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jueves, 26 de mayo de 2016

Encrucijadas

That Alaric could see the world the way it did is reminder of how important it was that the Roman state be able to define the ways that people participated in it. It would have been unthinkable for a tribal chieftain in the age of Marcus to presume of a high command without serving as a junior officer in the Roman Army first. Alaric's career is emblematic of just how suddenly, and dramatically, the state was losing its ability to exercise that control. Not only could Alaric think what he thought, he also could do so as the leader of independent people within the boundaries of the empire. The significance of the frontiers themselves had now to be called into question., and before Alaric sacked Rome, the Rhine frontier was swept away by other tribes. Rome's loss of ability to preserve the integrity of its boundaries marked the true end of its hegemonic position in the western world. By losing is hegemonic position, by losing the ability to control its own frontiers, by losing ability to control access to administration, the Roman state lost its ability to define what it meant to be Roman. It also lost its ability to defend the urban heartland of the empire. As Augustine lay dying in 430, his city was threatened by the fleet of the Vandals, who had earlier crossed the Rhine, never to be brought under the control of government.

David S. Potter. The Roman Empire at bay.

Que Alarico pudiera tener la visión del mundo que tenía es un recordatorio de lo importante que era para el estado romano definir los modos en que se participaba en él. Habría sido impensable que un cabecilla tribal de la época de Marco Aurelio ostentase un alto mando sin servir antes como suboficial en el ejército romano. La carrera de Alarico es un ejemplo de lo súbito y dramático con que el estado estaba perdiendo su capacidad de control. No sólo podía Alarico pensar del modo que lo hacía, sino que podía hacerlo como líder de un pueblo independiente dentro de los límites del imperio. La relevancia de esas mismas fronteras podía ser ahora puesta en duda y antes de que Alarico saquease Roma, la frontera del Rhin había sido quebrantada por otras tribus. La pérdida de la capacidad de mantener la integridad de sus fronteras señaló el auténtico final de la hegemonía romana sobre occidente. Al perder esta posición hegemónica, al perder la capacidad de controlar sus propias fronteraras, al perder la capacidad de controlar el acceso a la administración, el estado romano perdió la capacidad de defender el corazón urbano del imperio. Cuando San Agustín agonizaba en el 430, su ciudad estaba amenazada por la flota de los Vándalos, que habían cruzado el Rin con anterioridad, y nunca fueron puestos bajo el control de gobierno.

En la historia existen periodos fascinantes que normalmente no figuran en la memoria del aficionado y que tampoco suelen ser objeto de las obras lanzadas a bombo y platillo por las editoriales de divulgación. Uno de ellos es el siglo III d.C. en el Imperio Romano, la llamada crisis del siglo III. De Roma y su Imperio se suele recordar la disolución de la república y la fundación del principiado, centrada en las guerras civiles que siguieron a ambos triunviratos. Asímismo, otro polo de interés es la caída en el siglo V del Imperio Romano de Occidente, sobre la que siguen proponiéndose explicaciones y reinterpretaciones. incluso la de sí realmente existió tal desplome y catástrofe como se nos ha transmitido e imagina la mente popular.

Sin embargo, poco se oye hablar, siquiera mencionar, de la crisis del siglo III, cuando se trata de uno de los periodos cruciales de la historia del mediterráneo y por ende de Occidente. Digamos que el Imperio Romano estuvo a punto de caer entonce, en los años centrales de ese siglos, o al menos de separarse en varias potencias regionales, y si consiguió perdurar otro fue sólo por transformarse hasta tornarse irreconocible. De un estado centrado en Roma y donde en Roma se tomaban las decisiones capitales, a una Romanidad descentralizada, en la que podían coexistir múltiples centros de poder y gobernantes, más o menos conciliados, más o menos enfrentados. De un estado fundamentalmente pagano y orgulloso de su filosofía y su tradición casi milenaria, a otro en vías de ser esencialmente cristiano, donde la iglesia era un poder a la misma altura del de los emperadores, mientras que sus conflictos internos se volvían cuestión de estado. Un periodo, en fin, donde todos los medios e instituciones, desde las legiones, su despliegue y su armamento, a los concejos urbanos y el mismo trazado de las ciudades, se remozaron y modificaron de arriba abajo, para poder enfrentarse a unos tiempos y circunstancias muy distintas a las de su creación.

