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domingo, 29 de noviembre de 2009
It's the detail, stupid!
Hablaba en entradas anteriores de como la mediocridad del actual año de anime me está llevando a revisar antiguas producciones ya vistas, para comprobar si su impacto se mantenía o se había desvanecido definitivamente... en otras palabras, si me había engañado yo a mí mismo.
Una de las que caído en la revisión han sido las seis películas, de siete, que componen Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores) a las cuales había ya dedicado alguna entrada que otra, perdida en este blog que empieza a ser demasiado grande. Debo decir que no han perdido un ápice de su importancia, más aún, es ahora cuando funciona plenamente su método narrativo, consistente en la fragmentación de la historia en diversos episodios que se presentan de forma desordenada, puesto que es en este momento, habendo visto la mayor parte de la historia y a la espera de la conclusión, cuando es posible entender lo que estaba ocurriendo.
No debiera haberme preocupado. A los mandos del invento estaba Ufotable, un estudio de producción pequeña, no siempre acertada, pero que se ha caracterizo por una gran fluidez en su animación y un gusto por reflejar los pequeños gestos que caracterizan a un personaje, como podía observarse en Manabi Straight, también objeto de una entrada en este mismo lugar. Un estudio que desde el 2007 no ha presentado ninguna serie nueva y se ha enfrascado en la producción de esta serie de películas. Dedicación exclusiva que le ha permitido obtener la máxima calidad del presupuesto disponible.
¿Y en qué consiste esa calidad? Simplemente que esta serie hace recordar a todo aquél que pudiera haberlo olvidado, las características intrínsecas del mejor anime, la reconstrucción obsesiva de los ambientes en que viven sus personajes, hasta el punto de convertirse en más reales que la propia realidad, la irrupción de la violencia sin tapujos pero coreografiada hasta convertirla en una auténtica obra de arte, la profundidad filosófica y psicológica, centrada en en perseguir en que consiste la propia identidad y hasta que punto se puede mantener, o la aparición de personajes maduros capaces de pensar por sí mismos y de luchar por ellos, o el mismo diseño de los personajes a través del cual puede vislumbrarse su personalidad, vicios y defectos, todo lo contrario del complejo moe/kawai tan de moda hoy en día.
Pero sobre todo, el conseguir transmitir los más complejos sentimientos y reacciones humanas, con el mínimo de recursos, apenas sin gestos ni palabras, ni por supuesto apoyándose en la música, como es el caso de la secuencia que he utilizado en esta entrada.
Una capacidad para representar las mutaciones anímicas que se acerca a la de los actores de carne y hueso y que es aún imposible de alcanzar para la animación occidental, obsesionada por el 3D y su ensueño hiperreal, que le distrae de cuales son los auténticos medios para obtener aquello que persigue.
viernes, 27 de noviembre de 2009
Darwin's Dillemma (y 2)
The family of Seals offers a good illustration of the small importance of adaptive characters for classification. This animals differ from all other Carnivora in the form of their bodies and the structure of their limbs, far more than does the man from the higher apes; yet in most systems, from that of Cuvier to the most recent one by Mr Flower, seals are ranked as a mere family in the order of Carnivora. If man had not been his own classifier, he would never have thought of founding a separate order for its own reception.
Darwin, The Descent of man, Chapter VI, On the Affinities and Genealogy of Man
But the most weighty of all the arguments against treating the races of man as distinct species, is that they graduate into each other, independently in many cases, as far as we can judge, of their having intercrossed. Man has been studied more carefully than any other animal, an yet there is the greatest possible diversity amongst capable judges wheter he should be classed as a single species or race, or as two (Virey), as three (Jacquinot), as four (Kant), five (Blumenbach), six (Buffon), seven (Hunter), eight (Agassiz), eleven (Pickering), fifteen (Bory St Vincent), sixteen (Desmoulins), twenty two (Morton), sixty (Crawford), or as sixty-three, according to Burke. This diversity of judgement does not prove that the races ought not to be ranked as species, but that they graduate into each other, and that it is hardly possible to discover clear distinctive characters between them.
Darwin, The Descent of man, Chapter VII, On the Races of Man
Hablaba en una entrada anterior, de como The Descent of Man es un libro que puede producir cierta desazón en el lector, ya que la mayor parte de su contenido trata sobre el mecanismo de selección sexual y no sobre el origen del hombre, aunque al final Darwin nos revelé el porqué de esa larguísima disgresión, en concreto, explicar el origen de las razas humanas, portadores de caracteres que, en principio, no les aportan ventaja evolutiva alguna y que por tanto no pueden ser producto de la selección natural... y de paso, desmontando el argumento de que los caracteres que determinan la raza sea decisivos a la hora de establecer una gradación, de mejor a peor, entre ellas.
