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lunes, 11 de abril de 2011

AMGD Capítulo X: En medio del Mediterráneo, año 71 d.C.

Nuevo Lunes, nuevo capítulo de Ad Majorem Gloriam Dei. Con este capítulo comenzaría la segunda parte, en la que se describiría la guerra de la cual se han ido dando pinceladas aquí y allá en los capítulos precedentes, presentando a los principales actores. No obstante, la narración no será lineal y empezaremos por el retorno del general victorioso, Tito, llevando los despojos del botín conseguido en la campaña, en forma de reína extranjera y prisioneros varios, a una Roma recién salida de una cruenta guerra civil. Seguramente, la situación real no tendría nada que ver con lo que he intentado expresar aquí y dudo que los vencedores tuvieran alguna duda de su victoria y de la justicia de su causa, pero estos eran mis sentimientos y mis temores, pasados apenas unos años del 11-S.

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Capítulo X: En medio del Mediterráneo.

- ¿No duermes?
    
Nadie responde a la pregunta. La obscuridad llena la habitación, densa y pesada, y la reina Berenice casi podría pensar que está sola allí dentro, sino fuera por la presencia de un cuerpo al lado sudo, aumentando el calor que invade la habitación, húmedo y sofocante, imposible de aliviar, como imposible es apartar a la persona que yace a su lado.
    
Berenice se incorpora sobre el lecho, dobla las rodillas y apoya la barbilla en ellas. Sin saber porque, su vista se fija en la brillante línea de luz que entra por debajo de la puerta, cruza la estancia y se pierde a su pies, bajo el lecho. De repente, se estremece, ha estado a punto de quedarse dormida, así, en esa posición, amodorrada por el calor. Se frota la cara con las manos para desperezarse y gira la cabeza a un lado y otro, pero no encuentra más que obscuridad y, en medio de ella, la línea pálida y fantasmal de la luz que se colaba por las rendijas de la puerta.
     
Afuera debe ser ya mediodía, el sol debe caer a plomo sobre la cubierta. Si me levantara y tocara el techo lo encontraría ardiendo. Por un momento, piensa en salir, pero no es la primera vez que hace el viaje, la misma ruta, de Cesarea a Roma, en la misma estación, en medio del verano. Sobre la cubierta, en el castillo de popa no hay sombras protectoras, y los pocos espacios un poco al abrigo, estarán ocupados por marineros extenuados, amodorrados. Más allá está la cámara de boga, donde hasta los galeotos, agotados por el calor, han dejado de remar y los vigilantes se lo permiten, sabedores de que hay que ahorrar fuerzas para cuando sean necesarios.
    
La dignidad de una reina no puede rebajarse a buscar un sitio entre los marineros o a pasear entre las miradas de los galeotos. Si saliera a cubierta debería permanecer en el castillo de popa, de pie, sin poder mostrar signo alguno de flaqueza, como si ella fuera el capitán del navío, como si de compostura dependiera el buen resultado de la travesía. Debería permanecer allí de pie, tan inmóvil como la vela que pende muerta, falta de viento, o como el mar azul nacarado, sin olas, semejante a un inmenso camafeo, ilusión de cristal sobre el que parece posible caminar.
    
Así debería permanecer, hora tras hora, las miradas de la tripulación fija en ella, sin refugio frente al sol, sin alivio del viento, hasta que llegase la tarde, se acercase la noche y entonces, comenzasen a aparecer, a lo lejos, manchas blancas de espuma, que pronto ocupasen el mar, hasta que una ola golpease el casco de la galera, haciendo perder a todos, desprevenidos, el equilibrio, hasta que un golpe de viento hinchase la vela y los marineros, ya despiertos, corrieran a atenderla, hasta que se escuchase restallar el látigo en la cámara de boga y, a bruscos empujones, la galera comenzase a coger velocidad, cada vez que sus remos entrasen en el agua, se apoyasen en ella, y la hiciesen avanzar.
    
La reina se vuelve hacia donde siente el calor del cuerpo de su amante. Apoya una mano en el lecho y con la otra sigue el contorno sudoroso de su cuerpo, sin llegar a tocarlo. No, no está dormido, siente como se estremece al presentirla. Así que se tumba  junto a el, pasa sus brazos alrededor del cuerpo del hombre y acaricia, una y otra vez, su espalda con su mejilla.
    
