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martes, 31 de mayo de 2016

La gran desilusión (y II)

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues? 

Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España. 

Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho. Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas incitantes, se pone al servicio de altas ideas jurídicas, morales, religiosas; dibuja un sugestivo plan de orden social; impone la norma de que todo hombre mejor debe ser preferido a su inferior, el activo al inerte, el agudo al torpe, el noble al vil. Todas estas aspiraciones, normas, hábitos, ideas se mantienen durante algún tiempo vivaces. Las gentes alientan influidas eficazmente por ellas, creen en ellas, las respetan o las temen. Pero si nos asomamos a la España de Felipe III advertimos una terrible mudanza. A primera vista nada ha cambiado, pero todo se ha vuelto de cartón y suena a falso. Las palabras vivaces de antaño siguen repitiéndose, pero ya no influyen en los corazones: las ideas incitantes se han tomado tópicos. No se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico, ni en lo moral. Toda la actividad que resta se emplea precisamente «en no hacer nada nuevo», enconservar el pasado -instituciones y dogmas-, en sofocar toda iniciación, todo fenómeno innovador.
 

Castilla se transforma en lo más opuesto así misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza ano enterarse de lo que en ellas pasa.
 
Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado
un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia. 

Jóse Ortega y Gasset, España Invertebrada 


Si he comenzado esta entrada con esta larga cita es porque en ella se resume lo poco de bueno y lo mucho de malo que hay en el pensamiento orteguiano. No es que la situación política que él denuncia haya dejado de ser actual, ni mucho menos. Desgraciadamente, Ortega era certero en sus diagnósticos y, al igual que hace casi un siglo, el gran problema de España es que ninguno acabamos de creérnosla, de manera tomamos uno de dos caminos, o de tres si llega el caso. Bien buscamos nuestra otra nueva patria que pensamos será mejor que la común, caso de los nacionalismos periféricos, o bien nos inventamos una figuración de un estado unido ideal de algún instante del pasado que hay que restaurar, caso del centralismo. Entre medias, quedamos los más que, hastiados de tanto griterío inútil e improductivo, decidimos seguir con nuestras vidas... sin darnos cuenta de que nuestro silencio se toma por aprobación de una de las dos posturas.

España, por tanto, ha dejado de existir, si que fue alguna vez. La cuestión que queda por resolver es, por tanto, la del cómo y por qué. Ése es el objeto del estudio de Ortega, en donde emerge lo peor de este filósofo, consistente bien no decir nada, hablar vaguedades y remitirse a obras futuras, o bien señalar a causas y motivos que hoy nos resultan risibles, sustentados únicamente por su magnífica prosa y su poder de seducción.

Débiles razones ésas para justificar su fama y su influencia, aplastante durante todo el siglo XX, o para justificar su lectura en este siglo XXI

Sé que lo anterior puede sonar extremado e injusto para uno de nuestros grandes escritores y pensadores, pero es innegable, por mucho que nos empeñemos, que el pensamiento de Ortega ya no es válido. Simplemente porque sus disquisiciones sobre la historia se basan en unos fundamentos teóricos anticuados que hace mucho han dejado de ser los de la disciplina. En la mente de Ortega, las naciones y los estados son organismos vivos, biológicos, dotados de unas características, de un sentir y una voluntad diferente e independiente a los de las personas que las forman. Es más, es precisamente esa mentalidad colectiva de pueblos y razas, preexistente y superior, la que informa a los individuos y les hace ser españoles, franceses e ingleses, portadores de unos rasgos de carácter distintivos y particulares, invariables e inamovibles por mucho que pasen los siglos

Los conceptos centrales de la historia para Ortega son, por tanto, los de nación y los de raza. Ideas, idolos y entelequias, de los que se derivan virtudes, defectos, rasgos de carácter que se suponen eternos y perdurables. Se postula así un patrón originario, surgido de la nada, casi como creación divina, a las que esas razas y esas naciones deben ajustarse para llevarlo a su mejor expresión, so pena de perder su puesto dominante en el concierto mundial, quedar relegados a un segundo o tercer plano, dejar incluso de existir. Por supuesto, tales sólidos platónicos no existen en la historia, ni mucho menos tienen la existencia independiente que Ortega y la cultura de su tiempo les otorgaba. De hecho, apelar a ellas ahora como causa y motor de la historia o de los cambios que no nos satisfacen o que vemos errado sería considerado como una impostura intelectual. No ya por ser más o menos cierto, sino por atribuir a razones demasiado simplistas el resultado de procesos complejos por naturaleza.