Sin embargo, el principio y el final de la obra sí entran de lleno en lo que promete el título e incluso abarcan problemas que en principio no parecían destinados a un libro de biología, ya que explicar el origen del hombre, no es simplemente explicar el origen de su estructura física a la luz de la selección natural, sino explicar también como pudieron surgir y de qué manera, elementos que consideramos indisociables de la especie humana, como el lenguaje, las estructuras sociales o los elementos culturales... una tarea demasiado prematura para la época, y en la que Darwin, como ya contaré más adelante, a pesar de ser una de las mentes más avanzadas de su tiempo, no puede evitar ser un hijo de su época, y pensar como un británico, subdito de la reina Victoria y orgulloso de su imperio.
Pero antes de llegar a ese punto, hay dos temas, o problemas importantes sobre los que conviene fijarse en la actitud de Darwin y en las respuestas que da, como siempre un modelo de elegancia y de simplicidad científica.
El primero por supuesto es el lugar del hombre en la naturaleza. Dejando aparte a los que seguían creyendo en la creación divina, muchos de los proponentes de las teorías de Darwin, como el mismísimo codescubridor Wallace, se resistían a creer que el hombre fuera un animal más, y pugnaban por destacar sus diferencias, llegando al punto de colocarlo fuera de los primates en un orden completamente distinto, reservado para él solo. La respuesta de Darwin en el capítulo VI de the Descent... es magistral y contudente, constituyendo uno de los mejores ejemplos de su genio.
Si ya en capítulos anteriores Darwin había mostrado como muchas de las cualidades, sentimientos y comportamientos humanos se encuentran en germen en los animales, en esta ocasión abordar el tema directamente e investiga si realmente el hombre es tan distinto de sus parientes animales más cercanos, los monos antropoides. Para ello, busca otros ejemplos en el mundo animal, para comprobar si animales de aspecto radicalmente distinto han sido incluidos en el mismo grupo, a pesar de esas diferencias.
No tiene que ir muy lejos, como puede comprobarse en el primero de los párrafos que he incluido. Le basta con observar a las focas que, a pesar de ser un mamífero marino y haber modificado sus extremidades para adaptarlas a la natación han sido incluidas, sin ningún genero de dudas, en los carnivoros, precisamente porque esas diferencias se deben a la adaptación a medios dispares, siendo el plan general de su organismo básicamente igual. Un caso que se repite entre el hombre y los monos antropoides, cuyas diferencias morfológicas se deben al bipedismo humano que ha requerido fuertes cambios en el organismo. Unas diferencias, que como en el caso de las focas, se deben a la adaptación de un mismo plan base a situaciones diferentes.
Darwin irá aún más lejos, puesto que aún podría alegarse que el abismo psíquico que separa a un hombre de un chimpance es infranqueable y sólo el justificaría situar al hombre en un orden aparte. En un larguísimo párrafo que desgraciadamente no he podido incluir, realiza una atrevida comparación entre dos insectos, los pulgones, que se limitan a engordar y reproducirse, y las hormigas, con una estructurada vida social, ganaderas, agricultoras, e incluso esclavistas, y capaces de crear enormes estructuras. Dos insectos que difieren tanto en sus, podríamos decir, productos culturales, como lo hacen el chimpance y el hombre, por lo que, para ser justos, deberíamos colocarlos también aparte.
Hay otro peligro, aún más insidioso, que el de aceptar que el hombre es un animal como otros, perteneciente a la misma familia que chimpances, bonobos y gorila. Se trata de proponer que no constituye una única especie, sino varias, que coincidirían con las razas humanas. Por su puesto esto era una excusa magnífica para justificar el esclavismo, la expansión imperial europea e incluso las desigualdades sociales. Darwin, como antiesclavista declarado (aunque sí defensor de que había una gradación entre los hombres, incluso en las sociedades civilizadas) se opone por principio a esa conclusión e intenta demostrar que existe una única raza humana (aunque separada en diferentes variedades).