No permanecen así mucho tiempo. El agarra las manos de ella y las aparta, zafándose de su abrazo. Ella intenta seguirle, pero no puede, él se incorpora y abandona el lecho, dejándola sola. Gracias a la obscuridad, el hombre no puede ver como su pareja se acurruca contra el cabecero, abrazando sus piernas, ni la expresión de desolación que invade su rostro, pero ella si puede escuchar sus pasos, mientras camina de un lado a otro de la habitación, con paso nervioso, sin detenerse jamás, sin llegar a ninguna parte.

- ¿Qué te pasa? – pregunta la reina Berenice
   
No hay respuesta.

- ¿Qué te pasa? – vuelve a preguntar, en tono de apremio.
  
Por un momento el hombre detiene su marcha. En la obscuridad, debe estar mirando a Berenice, no es posible equivocarse, con esa mirada que tan habitual se ha hecho desde hace unos meses, esos ojos vacíos, muertos, en los que no hay preguntas, porque se sabe perfectamente que no habrá respuestas.
   
Pero ha sido sólo un momento, un instante que casi se podría decir que no ha existido, porque enseguida vuelve a oírse el paso rápido y regular del hombre, de un lado a otro de la cabina, de un lado a otro de la cabina, sin detenerse jamás.

- Así no puedes presentarte ante tu padre. No en ese estado. No con esa expresión. Darás crédito a todo lo que cuentan.
   
Es como si no hubiera pronunciado ninguna palabra. Nada interrumpe la marcha nerviosa de aquel hombre

- ¿Qué te pasa? – y la voz de Berenice, cosa extraña en él, traiciona su exasperación – Habéis doblegado a la rebelión, aplastado a mi pueblo para que sirva como ejemplo. Tú, tu padre, tu hermano habéis triunfado en la guerra civil, cuando cuatro emperadores han sido muertos en un año, cuando el imperio parecía ir a disolverse. ¿Qué más puedes pedir? ¿Qué más esperas?
  
El hombre se detiene. Marcha hacia el lecho. Hacia Berenice y ésta, por instinto, retrocede y se acurruca contra el cabecero, pero en el fondo desea que aquel hombre reacción, que actúe de cualquier manera, que salga de su aislamiento, aunque sea con un acto de violencia.
  
Pero no ocurre. El hombre se sienta al borde de la cama y Berenice le escucha como busca sus vestiduras y como se las va poniendo una a una. La reina se acerca a él, extiende las manos para abrazarle, para al menos tocar sus hombros y descender, con una caricia por la espalda.
   
No lo hace, en el último momento se detiene y retrocede de nuevo. A la seguridad de su lecho.

- Estás enamorado de tus melancolías. Quédate con ellas. Yo ya no las quiero. Si no hubiera sido por tu padre, si no hubiera sido porque yo soy la reina, porque tu padre es el emperador, porque tú eres su hijo... pero ahora...  Devuélveme a mi tierra. En cuanto me hayas paseado por Roma. En cuanto todos hayan comprobado que tú eres el conquistador del Oriente, que tú no te has dejado seducir por él.
    
La luz entra a raudales por la puerta y Berenice, cegada, tiene que cubrirse los ojos con las manos, sin que le dé tiempo a preocuparse por su desnudez, pues enseguida vuelve la obscuridad y ella sabe que ya no hay nadie allí.
    
Los soldados, los oficiales, se ponen en pie de un salto y presentan las armas, aún medio amodorrados. Tito, el general victorioso, el sojuzgador de Judea, el hijo del nuevo emperador y dios entre los mortales Tito Flavio Vespasiano, el heredero del imperio, camina entre ellos sin mirarles. No hace falta que dé ninguna orden. No hace falta que pronuncie una sola palabra. Ya saben a donde va. A donde todos los días.
    
Protegido por los soldados, acompañado por los oficiales, Tito cruza la cámara de boga, sin dirigir una mirada a los galeotos, sin responder a los saludos respetuosos de los “negreros”. Su mirada está ausente, su mente en otro lugar y ni siquiera repara en el soldado que abre la trampilla antes que llegue, sino que desciende por ella sin titubeos, como si siempre hubiera estado abierta.
    