Ese es otro problema de todo el pensamiento histórico orteguiano, apelar a causas mínimas, anécdoticas y pasajeras, como razón esencial del devenir histórico, tanto peor cuando esas mismas acciones son capaces de desviar y deformar los caracteres nacionales que se suponía labrado en piedra. Ese error por simplificación no es exclusivamente suyo, ni queda restringido a su época, sino que afecta a todo divulgador que tanga que prensar las dificultades de una teoría en unas pocas páginas o en unos breves minutos.  En los peores casos, como los de la actualidad televisiva, deviene el arma favorita de sus contertulios, tan propensos a aplicar etiquetas sin comprobar si tienen fundamento real, con el único objetivo de confundir a las gentes que desconocen ese tema o no han tenido el tiempo de estudiarlo en profundidad.

Si esto es censurable en quienes, en el fondo, son tan ignorantes como sus propios oyentes y no buscan otra cosa que manipular, lo es más en alguien como Ortega, personalidad de cultura enciclopédica, casi inagotable. Alguien de quien esperaríamos un análisis más detallado y matizado, sin tantas falsas seguridades y juicios lapidarios como abundan en su pensamiento. Porque, tercer defecto, el sistema de ortega puede resumirse en tres o cuatro frases, fuera de las cuales poco queda que contar. Primero su concepción aristocrática de la sociedad, dividida en jefes - a los cuales él pertenece, por descontado - y subordinados. Los unos encargados de mandar y conducir, los otros de obedecer y aceptar. Una idea que le lleva a simpatizar con el feudalismo, con esos bárbaros estúpidos y nobles que acabaron con el Imperio Romano, pero que, para Ortega, sabían que la vida era lucha y combate, que el derecho se ejercía y construía con la fuerza de las armas.

No es extraño, por tanto, que Ortega volviese a la España de los años cuarenta. Esa sociedad que se había construido mediante el combate en una guerra civil y que parecía regida por élites iluminadas por el ideal, le debió parecer el suelo perfecto para que florecieran, sus ideas de nobleza regeneradora, aunque luego descubriese que había cometido un terrible error, ya que allí en la España del franquismo sólo crecían la intolerancia, el fanatismo, la beatería y el pacatismo. Pero volviendo al tema, si Ortega quiso engañarse conla España de Franco fue porque el segundo rasgo de su pensamiento es ese voluntarismo a ultranza que tanto les gusta a nuestros neoliberales y los autoproclamados coachers que pueblan el mundo empresarial.

El sueño de que todo, dificultades e impedimentos, pueden resolverse poniéndole cojones. Que basta con proponer empresas incitadoras e inspiradores, la promesa de futuro mejor, de gloria y recompensas, para que las cosas vayan rodadas y se logren todos los objetivos. Así llegamos a la idea infantil de que si España va mal es porque le falta un proyecto grandioso que nos lleve a salir de nuestros terruños, a renunciar a nuestro provincianismo, y acometer grandes empresas. Algo hay de cierto en esta idea, ya que mal podemos vivir en común sino tenemos ese proyecto comunitario, pero el problema con la plasmación de Ortega es que ese proyecto de España es un proyecto imperial.

Es decir, como tantos nacionalistas patrios, Ortega está enamorado del Imperio de Carlos V y Felipe II, de ese siglo XVI en que la corona hispana dominaba - o creía dominar - el mundo. Es decir, la grandeza española consiste en tomar por asalto el planeta, aunque esto signifique extinguir civilizaciones enteras o obligar a que el resto de Europa comulgue con nuestro credo religioso, quiera o no quiera. Una concepción de la historia y de lo que es necesario para figurar en ella, que tampoco es original de Ortega, ni procede del siglo XIX, sino que es una emanación más de un sentir de la época, el de una Europa que se creía obligada a una misión civilizadora, aunque esta llevase a la conquista, la opresión y el exterminio del resto de pueblos y naciones.

Y de nuevo, dado esto, no extraña la indulgencia de Ortega con un régimen que decía estar llamado a renovar el imperio y donde "empezaba a amanecer".

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