La forma en que lo hace es nuevamente magistral. Si las razas humanas fueran especies, sería posible separarlas con toda claridad, como se ha conseguido con el resto de los animales, basándose en unos caracteres fijos y definidos. Sin embargo en tiempo de Darwin, como puede comprobarse en el segundo párrafo, no se había conseguido ese acuerdo, ni en el número de razas (de dos a sesenta y tres) ni en los caracteres utilizados para su definición, debido a la inmensa variabilidad de los individuos incluso dentro de una misma razá (pensemos sólamente en la diferencia de aspecto entre un Sueco y un Griego, ambos pertenecientes a la misma raza, o entre un negro de Nigeria y un !Kung de Namibia) llegando incluso a solaparse entre sí las características extremas de cada raza.
Es decir, las razas no dejaban de ser un espejismom un constructo mental creado para intentar explicar las espectaculares diferencias entre los seres humanos de distintas partes del mundo, diferencias que en ninguno caso podían utilizarse para clasificar a los seres humanos en especies distintas, ya que era imposible establecer, como digo, un criterio firme y definido.
Darwin, The Descent of man, Chapter VI, On the Affinities and Genealogy of Man
But the most weighty of all the arguments against treating the races of man as distinct species, is that they graduate into each other, independently in many cases, as far as we can judge, of their having intercrossed. Man has been studied more carefully than any other animal, an yet there is the greatest possible diversity amongst capable judges wheter he should be classed as a single species or race, or as two (Virey), as three (Jacquinot), as four (Kant), five (Blumenbach), six (Buffon), seven (Hunter), eight (Agassiz), eleven (Pickering), fifteen (Bory St Vincent), sixteen (Desmoulins), twenty two (Morton), sixty (Crawford), or as sixty-three, according to Burke. This diversity of judgement does not prove that the races ought not to be ranked as species, but that they graduate into each other, and that it is hardly possible to discover clear distinctive characters between them.
Darwin, The Descent of man, Chapter VII, On the Races of Man
Hablaba en una entrada anterior, de como The Descent of Man es un libro que puede producir cierta desazón en el lector, ya que la mayor parte de su contenido trata sobre el mecanismo de selección sexual y no sobre el origen del hombre, aunque al final Darwin nos revelé el porqué de esa larguísima disgresión, en concreto, explicar el origen de las razas humanas, portadores de caracteres que, en principio, no les aportan ventaja evolutiva alguna y que por tanto no pueden ser producto de la selección natural... y de paso, desmontando el argumento de que los caracteres que determinan la raza sea decisivos a la hora de establecer una gradación, de mejor a peor, entre ellas.
Sin embargo, el principio y el final de la obra sí entran de lleno en lo que promete el título e incluso abarcan problemas que en principio no parecían destinados a un libro de biología, ya que explicar el origen del hombre, no es simplemente explicar el origen de su estructura física a la luz de la selección natural, sino explicar también como pudieron surgir y de qué manera, elementos que consideramos indisociables de la especie humana, como el lenguaje, las estructuras sociales o los elementos culturales... una tarea demasiado prematura para la época, y en la que Darwin, como ya contaré más adelante, a pesar de ser una de las mentes más avanzadas de su tiempo, no puede evitar ser un hijo de su época, y pensar como un británico, subdito de la reina Victoria y orgulloso de su imperio.
Pero antes de llegar a ese punto, hay dos temas, o problemas importantes sobre los que conviene fijarse en la actitud de Darwin y en las respuestas que da, como siempre un modelo de elegancia y de simplicidad científica.
El primero por supuesto es el lugar del hombre en la naturaleza. Dejando aparte a los que seguían creyendo en la creación divina, muchos de los proponentes de las teorías de Darwin, como el mismísimo codescubridor Wallace, se resistían a creer que el hombre fuera un animal más, y pugnaban por destacar sus diferencias, llegando al punto de colocarlo fuera de los primates en un orden completamente distinto, reservado para él solo. La respuesta de Darwin en el capítulo VI de the Descent... es magistral y contudente, constituyendo uno de los mejores ejemplos de su genio.
Si ya en capítulos anteriores Darwin había mostrado como muchas de las cualidades, sentimientos y comportamientos humanos se encuentran en germen en los animales, en esta ocasión abordar el tema directamente e investiga si realmente el hombre es tan distinto de sus parientes animales más cercanos, los monos antropoides. Para ello, busca otros ejemplos en el mundo animal, para comprobar si animales de aspecto radicalmente distinto han sido incluidos en el mismo grupo, a pesar de esas diferencias.