Las antorchas apenas logran disipar la obscuridad que reina en las entrañas del barco. Arden con dificultad, ahogadas por la atmósfera pesada que ocupa esas cámaras. Aquí y allá su temblor descubre cajas olvidadas, pacas de lienzo, ánforas apiladas de cualquier manera, rollos de cordaje, remos inútiles. Nada de esto atrae la atención de Tito que continúa avanzando hasta que una puerta le cierra el paso, atrancada con cadenas.
    
No tardan en abrirla y la luz descubre un espacio angosto, donde aparece un bulto apenas reconocible, un soldado blande una lanza y empuja el bulto, con cuidado, con la fuerza suficiente para que aquello que está allí sienta la punta, pero no lo bastante para herirlo.
   
Unos ojos ardiente se clavan en los espectadores que aguardan en el umbral y, sin previo aviso, aquello salta hacia ellos, en un alarido, sin tratar de escapar, sólo para enzarzarse con uno de ellos, para morir luchando, para conseguir lo que se le niega, pero tampoco esta vez se le concede, porque un golpe bien dirigido con el asta de una lanza, rompe su salto, le hace replegarse hacia el fondo, acurrucarse en un rincón, gimiendo, como animal herido que busca lamer sus llagas.
   
En seguida se repone. Sus ojos llenos de rabia y odio van de uno a otro de sus captores, sus boca no calla, y un torrente de palabras se escapa de ellas, en la lengua bárbara e ininteligible de su pueblo, olvidado por los dioses. Pronto descubre a Tito y ya no se preocupa por nadie más, no aparta los ojos de él, y su voz se vuelve más áspera, más desesperada, y al mismo desafiante y triunfante, como si ellos y no él fueran los prisioneros.

- ¿Qué dice? – sin apartar la mirada del prisionero, Tito habla a alguien que permanece tras él, aún oculto entre las sombras. Su voz es fría, desprovista de emociones, pero Berenice habría reconocido la profunda desesperación, la angustia que se oculta tras esa coraza de indiferencia.
   
Su interlocutor no responde. En el silencio sólo se escucha la voz cada vez más airada del prisionero, cuyo rostro ha tomado un color purpúreo, de cuyos labios se escapan espumarajos.

- ¿Qué dice? – repite Tito y todos se estremecen, puesto que por primera vez han sentido impaciencia en la voz de su general y príncipe.
   
Un rostro obscuro, de la misma raza que el prisionero, aparece en la luz de las antorchas, como surgido de la nada. Acerca la boca al oído de Tito y le habla en voz baja.

- Lo mismo de siempre – y hay un temblor de miedo en sus palabras – Lo mismo de todos los días. Que estamos condenados. Que el día está próximo. Que pronto la mano de Su señor quebrantará nuestro imperio y lo convertirá en polvo hasta que no quede ni el recuerdo, mientras que Jerusalén seguirá en pie, por los siglos de los siglos, al igual que los que creen en él.
   
El prisionero ha reconocido al traductor. Ríe, con risa de triunfo, de desafío, de victoria. Ya no mira a Tito. Sólo tiene ojos para el recién llegado. Y se ve como saborea cada una de sus palabras. Como disfruta la ocasión que se le ofrece.

- ¿Qué dice ahora? – Tito está cada vez más agitado, más impaciente.
- Lo mismo de todos los días – el rostro del traductor muestra cansancio y tristeza - ¿qué otra cosa podría decir? Que vosotros podréis ser perdonados. Pero que Él nunca podrá perdonarme a mí. Mil muertes serán las mías, a cada cual más horrible, y de cada una seré resucitado, para morir de nuevo, y cuando las mil se terminen, otras mil serán dispuestas, y así por siempre, sin que nunca pueda obtener el perdón. Y si acaso algún día dios cambia y se enternece y admita la compasión en su seno, los justos clamarán ante su trono para que esto no suceda. Porque vosotros, los romanos no tenéis otro poder que el que Él os ha dado. Él os lo dio y Él os lo quitará. Sois su instrumento y por ello se será clemente con vosotros. Pero yo he mordido la mano de mis señor y así se me devolverá.
   
