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lunes, 20 de septiembre de 2010

FdI XI: Año 331 a.C. Gaugamelas

Como todos los lunes, un nuevo cuento de Forjadores de Imperios, y como ocurre con los impares, volvemos con Alejandro y sus campañas, esta vez en uno de esos momentos que cambiaron la historia, aunque para sus protagonistas no fuera otra cosa que un día más en una eternidad de sufrimientos, de la cual sólo podía escaparse con la muerte

Así que sin más dilación.

Año 331 a.C. Gaugamelas.

El sol se pone. Desde el este, las tinieblas avanzan. En la lejanía, hacia donde está el enemigo, apenas visible durante el día, comienzan a encenderse los fuegos de campamento. Siento que un escalofrío me recorre la espalda. Cubren todo el horizonte. Sólo ahora me doy cuenta de la enormidad de su número. No tenemos salvación. Ni siquiera necesitarán armas para aniquilarnos.

Me doy la vuelta para no contemplar ese espectáculo. Miro como el sol desaparece entre las nubes que cubren el horizonte. La belleza que observo me hace olvidar nuestro destino. Breve alivio. Frente a mí, recortada contra el cielo, se alzan las ruinas de la ciudad que atravesamos para llegar aquí. Su masa negra, el perfil dislocado de torres y murallas, parecen cortarnos la retirada, como si ella fuera a ocuparse de rematar a los pocos de los nuestros que sobrevivan a mañana.

Cuando descendíamos por el río, ése que llaman Tigris, el aspecto de la ciudad nos sorprendió. No teníamos noticia de que hubiese una en estas regiones y, por un momento, temimos que los guías nos hubieran llevado a una emboscada. No había otro paso que el custodiado por aquella fortaleza de sombrías murallas, sobre las cuales parecía vislumbrarse el reflejo de cascos y armaduras. Seguramente sus habitantes nos observaban, al igual que nosotros hacíamos. Sólo que ellos podían evaluar nuestro número y fuerza, mientras que nosotros no podíamos prever nada. El temor se apoderó del ejército. Si Alejandro pretendía forzar el paso, muchos habrían de morir antes de conseguir abrir brecha.

Los exploradores disiparon nuestros temores. El recinto amurallado se hallaba derrocado en varios puntos, las puertas no existían y no se había encontrado señales de seres humanos. Liberado de sus temores, el ejército se precipitó dentro de la ciudad como si está hubiera sucumbido a su ataque y no se hallase ya vencida y derrotada desde tiempo inmemorial.

La euforia duró sólo un momento. Nos topamos con un segundo recinto amurallado, aún más alto que el primero, sobre el cual parecía no haber transcurrido el tiempo. Dos seres monstruosos, mezcla de serpiente, león, toro y hombre, custodiaban el umbral, fijando sus pupilas opacas sobre nosotros, retándonos a entrar y afrontar su ira.

No sé como me encontré avanzando hacia la puerta, solo, mientras el ejército permanecía tras de mí, expectante, cruzando apuestas sobre sí caería fulminado o no por el poder de aquellas bestias. Titubeé al llegar a la línea que la sombra de las murallas trazaba sobre el suelo. Levanté la cabeza hacia las estatuas, pero éstas no me miraban. Su vista se dirigía  a algún punto desconocido, situado detrás de mí. Yo era demasiado insignificante para atraer su atención. Lentamente, me puse de nuevo en marcha y  traspasé la línea de sombra, adentrándome en el obscuro túnel que se abría tras la puerta.

Cerré los ojos para acostumbrarme a la obscuridad. Cuando los abrí, un inmenso gentío me rodeaba. Esculpidos en las paredes, una interminable procesión se dirigía portando ofrendas al trono de un soberano. Éste no reparaba en el espectáculo que se desarrollaba a sus pies, sino que su mirada se perdía en el infinito, hacia el mismo punto al cual la dirigían los monstruos que custodiaban su palacio. Acaricié suavemente la piedra. No acababa de creer lo que mis ojos estaban viendo. Recorrí la pared examinando los atuendos de aquellos hombres que se prosternaban en adoración ante su soberano. No pude reconocer su procedencia. No eran persas, ni egipcios, ni lidios, ni frigios, ni ninguno de los pueblos que habíamos sometido acompañando a nuestro rey. ¿Tan lejos se extendía el imperio de aquel soberano? ¿Tan lejos habríamos de seguir la ambición de nuestro rey?