No tiene que ir muy lejos, como puede comprobarse en el primero de los párrafos que he incluido. Le basta con observar a las focas que, a pesar de ser un mamífero marino y haber modificado sus extremidades para adaptarlas a la natación han sido incluidas, sin ningún genero de dudas, en los carnivoros, precisamente porque esas diferencias se deben a la adaptación a medios dispares, siendo el plan general de su organismo básicamente igual. Un caso que se repite entre el hombre y los monos antropoides, cuyas diferencias morfológicas se deben al bipedismo humano que ha requerido fuertes cambios en el organismo. Unas diferencias, que como en el caso de las focas, se deben a la adaptación de un mismo plan base a situaciones diferentes.
Darwin irá aún más lejos, puesto que aún podría alegarse que el abismo psíquico que separa a un hombre de un chimpance es infranqueable y sólo el justificaría situar al hombre en un orden aparte. En un larguísimo párrafo que desgraciadamente no he podido incluir, realiza una atrevida comparación entre dos insectos, los pulgones, que se limitan a engordar y reproducirse, y las hormigas, con una estructurada vida social, ganaderas, agricultoras, e incluso esclavistas, y capaces de crear enormes estructuras. Dos insectos que difieren tanto en sus, podríamos decir, productos culturales, como lo hacen el chimpance y el hombre, por lo que, para ser justos, deberíamos colocarlos también aparte.
Hay otro peligro, aún más insidioso, que el de aceptar que el hombre es un animal como otros, perteneciente a la misma familia que chimpances, bonobos y gorila. Se trata de proponer que no constituye una única especie, sino varias, que coincidirían con las razas humanas. Por su puesto esto era una excusa magnífica para justificar el esclavismo, la expansión imperial europea e incluso las desigualdades sociales. Darwin, como antiesclavista declarado (aunque sí defensor de que había una gradación entre los hombres, incluso en las sociedades civilizadas) se opone por principio a esa conclusión e intenta demostrar que existe una única raza humana (aunque separada en diferentes variedades).
La forma en que lo hace es nuevamente magistral. Si las razas humanas fueran especies, sería posible separarlas con toda claridad, como se ha conseguido con el resto de los animales, basándose en unos caracteres fijos y definidos. Sin embargo en tiempo de Darwin, como puede comprobarse en el segundo párrafo, no se había conseguido ese acuerdo, ni en el número de razas (de dos a sesenta y tres) ni en los caracteres utilizados para su definición, debido a la inmensa variabilidad de los individuos incluso dentro de una misma razá (pensemos sólamente en la diferencia de aspecto entre un Sueco y un Griego, ambos pertenecientes a la misma raza, o entre un negro de Nigeria y un !Kung de Namibia) llegando incluso a solaparse entre sí las características extremas de cada raza.
Es decir, las razas no dejaban de ser un espejismom un constructo mental creado para intentar explicar las espectaculares diferencias entre los seres humanos de distintas partes del mundo, diferencias que en ninguno caso podían utilizarse para clasificar a los seres humanos en especies distintas, ya que era imposible establecer, como digo, un criterio firme y definido.
martes, 24 de noviembre de 2009
Comparisons (y I)
Por razones de trabajo me vi obligado a visitar Viena la semana pasada. Afortunadamente, pude reservar un par de días para ejercer de turista y, como cada vez que piso esa ciudad, la encontré como una de las ciudades Europeas más agradables para el turista (ignoro lo que será vivir allí un día sí y otro también), principalmente porque te permite pasear y relajarte en durante el paseo, asemejándose su núcleo central a un inmenso parque, trufado de monumentos, por el que no cansa deambular.
Una de las visitas obligadas es por supuesto el Kunsthistorisches Museum, con sus espléndidas colecciones grecorromanas y egipcias, junto a la no menos espectacular de pintura clásica, del XIV al XIX. Un recorrido en el que no podía dejar de pensar, para mal, en museo madrileño de El Prado.
Una comparación completamente odiosa, ya que el museo español, en mi opinión, a pesar de su importancia arquitectónica, no ha podido librarse nunca de un cierto aire de almacén de cuadros, que las múltiples reformas del edificio, los continuos movimientos y reorganizaciones de la colección, más que aliviarlo, lo acentúan, como si cada uno de sus directores inconscientemente sintiera que la propia sede es provisional y que pronto habrán de mudarse a otra, con lo que no tiene sentido asentarse.