Dada esta introducción, pueden preguntarse por qué este periodo no es más conocido y por qué no se escriben más obras sobre él. Pues bien, la razón principal es que se trata de uno de los periodos peor documentados de la historia del Imperio. No sólo desde el punto de vista romano, sino del de las potencias externas, bárbaros del norte e Imperio Persa Sasánida, actores de pleno derecho en esa historia, que o bien no dejaron registros o bien fueron destruidos cuando esos imperios cayeron a su vez. En el caso romano, no tenemos historias de conjunto que abarquen el periodo o que  iluminen parte de él. Dion Casio y Herodiano se interrumpen justo antes del estallido de la crisis, mientras que Zósimo y Eusebio se limitan a breves resúmenes imprecisos. Sí lo narra con gran detalle la Historia Augusta, un relato de ese siglo escrito presuntamente por contemporáneos, pero que no es más que una falsificación muy posterior, interesada, tendenciosa, imprecisa y malinformada. Tanto que sólo se puede confiar en ella cuando la corroboran testimonios externos. Si los hay, porque estas corrobaciones externas se reducen a las escasas incsripciones descubiertas por la arqueología, los frisos propagandísticos sasánidas o a alusiones oblicuas en textos que tienen otro propósito distinto al histórico.

Por ello pueden imaginarse que cuando vi en amazon la obra de David S. Potter que les comento, corrí a comprarla. Más aun cuando se trataba de uno de los tomos que me faltaba de una historia de antigüedad que comencé a coleccionar en los 90, en traducción castellana, y que había dejado un tanto de lado

Y bien, ¿cuál es mi conclusión tras haberlo leído? Pues que aunque se trata de una obra de grandes proporciones, seiscientas páginas a las que añadir un centenar más de notas, se queda corta e incompleta. Por un lado, Potter presta mucha atención a los acontecimientos políticos, algo de agradecer, ya que permite darse cuenta de la complejidad desesperante del periodo, además de las múltiples fuerzas en conflicto. Sin embargo, este detalle empieza a ser cargante cuando se llega al periodo constantiniano y nos enfrascamos en crípticos debates teológicos que dudo que sus mismos participantes entendieran, y que vistos desde nuestro presente tienen más de lucha por el poder que de búsqueda de la verdad. Aun así, sería aceptable ese enfoque, al introducirnos en el clima intelectual de la época, pero el detalle que se le dedica deja fuera los aspectos sociales, económicos y culturales, es decir, las múltiples diferencias que separan a los imperios romanos de ambos lados de la crisis del siglo III y su influencia en los acontecimientos posteriores del siglo IV.

Lo peor es que estos aspectos socioculturales sí que estaban bien presentes al principio de la obra, cuando esta relata las últimas décadas del principado, entre Marco Aurelio y Alejandro Severo, así como durante la propia crisis del siglo III. En esa primera parte del libro, Potter hace un esfuerzo apreciable por sacarnos de la consabida lista de emperadores, para trasladarnos a otros paisajes, los de una Roma que deja de ser romana e empieza a ser mediterránea, lo que permite darse cuenta de esa metamorfosis lenta y paulatina, que debió pasar inadvertida a sus contemporáneos pero que a nosotros nos resulta tan evidente.

El libro describe así la estructura del ejército romano en ese final de siglo, señalando su puntos débiles que en el siglo III le llevarían a encajar una derrota tras otra. Muestra también los múltiples poderes que dominaban la política en roma, ejército, senado y pleba, así como el difícil equilibrio que un emperador tenía que alcanzar para mantener a raya a estas tres fuerzas divergentes, algo que sólo estaba al alcance de gobernantes muy experimentados y aún más inteligentes. Describe, por último, las redes de comercio, el modo en que la sociedad de la capital se reflejaba en las provincias, los recovecos del poder imperial en las diferentes tierras bajo su dominio, así como las nuevas fuerzas ominosas, bárbaros y sasánidas, que estaban surgiendo fuera de sus fronteras.

Se trata, por tanto, de una primera parte magistral, de lo mejor que he leído del imperio romano, y que que hubiera granjeado a este libro el título de imprescindible, si hubiera seguido así. Resulta por tanto aún más doloroso, que terminada la narración de la anarquía militarse desmoronen el rigor y la solidez del relato hasta ese entonces. Falta una descripción detallada de las reformas de Dioclecianoy de Constantino y de su repercusión en la sociedad romana, apenas objetos de algunas veladas alusiones, excepto en lo que se refiere a la nueva estructuración del ejército romano

Y no es una cuestión baladí, porque de siempre se ha señalado que en ese último siglo de gloria romana, el IV, se solidificaron fenómenos plenamente medievales, como la decadencia de la ciudad y de las clases ecuestras ligadas a ellas, dependientes y causa de su auge, así la aparición de la gran propiedad y los siervos ligados a la tierra, o la pretrificación de la sociedad romana en estamentos marcados por el nacimiento de los que no se podía salir ya.

Una auténtica lástima, tanto peor en un libro que había empezado con tanto ímpetu y despertaba tantas esperanzas.





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