende a la totalidad y a sus muchos aliados del exterior; pero, a pesar de esto, dado que la ciudad no tiene templos ni edificios suntuosos y no está construida de forma conjunta, sino que está formada por aldeas dispersas a la manera antigua de Grecia, parecería muy inferior. Por el contrario, si les ocurriera esto mismo a los atenienses, al mostrarse ante los ojos de los hombres del mañana la apariencia de la ciudad, conjeturarían que la fuerza de Atenas era doble de la real.

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso

Si me han aguantado hasta aquí, durante mis meditaciones sobre un olvidado historiador ateniense de hace 2500 años, no desfallezcan, porque sólo quedan dos entradas más. La primera, ésta que estoy describiendo, tratará de por qué Tucidides es una excepción dentro de las fuentes que nos han quedado de la antigüedad clásica; la otra, que cerrará esta serie, se ocupará de los silencios estentóreos de este historiador.

La primera excepción de la obra de Tucídides es que contradice una ley de la historia: Estar escrita por los vencedores. La Historia de la guerra del Peloponeso es la crónica de una derrota anunciada, por parafrasear el título de la novela, de manera que  su objetivo no es narrar las bondades de un régimen, la justicia de su política exterior, la necesidad ineludible de sus guerras de agresión. Tampoco es, por supuesto, la exaltación de un pueblo, ni la celebración de sus características esenciales, presentes desde el inicio de los tiempos, que no sólo le distinguen del resto de las naciones, sino que le colocan por encima de ellas, en una plano de superioridad moral.

No, el tono de la obra es de estricta y rigurosa ecuanimidad, de profundo y amargo desengaño, más sorprendente aún cuando se considera que Tucidides no sólo fue testigo de estos hechos, sino protagonista de ellos mismos. Su visión de los asuntos políticos es opuesta a la de quien participó en ellos y por tanto debería tener un interés claro por una de las partes, por su triunfo y victoria. En su relato, es guerra se convierte casi en un juego de salón, donde unos ganan y otros pierden, pero el resultado podría haber sido muy distinto e igual de indiferente. Sin que hubiera nada que justificase el triunfo de unos o la derrota de otros, ni, por supuesto, que les hiciera mejores que el contrario o merecedores de esa victoria o de ese desastre.

Fuera, por supuesto, de la estupidez humana o del azar tan decisivo en todos los asuntos que lo hombres emprenden.

sábado, 7 de mayo de 2016

Paisajes Musicales Inexplorados: Henze (y XXV)



Llevaba dándole vueltas desde hace tiempo a como enfocar la entrada que tenía pensado dedicar a Hans Werner Henze, y la verdad es que no lograba encontrar qué decir y cómo.

Iba a escribir que lo más característico de su obra me parecía que era su aliento político, rasgo no muy habitual en un arte abstracto como la música. Tuve que descartarlo, porque enseguida me acordé de Beethoven y del claro programa revolucionario y humanista que inspira bastantes de sus mejores obras, como la tercera y novena sinfonías o la opera Fidelio. Beethoven, por supuesto, tampoco es una excepción, ya que un siglo y pico más tarde aparece la figura de un Sostakovich, quien intenta hacer de su música la memoria de su tiempo, su gente y de su país, a pesar de las trabas y condicionantes impuestas por el totalitarismo soviético. Y para terminar, se podría citar tambiñen la influencia sobre toda la cultura occidental del filósofo Aristóteles, cuyas palabras de elogio a la música como método educativo y formador se unen a la exigencia de una vigilancia continua de ese arte, para evitar que influencias disolventes y contestatarias se filtren en ella.

jueves, 5 de mayo de 2016

Leyendo a Tucidides (IX)

...la ciudad  (Atenas) necesitaba importarlo absolutamente todo, y de ciudad que era pasó a ser una plaza fuerte. De día, los atenienses montaban guardia por turnos en las fortificaciones y, de noche, la hacían todos a excepción de la caballería, unos en los distintos puestos de guardia y otros en las murallas, y sufrían penalidades tanto en invierno como en verano . Pero lo que sobre todo les tenía cogidos era el hecho de sostener dos guerras al mismo tiempo, y habían llegado a una exaltación bélica tal  que antes nadie hubiera creído que fuera posible si hubiera oído hablar de ella. Porque, a pesar de que ellos mismos sufrían el cerco de los peloponesios con una fortificación en su territorio, ni aun así se retiraron de Sicilia, sino que, a su vez, impusieron allí un cerco semejante a Siracusa, una ciudad que  por sí misma no era en nada inferior a Atenas. Y hasta tal punto sorprendieron a los griegos respecto a su poderío y audacia (por cuanto al principio de ía guerra algunos consideraban que los atenienses resistirían un año, otros que dos, y otros que tres años, pero ninguno les daba un período más largo si los peloponesios invadían su territorio), que al año decimoséptimo de la primera invasión marcharon a Sicilia, cuando en todos los aspectos ya se encontraban agotados por la guerra, y se cargaron con el nuevo peso de una guerra en nada inferior a la que ya sostenían con el Peloponeso. Por todo ello, debido a los muchos daños provocados por Decelia y a los otros considerables gastos que se les vinieron encima, también en esta ocasión se vieron en la penuria financiera.

Tucidides Historia de la Guerra del Peloponeso

Cuando escribía mis comentarios sobre la narración de la expedición ateniense a Sicilia, me di cuenta que estaba dejando fuera la impresión que la lectura el relato de Tucidídes me producía ... y eso que describir ese impacto había sido precisamente el motivo de esa entrada. A estas alturas, he leído ya cuatro veces la Historia de la Guerra del Peloponeso, la primera en una una inmensa compilación de obras grecolatinas impresa en letra diminuta y a dos columnas, que saque de la biblioteca popular de Cuatro Caminos. La segunda y  tercera fueron en una de las ediciones baratas de Alianza Editorial, de ésas de tapa blanda que enseguida se deshacía y en la que notas e introducción estaban reducidas al mínimo imprescindible. La última visita, por ahora, ha sido en la versión de cuatro volúmenes de la editorial Gredos en la que hay páginas donde sólo hay dos líneas de texto escritas por Tucidides, mientras que el resto son notas que comentan los detalles más nímios y triviales de la época. Por ejemplo, los sistemas de cerrajería, algo que, lo crean o no, es esencial a la hora de entender alguna operación militar.

Sin embargo, a pesar de la multiplicidad de versiones y traducciones, de haberlo leído en muy diferentes épocas de mi vida, antes de entrar en la universidad, después de titularme en la escuela de Teleco, ahora mismo, que ya empiezo a ser un hombre más que maduro en años y desengaños, la impresión ha continuado siendo la misma. A pesar de saber perfectamente lo que va a pasar, que los atenienses serán derrotados y que esta derrota será catastrófica, definitiva e inapelable, me encuentro imaginando, anhelando, que quizás ahora los protagonistas tomarán una decisión distinta a la histórica, que la cadena inexorable de casualidades se quebrará en algún instante, que la suerte sonreirá a los perdedores y conseguirán salvar algo del desastre, aunque sólo sea sus vidas.

Que la historia se modificará ante mis ojos.