Tito se muerde los labios. El prisionero sigue hablando, hablando, hablando, envalentonado con el silencio de su enemigo, victorioso aún en su derrota.

- Estupideces. – Tito se encara con el prisionero, abandonando la seguridad de su escolta, esta se lanza a protegerle, dispuesto a acabar con el prisionero, pero el hombre sorprendido, recula y se aparta.
- Tonterías. – la rabia y el asco son visibles en la voz y en la expresión de Tito - Nada más que Tonterías. Propias de los necios. Como tú Josefo, que sigues creyendo en ellas a pesar de estar de nuestro lado, como este Simón, que se sigue creyendo rey aunque está cubierto de cadenas.
   
La  mirada de Tito se clava en los ojos de Simón, el antaño orgulloso cabecilla de la rebelión, pero éste acepta el reto, no baja la mirada, desafía a Tito como si ambos estuvieran en el campo de batalla, la espada desenvainada, guiando a sus respectivos ejércitos.
    
Forma parte de un ritual.

- Traduce lo que voy a decir. – Tito pronuncia cada palabra con frialdad
- Señor todos los dias... – Josefo tartamudea.
- ...hacemos los mismo ¿no? Y no sirve para nada ¿no es cierto? – la rabia inunda la voz de Tito. Por reflejo, los asistentes encogen el cuerpo, como si lo hurtasen a un golpe - ¿por qué va a ser este día distinto? – y en su tono se reconoce el cinismo y la ironía, que tan habituales se han hecho en él desde el comienzo del sitio de Jerusalén.
- Señor, yo sólo...
- ¡Traduce te digo! – un breve silencio  - Dile que Jerusalén ya no existe, que sus ciudad ha sido arrasada hasta los cimientos, que lo cuerpos de sus hombres se pudren al sol, que los cuervos y los perros se alimentan de su carne, que sus hijos y sus mujeres van a ser vendidos como esclavo, para que gocen con ellos los odiados romanos, y que él va a morir como han muerto todos los hombres y que su dios no va a mover un dedo por salvarle, porque no existe, porque nadie va a venir a recoger su alma cuando expire, porque...
   
Simón no espera a que Josefo traduzca, ni siquiera a que espera a Tito termine de hablar, días tras día ha escuchado las mismas palabras, en la misma lengua desconocida, y su respuesta también en la misma. Una carcajada que retumba en las entrañas del barco. Un torrente de palabras, siempre las mismas palabras, que Tito escucha en silencio, sin pedir a Josefo que las traduzca, sin responder a ellas, con expresión de cansancio y abandono, de impotencia.
    
Ambos conocen la verdad y ninguno concederá la victoria al otro.
    
Cuando salen afuera, la luz les ciega por un momento, obligándoles a hacer de parasol con la mano. Nada ha cambiado. Todo sigue igual. El sol clavado en el cenit, como si nunca fuera a descender, como si nunca hubiera ascendido hasta allí. El mar liso, pulido como un espejo, sólido como un cristal, verde como una turquesa, dando la impresión de que se puede caminar sobre él hasta el horizonte. El aire quito y pesado, sin indicios de que la brisa vaya a levantarse, la vela pendiendo muerta del mástil, el sol cayendo a plomo sobre la cubierta, la luz cegadora, el calor asfixiante, los marineros ovillados junto a las pocas sombras, los galeotos amodorrados en sus remos, bogando por instinto, los vigilantes haciendo su ronda medio dormidos, los látigos acariciando las tablas de la cubierta.
    
En la estancia reservada al comandante, reina la obscuridad, sólo al entrar la luz revela la espalda desnuda de la reina, vuelta hacia la pared, pero en cuanto Tito cierra la puerta, la obscuridad recobra su reino.
    
Tito, a tientas, se sienta en el lado libre de la cama, sin volverse hacia la reina. Durante largo permanecen en silencio, escuchando la respiración del otro, presintiendo sus cuerpos.

- Berenice – y la voz de Tito es como la de un niño que llamase a su madre.
- Berenice – repite con voz temblorosa, apenas inaudible.
- Berenice.
  
Pero nadie le responde.
  
En el silencio, de la habitación, Tito escucha el susurro de las telas, el rumor de otro cuerpo que se levanta y se viste.
   
Y no se atreve a llamarla de nuevo.

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