Mas adelante, el mismo soberano derrocaba con su lanza el recinto amurallado de una ciudad enemiga, mientras sus soldados se lanzaban en tromba contra las murallas, inundando las almenas de flechas y lanzas. Los enemigos, alcanzados por ellas, se despeñaban de las murallas en racimos, quedando amontonados a sus pies, donde lobos y cuervos se alimentaban de sus carroñas. Algunos preferían entregarse, pero de nada les servía, porque los verdugos aplastaban sus miembros o los retorcían con tenazas, para luego desollarles vivos y arrancarles los ojos. Finalmente, en bandejas finamente labradas, oficiales y generales presentaban esos despojos como ofrendas a su soberano. Nadie se libraba de la matanza, ni mujeres, ni niños, ni ancianos. Entre las pilas de cadáveres y las torres construidas con las cabezas de los vencidos, el vencedor se paseaba satisfecho, mirando complacido la obra por la que el mundo habría de recordarle, mientras sus súbditos se prosternaban a su paso, la cabeza hundida en la tierra, temerosos de incurrir en su ira.

El corredor se abría en un patio y éste conducía a otro corredor que desembocaba en otro patio, cada vez más amplios, cada vez más largos, circundados por murallas y relieves aún más imponentes, hasta que al fin me encontré ante una alta torre escalonada. Gran parte de su decoración se había desprendido y crujía bajo mis pies al acercarme a su base. Sin embargo, aún brillaba multicolor y cegadora, iluminada por la fresca luz de la mañana. Miré a mí alrededor. En las paredes ya no había representaciones de hombres, sólo de monstruos y quimeras, que se retorcían presas de quién sabe qué paroxismos o luchaban entrelazados, destrozándose mutuamente. Tales eran los dioses a los que adoraba esa gente olvidada. Sólo en el primer piso de la torre, al cual no se podía ya acceder, puesto que la escalinata se había derrumbado, se elevaba la estatua de un hombre. Era el soberano de aquel pueblo, que sonreía complacido al verse rodeado por sus iguales.

En pequeños grupos, todo el ejército siguió mis pasos. No había nada real que temer, pero los soldados se mantenían alerta, poniéndose en guardia ante cualquier ruido, como si aquellos hombres, aquellos monstruos que poblaban las paredes, fueran a cobrar vida y enfrentarse a nosotros. Sin embargo, permanecían inmóviles, indiferentes a nuestra zozobra, perdidos en su pasado. Sólo sus miradas parecían seguirnos, a medida que nos dispersábamos por el palacio, como si prepararan alguna trampa y nos atrajeran a ella. Poco a poco, abandonamos todas nuestras precauciones. Olvidados de nosotros mismos, hipnotizados, sin hablarnos y casi vernos los unos a los otros, vagábamos por el palacio, similares a los seres imaginarios que cubrían las paredes.

El sol ya se ha puesto. El terror ha invadido el ejército. Nadie puede conciliar el sueño. Tras de nosotros aguarda la ciudad vacía, habitada por demonios y espíritus que nos prometen una eternidad de tormentos. Ante nosotros, espera el inmenso ejército enemigo, en cuyo campamento se afilan las espadas que habrán de cortar nuestra carne mañana. Quizás, a pesar de todo, lleguemos a vencer, pero sólo será porque no tenemos salida alguna.

Notas: La batalla de Gaugamelas, en la que Alejandro derrotó definitivamente a los persas tuvo lugar cerca de la ciudad de Nínive, capital del reino Asirio y que llevaba por aquél entonces tres siglos destruida. La descripción de la ciudad se aproxima a lo que vio Jenofonte cien años antes de la batalla y, por supuesto, a lo que se conserva en el museo Británico.

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