Es cierto que hay espacios expositivos mucho peores. El propio MNCARS es un ejemplo de lo que no debe ser el museo, ya que el espacio del antiguo hospital, con sus inmensas salas blancas y su pobre iluminación, aplasta y difumina las obras allí expuestas, como si ellas mismas fueran pacientes en esa institución, un perfecto ejemplo de como espacio no equivale a museo (otro ejemplo horrible es la Fundación Gugenheim de Bilbao, la pesadilla perfecta para cualquier comisario de una exposición). El problema con El Prado es que si lo comparamos con el Kunsthistorisches, salen a relucir sus defectos, especialmente, esa tendencia nuestra a ponerlo cada dos por tres patas arriba, sin conseguir que tome un sabor propio y definido, otro del de conseguir que los visitantes se hallen perdidos a cada visita.
En el caso del Kunsthistorisches, el propio museo es una de las piezas de la colección, es decir, la decoración interior de las salas, especialmente en las secciones egipcias y grecorromanas, como se ve en la fotografía de arriba, fue creada especialmente para acompañar las piezas, de forma que cada sala es un auténtico testimonio de la época en que fue concebida, tanto como los objetos allí expuestos.
Esto por supuesto, no implica que el museo de halla conservado tal y como era en 1900, cogiendo polvo. No, lo que implica es que las intervenciones para modernizarlo, para hacerlo más accesible, cómodo y compresible al espectador moderno, al que no se le supone cargado con un bagaje cultural previo, se han hecho con exquisito cuidado, intentando no privar al museo de su sabor, de ese sentimiento de ser él también una pieza de arte y de mostrarse presente ante al visitante, pero al mismo tiempo ofreciendo el comentario, las descripciones e incluso las facilidades que se esperan de un museo de ahora mismo. (Hmm esta frase parece de guía turística).
Es un poco el caso del museo Pergamon de Berlín, cuyas colecciones, y cuya decoración, se compusieron también hacia 1900, y del que nadie ha pensado eliminar las pinturas y diagramas de las paredes, que intentan reflejar el estado de las excavaciones arqueológicas en las fechas de su descubrimiento, ya que esos diagramas, a pesar de sus errores y su incompletitud, se han convertido también en un objeto arqueológico, una pieza con la que reconstruir un pasado, el de como eran aquellos lugares cuando se descubrieron, que nos sería imposible encontrar ahora aunque viajáramos a esos mismos yacimientos.
Un sentido de la historia dentro de la historia, de hacer patente al visitante que lo que ve tiene un sentido doble, el de la pieza que contempla y el de las personas que decidieron colocarlo ahí, que a nosotros, siempre más papistas que el Papa, se nos escapa, atrapados en el maelstron del cambio y de la renovación constante, o de los descubrimientos absolutos que sólo lo son para los ignorantes.
domingo, 22 de noviembre de 2009
Lacking and Wanting
Los escasos lectores de este blog habrán notado que llevo un tiempo sin referirme a nuevas producciones de anime y que dedico el espacio de estas notas a revisar series antiguas. No se debe a a una repentina falta de interés por el tema, sino simplemente a que este año de anime está siendo uno de los peores que recuerdo, para lo cual, por supuesto, había una razón más que clara.
Faltaba Madhouse.
Madhouse, en estos últimos años se ha convertido en uno de los estudios más interesantes del panorama, uno de los pocos que ha intentado huir de la moda moe/kawai que está astragando el anime con el aplauso del aficionado, como demuestra la ascensión a las estrellas de KyoAni. Por el contrario, Madhouse se ha caracterizado por sacar al mercado productos destinados a un producto mucho más maduro, presentándolos, he ahí lo importante, en un estilo que siempre intenta ir un paso más allá de lo que está aconstumbrado el espectador y ofreciendo, por tanto, a grandes talentos del anime, la oportunidad de brillar de una manera que no es posible en el resto de estudio.
No es de extrañar, por tanto, que de unos años a esta parte, Madhouse, no haga más que encadenar obras maestras, como son Kemonozume y Kaiba, en un estilo completamente experimental, o Dennou Coil, en un registro más comercial.
El bombazo de este año, y el retorno de Madhouse a las series de TV, tras un año dedicado a la producción cinematográfica, se llama, Aoi Bungaku, y como podía esperarse no ofrece ninguna concesión al público, por lo que, para desgracia del anime, está pasando sin repercusión alguno, fuera del estrecho círculo de conaisseurs que buscan en el anime, algo más que niñas prepúberes, personajes estereotipados y/o tramas calcadas unas de las otras.
