¿Pero cuál es la visión de los habitantes?
Cuando viajaba por Egipto me preguntaba que pensarían sus habitantes de aquellos monumentos. La respuesta era sencilla, bastaba con mirar el estado en que estaban muchas de la mezquitas suyas, excepto las más señaladas. Era triste encontrarse con placas que señalaban mezquitas, recintos antiquísimos y comprobar que se estaban cayendo a pedazo sin que nadie hiciera nada. Si tal era el respeto que tenían por su pasado y por su cultura, ¿cómo podían pensarse que protegieran lo que no era suyo?
La arqueología, la museística, es un invento occidental. Relacionado directamente con el surgimiento del nacialismos. Si los pueblos, ese sueño del romanticismo alemán y de la revolución francesa, tenían un caracter, expresado en sus tradiciones, su lengua, su religión, éste podría demostrarse rebuscando en el pasado, donde seguro que se encontrarían sus huellas. Más aún debía ser conservado para enseñanza de las generaciones futuras, de forma que nunca se perdiese ese carácter distintivo. Sólo nuestra sensación de ser herederos de griegos y romanos, esa paradoja que permite a un occidental ser pagano y cristiano al mismo tiempo, unida a nuestra natural curiosidad por otras culturas, consiguió que la arqueología y la historia salieran de su callejón sin salida.
Pero esta evolución no se ha producido nunca en el mundo árabe. El nacionalismo siempre ha sido una injerto externo. Su civilización nunca se ha sentido heredera de griegos y romanos, la curiosidas por otras culturas es inexistente. ¿Por qué iban a querer conservar algo, como los restos del antiguo Egipto, que no es suyo?
Sería injusto acusarles por esta desidia. Muy injusto. Los problemas de Egipto son inmensos. La probreza es rampante. La mayor parte del país vive sólo del turismo, y todo el país ha sido construido alrededor de esa industria, de esa locura incomprensible de los occidentales por freírse los sesos al sol, visitando piedras polvorientas.
¿Qué pensaría un joven egipicio? Día tras día, escuadras de cruceros surcan el Nilo. Dentro hay abundancia de comida, protección contra el sol ardiente, libertad de constumbres inimaginadas. Para servir a esas gentes se han construido carreteras, levantado hoteles fortaleza, donde los naturales tienen prohibida la entrada, en cuyo interior disfrutan de todas las comodidades, toda la opulencia que los naturales no pueden ni soñar.
Ellos lo tienen todo, deben pensar los habitantes, nosotros nada. Así lo demuestran día a día, con el orgullo que se pavonean, con su dinero, con el pueden comprar todo, con el desprecio que muestran por lo que es razonable y digno de respeto. por lo que es sagrado en definitiva. No son más que una raza decadente, viejos que sólo piensan en el placer, mientras el resto del mundo sufre, parásitos que ni siquieran piensan en tener hijos.
Así caeran. Así caeran.
¿Debemos extrañarnos de que el odio haya arraigado con tanta fuerza en esas tierras?
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martes, 31 de mayo de 2005
viernes, 27 de mayo de 2005
En el valle del Nilo (y 2)
Cada año, hordas de turistas invaden Egipto, pero ¿Qué país es el que ven?
Se les encierra en los cruceros, los cuales marchan en fila, uno tras otros, una armada del placer, a lo largo del cauce, parándose todos buques a la misma hora y en el mismo sitio, para ocupar uno de los templos que jalona la ruta, y atronar su espacio con el estruendo de las voces, apestarlo con el hedor de los cuerpos.
Ése es todo el Egipto que ven, el de las visitas programadas y apresuradas, el casi tampoco ven, abrumados por el calor, aplastado por el sol, confundidos por la ignorancia de los guías. Excepto esos momentos, siguien viviendo en el país del que partieron, no en Egipto.
El crucero es una cárcel, de la cual está prohibido salir, incluso cuando se atraca, porque fuera espera el peligro, porque fuera no hay nada excepto calles polvorientas, casas a punto de derrumbarse, gentes incultas y miserables. Los hoteles también son prisiones, separadas por altos muros, dotadas de todas las comodidades, piscina, amplias habitaciones, abundante comida, aire acondicionado que son normales en los países de origen, pero desconocidas para los naturales.
Encerrados allí dentro, viendo, sin ver, sólo un país que hace mucho que desapareción, fascinados por el paísajes, pero olvidando a los que habitan en él, similares a sus ojos a los insectos, invisibles a menos que molesten, el turista nunca llega a emprender su viajes, la música que escucha es la misma que en su país, las lenguas familiares, la comida conocida y sabrosa, las diversiones las esperadas, el exotismo, el de la fiesta de disfraces, su información, la filtrada oficialmente.
