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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Take what you want, take it now





Como sabrán los que sigan este blog, por razones personales de mi biografía tengo una especial querencia por las historias de amor en el cine, inclinación que también me hace reaccionar violentamente cuando presencio algo que me parece falso o no me resulta verosímil. Esa faceta mía, de continuo enamorado desamorado, como se decía de Quevedo, es otra de las causas de mi desapego por el anime reciente, tan aficionado a los estereotipos que permitan identificarse a los otakus y a las relaciones basadas en equívocos cuya resolución se aplaza sine die para que no se agote la franquicia.

En pocas palabras, falta dolor, ese dolor indisociable del enamoramiento y que inevitablemente acabará por irrumpir en la esperiencia más gozosa, la relación más estable, pero sobre todo falta esa locura que posee a todo ese enamorado y que le lleva afrontar las mayores empresas, a cometer las más vergonzosas tonterías sin pensar en las consecuencias de sus actos, centrada su atención por entero en el objeto de su deseo, cuya posesión le llevará a la gloria, cuya pérdida le arrojará a los infiernos.

Si les martirizado con el acúmulo precedente de cursiladas, disculpen, pero el caso es que viendo el episodio nueve de Chihayfuro me topé de repente, fresco y libre de todo el hastio que provoca la rutina, lo que me había llamado la atención y enseguida enamorado, cuando me aficione, hace ya una década, del anime: Una historia de amor, de las de verdad entre sus protagonistas, narrada de efectiva forma visual, mostrándonos en imágenes lo que las palabras no pueden ilustrar, ni los personajes confesarse.

Ya había comentado como esta serie, cuyos personajes son adolescentes, se diferencia del resto porque no intenta infantilizarles, atrapandoles perpetuamente en el NeverLand de Peter Pan, sino que los sabe en ese umbral que separa la niñez de la madurez, obligados a crecer y crear su personalidad, a actuar por sí mismos, a elegir lo que quieren. Y no es tampoco que esa historia de amor no hubiera estado presente y latente desde el primer instante, representada en la bulliciosa alegría de Chihaya al encontrarse con Taichi, aquella alegría especial que todo hombre sabe reconocer y que contempla con envidia, sabedor de que una mujer sólo la dedica a aquellos que ha elegido y a nadie más, o en la tranquilidad aparente de Taichi, calma similar a la de un volcán extinto que habrá de explotar en el momento más inesperado, y sólo traicionada por las largas miradas, los largos silencios con los que contempla a una Chihaya que no quiere reconocer lo inevitable, quien desea prolongar un instante más ese dulce momento de ambigüedad.

Hasta que todo estalla, hasta que él decide por fin, expresar cuales son sus auténticos deseos, que es lo que el ansía por entero, sin tolerar que otro lo comparte, con ese fuego devorador tan propio de los amantes primerizos...

...y ambos, tras la explosión, quedan en silencio, sabedores  que las murallas han sido derribadas, los fosos colmados, las apariencias y las ambigüedades hechas añicos...

...y que nada podrá volver a ser igual, de ahora en adelante...
















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