La primera sorpresa, por supuesto, es que el material que se adapta no es un manga, ni siguiera una de las light novels, tan de moda en el país Nipón. En la primera de las historias de Aoi Bungaku, se adapta una de las obras míticas de su literatura, la novela (Indigno de ser humano) Ningen Shikkaku de Osamu Dazai, una obra escrita a finales de los años 30, en el periodo en el que japón se embarcaba en la aventura imperialista y militarista, que le llevaría a la catástrofe nacional en la guerra mundial.
Un marco histórico, el de un país que se embarca voluntariamente en un camino que no se puede calificar de otra manera que el de su propio suicidio, que se refleja en las peripecias del protagonista, trasunto del propio escritor, el cual se ve incapacitado de tener relaciones humanas como el resto de los seres humanos, y va ocasionando la desgracia de todos los que ama y le aman, hasta embarrancar en una especie de cárcel autoimpuesta, pues la concibe como el lugar al que está destinado y en el cual debió encerrarse desde un principio.
Una historia cínica y desesperada, donde ninguna de las acciones de los protagonistas les servirá para evitar su destino, sino que al contrario, le empujaran más aún en ese camino que lleva al suicidio, o mejor dicho a la muerte en vida, y que es adaptado por Madhouse de forma brillante, adaptando la luz, la paleta, las transiciones y el montaje, a ese camino sin retorno, sin posibilidad de escape, de manera que hasta los momentos optimistas, los breves instantes de alivio en la autodestrucción perseguida y deseada, se vuelven ominosos, falsos y frágiles, amenazados permanentemente por la destrucción que no tardará en surgir del escondrijo donde se había retirado a reposar.
Una destrucción que para el protagonista no es infligida por medios externos, sino que él mismo se la causa, por esa cualidad suya que le impide amar al resto de los seres humanos o al menos no dañarles.
sábado, 21 de noviembre de 2009
Darwin's Dilemma (y I)
The Descent of Man, que he estado leyendo y releyendo estos últimos meses, es uno de los libros más importantes e interesantes de Charles Darwin.... quizás por razones completamente equivocadas.
Me explico, al contrario de The Origin of the Species, esta continuación de la argumentación darwininia, aplicada al hombre, no tiene un tema definido, o mejor dicho, no trata el tema que el lector pensaría encontrar, puesto que en vez de centrarse en los orígenes y genealogía del hombre, la mayor parte del libro se dedica a la demostración del mecanismo de selección sexual, quedando relegado al principio y final del libro el estudio del hombre y las razones que explican sus características propias como especie, contando entre ellas, por supuesto, su cerebro y sus rasgos culturales. Un estudio que, desde la óptica de principios del siglo XXI, puede provocar escándalo por razones completamente inesperadas y a las que ya dedicaré otras entradas de esta serie.
Centrémonos por tanto, en lo que constituye el tema del libro y no el origen del hombre, el mecanismo de selección sexual.
Una de objecciones más importantes a la teoría de la selección natural que Darwin expusiera en el The Origin of the Species, no tenía un origen teológico, sino que utilizaba la propia exposición de Darwin para, aplicando la reductio ad absurdum, demostrarla falsa. La cuestión era que según el mecanismo de selección natural, sólo se conservarían y transmitirían aquellos caracteres que dieran ventaja al individuo sobre sus semejantes, de forma que tuviera una mayor probabilidad de sobrevivir y conseguir reproducirse, transmitiendo así esos mismos caracteres (esa dotación genética) a la siguiente generación, en la cual volvería a producirse ese mismo mecanismo.
Sin embargo, desde el principio, quedó claro que había caracteres que no obedecían a ese mecanismo y no se trataba de caracteres indiferentes, es decir, que no comprometiesen las posibilidades de supervivencia y reproducción, sino que que se trataba de caracteres que podríamos llamar nocivos o peligrosos para el individuo, pero que de forma recurrente aparecían en la especie en estudio, hasta el punto de convertirse en uno de sus rasgos clasificatorios. Un ejemplo claro era el del pavo real macho, sus largas plumas constituían un impedimento para el vuelo y su llamativo colorido le hacía especialmente visible en el entorno en el que habitaba, con lo que ambos rasgos deberían hacerle caer con más frecuencia en las garras de sus depredadores, favoreciendo así a los machos de plumas más cortas y más discretas, que deberían dominar, en unas generaciones, la población de la especie, mientras que en la realidad ocurre lo contrario.
La respuesta de Darwin fue magistral. En primer lugar, se dio cuenta que los rasgos no eran comunes a los dos sexos, sino que sólo aparecían en uno de ellos, y que normalmente, el sexo desprovisto de esos rasgos distintivos, solía ajustarse al aspecto que esperaríamos si la selección natural actuase en solitario. Es más, esos rasgos extraordinarios, como pueden ser las plumas de ciertas aves, los cuernos de ciertos mamíferos, los órganos sonoros de algunos insectos, tenían una función muy clara y precisa, se utilizaban en los rituales de apareamientos de esas especies y determinaban el éxito reproductivo de los animales involucrados. Es decir, que parecía que las hembras preferían a unos machos antes que otros, y que poco a poco esos caracteres habían ido exagerándose para aplacar esas preferencias, hasta el punto que su desarrollo entraba en conflicto con la selección natural, por ejemplo, el ciervo con los mayores cuernos encontrará que estos tienen mayor propensión a enredarse con la vegetación y por tanto será más susceptible a perecer que un competidor con menor ramaje.
La grandeza de Darwin no se limita a la concepción de estas teorías. No hubiera pasado de ser un especulador más si no fuera por su rigor y dedicación, que le llevan a buscar y acumular pruebas que sean incontestables. Una tarea en la que la sección de The Descent of Man dedicada a la selección sexual llega a su cénit, puesto que Darwin, a lo largo de cientos y cientos de páginas nos acompaña en un viaje por todo el reino animal, de los invertebrados a los mamíferos, mostrándonos ejemplo tras ejemplo de estos dimorfismos sexuales, de como se utilizan para la reproducción y sólo pueden ser explicados por las necesidades de apareamiento, hasta que no queda otra vía que rendirse y aceptar las pruebas.
Una demostración que lleva a una inesperada conclusión, una prueba más en la certeza de que el hombre y los animales son la misma cosa. Muchos de esos atributos sexuales llamativos, como el plumaje de los pájaros, nos parecen bellos y hermosos, casi producto de las manos de un artista, de forma que debemos admitir que los animales comparten con nosotros, aunque sea de forma inconsciente, el sentido de la belleza y que éste, como todas nuestras características, incluso las que nos parecen puramente humanas, no es otra cosa que un producto de las leyes de la evolución.
jueves, 12 de noviembre de 2009
Bliss
La obra entera de Len Lye, que apenas dura una hora escasa, es una inmensa contradicción.
Por una parte tenemos al artista experimental, que trabaja fuera de los circuitos comerciales, y que trata siempre de dar una paso más allá, en lo que podríamos llamar vacío, siguiendo únicamente los dictados de sus convicciones y su creatividad. Alguien cuya obra es de las pocas que merece el calificativo de inclasificable, de revolucionario y rompedor, puesto que fue de los primeros, no ya en crear el cine abstracto, ese concepto que aún da miedo tras tantas revoluciones y cines nuevos, novos y nouvelles, sino que cometió el pecado, el sacrilegio de despreciar la propia cámara y de dibujar directamente sobre el celuloide, llegando a convertirse, como Fischinger o como McLaren, en un artista híbrido, un cineasta/pintor en el auténtico sentido del termino, que aplicaba sus colores directamente sobre el celuloide y no los que tratan de convertir el cine en tableaux vivantes.
Y sin embargo, al mismo tiempo, este artista fue en su vida un completo desconocido, al menos para el gran público y la gran crítica. Como bien dice la expresión inglesa era un artist's artist, el artista al que admiraban el resto de los artistas profesionales, cuya producción era esperada con antelación discutida, copiada y, terrible palabra, popularizada, hasta el extremo de que muchos de sus logros creados en los años 30, en sincronía con los otros dos nombres citados, se convirtieron en moneda común del videoclip, de los 80y 90 del siglo XX.
Pero he aquí que he nombrado una palabra maldita, videoclip, el paradigma del falso cine, para aquellos que creen en esencias y que reducen ese arte a capturar momentos pasajeros. Una palabra maldita, es cierto, pero es que los cortos de Lye, son videoclips en más de un sentido, tanto por sus comitentes, organizaciones gubernamentales como la GPO o empresas privadas, como Imperial Flights o Shell Oil, que los utilizaban como anuncios (¡Oh, el artista vendiéndose! ¡Horror, Horror!), como porque la música es parte integrante de ellos, de manera que las formas y los colores, danzan a su ritmo, cual pareja de bailarines, inmersos y absortos en la música que les envuelve.
Música, colores, ritmo, danza. Nueva contradicción. Porque Len Lye es un artista experimental y comprometido, pero no hay nada de pesimista, sombrío o desesperado en su cine, la alegría, el placer de vivir, el goce sensorial más básico y más embriagador son las bases de su cine, y así la música es música de baile de su tiempo, y sus colores no pueden ser más vivos, y sus formas, las formas que invaden la pantalla, más jugetonas, revoltosas o descaradas, provocando que el espectador no tenga más remedio que unirse a la fiesta.
Una fiesta, que no necesitaba de la abstracción para poder ser expresada, sino que podía construirse con los materiales más bastos, cotidianos e inesperados, como es el caso del corto Rythm de 1957, ilustrado arriba donde la construcción de un coche en una cadena de montaje se convierte en una exaltación del movimiento y del ritmo, con las máquinas y los operarios prácticamente danzando al compás de la música.
Un minuto magistral, valido por miles de horas de cine muerto, pero lleno de pretensiones, que no puedo por menos de incluir a continuación.
martes, 10 de noviembre de 2009
Imperfect Future
Resulta triste constatar que lo mejor de las películas de Futurama (las que serían la quinta temporada de la serie) sean los intros de la segunda y la tercera, cuando la nave, en vez de estrellarse contra la inmensa pantalla donde se proyectan cortos de animación antiguos, se ve absorbida por ella y adopta el estilo del corto en el que ha caído, respectivamente el de las producciones Fleischer/Disney y la archifamosa e inencontrable Yellow Submarine.
Y digo triste, porque precisamente lo que caracterizaba a Futurama era la apropiación y la reescritura de las producciones del pasado, en su caso de la Ci-Fi de serie B de los años cincuenta, una apropiación irónica donde se señalaban los diferentes estereotipos de esas producciones (tecnología ultramoderna inexplicable, monstruos repulsivos, mundos reflejo de la tierra, personajes-tipo de una sola dimensión, conflictos reducidos a blanco y negro) y se pasaban por una turmix alocada, para, maravilla de la maravilla, dar lugar a unos personajes nuevos y atractivos, en unas aventuras perfectamente engrasadas y sin apenas respiro en la acumulación de gags, normalmente relevantes y bien colocados, al contrario de producciones como Family Guy.
Con esos elementos, Futurama podría haberse convertido en una de las series imprescindibles, pero, pasada la tercera temporada, empezó a mostrar claros signos de cansancio. En primer lugar los personajes empezaron a comportarse off character, como dicen los ingleses, actuando de forma distinta a como habían sido presentados y a como funcionaban, como fue el caso de la humanización de Bender o el claro ablandamiento de Leela, e incluso llegaron a convertirse en personajes decorativos, dentro de su propia serie como ocurría con el docto Zoyberg, una deriva que hizo que los guiones de la serie se resintieran, comenzándose a hacerse genéricos, y que culminó en la ristra de episodios que trataban de la relación sentimental entre Fry y Leela, impensables en una producción que hasta ese instante se reía de forma bastante saludable de ese sentimiento.
El relanzamiento de la serie, en forma de película, tras la suspensión de la misma, hacía concebir ciertas esperanzas de que la situación se enderezase, bastaba con eliminar ese sentimentalismo innecesario y reactivar la parodia inteligente de los primeros episodios. Sin embargo, no ha sido así, ya en la primera, los personajes, incluso algunos tan memorables como Zap Brannigan o la cabeza de Nixon , se introducen sin necesidad alguna, simplemente porque si esto es Futurama, deben aparecer por necesidad, a lo que se une que la película no pasa de ser un conjunto de episodios mal recosidos. Más unitarias y centradas son la segunda y la tercera, pero lo narrado es bastante insulso, y la forma en que se hace parece traicionar cierta desgana, comprensible, por otra parte.
Curiosamente, la única que brilla a la altura de las dos primeras temporadas es la cuarta, quizás por contar una historia de principio a fin, y porque los personajes aparecen cuando realmente son necesarios, pero ya es demasiado tarde para arreglar la situación, con lo que lo que habría sido un cierre perfecto para la quinta temporada, sólo sirve para dejar un regusto amargo.
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