Volverá a su patria, con una sonrisa en la boca. Optimista, seguro del futuro. El mundo es un remanso de paz, no hay tensiones entre las diferentes culturas, todas son iguales, la misma.
Idénticas a la mía, a mi terruño, la única que conozco, la única que me preocupo en conocer.
Se les encierra en los cruceros, los cuales marchan en fila, uno tras otros, una armada del placer, a lo largo del cauce, parándose todos buques a la misma hora y en el mismo sitio, para ocupar uno de los templos que jalona la ruta, y atronar su espacio con el estruendo de las voces, apestarlo con el hedor de los cuerpos.
Ése es todo el Egipto que ven, el de las visitas programadas y apresuradas, el casi tampoco ven, abrumados por el calor, aplastado por el sol, confundidos por la ignorancia de los guías. Excepto esos momentos, siguien viviendo en el país del que partieron, no en Egipto.
El crucero es una cárcel, de la cual está prohibido salir, incluso cuando se atraca, porque fuera espera el peligro, porque fuera no hay nada excepto calles polvorientas, casas a punto de derrumbarse, gentes incultas y miserables. Los hoteles también son prisiones, separadas por altos muros, dotadas de todas las comodidades, piscina, amplias habitaciones, abundante comida, aire acondicionado que son normales en los países de origen, pero desconocidas para los naturales.
Encerrados allí dentro, viendo, sin ver, sólo un país que hace mucho que desapareción, fascinados por el paísajes, pero olvidando a los que habitan en él, similares a sus ojos a los insectos, invisibles a menos que molesten, el turista nunca llega a emprender su viajes, la música que escucha es la misma que en su país, las lenguas familiares, la comida conocida y sabrosa, las diversiones las esperadas, el exotismo, el de la fiesta de disfraces, su información, la filtrada oficialmente.
Volverá a su patria, con una sonrisa en la boca. Optimista, seguro del futuro. El mundo es un remanso de paz, no hay tensiones entre las diferentes culturas, todas son iguales, la misma.
Idénticas a la mía, a mi terruño, la única que conozco, la única que me preocupo en conocer.
miércoles, 25 de mayo de 2005
En el valle del Nilo (y 1)
Cerca de Asuán, el valle del Nilo es muy estrecho y las arenas del desierto casi llegan a la orilla. Frente a uno, si se navega por el río, Egipto se convierte en una pintura abstracta. El negro profundo de las aguas, el turquesa de las zonas cultivadas, el oro del desierto, el azul inmutable de los cielos. Cuatro estrechas franjas en las que desarrollarse la comedia humana.
¿Cómo eran, qué pensaban aquellas gentes? En aquel tiempo no había dioses celosos y universales, que reclamasen el dominio del mundo y urgiesen a los suyos a conquistarlo para sí. Cada ciudad tenía sus propios dioses, suyos y de ninguna otra, cuya misión era proteger y defender a sus hijos frente a los de los otros dioses. Adorados y representados en cientos de formas y encarnacionas, distintas en cada población, pero que a los habitantes de aquel pasado no les provocaban extrañeza, puesto que reconocían en ellos a las mismas ideas en las que creían, y ante las que no les importaba arrodillarse.
Cientos de dioses y cientos de génesis para explicar el mundo. Todos contradictorios, todos excluyentes, todos paradójicos, pero que la gente de aquellos tiempos no intentaba rechazar para quedarse con uno, sino que tomaba de aquí y de allá lo que más le interesaba, buscaba integrarlo para conseguir algo nuevo, algo más completo, algo más cercano a esa esencia de la divinidad
Entra ellas, la teogonía de Heliopolis, la de su dios/padre Toth, que imagino primero todas las cosas del mundo antes de que existieran y que las que fue creando con sólo pronunciar su nombre. El poder tremendo de la palabra escrita, del jeroglifico (hieros-glifos, dibujo sagrado) capaz de tomar vida propia por si solo, y que llevo a los egipcios a desmembrar en las inscripciones de las tumbas todos los signos que representaban animales peligrosos, para que no cobrasen vida y dañasen al difunto.
El mismo afán que les llevo a cubrir cada centímetro de los templos con imágenes que recogían cada detalle del mundo, de forma que al leerlos se recrease el mundo y se mantuviese un día más, sin que hiciese falta necesario leerlos, que solamente el estar en el templo sirviera de garantía para el universo, que duraría mientras los templos se mantuvieran en pie.
Pero este es el arte oficial, el arte destinado para los dioses, para su vicario el faráon, para sus servidores los sacerdotes. El arte de la propaganda, ante el cual los turistas se amontonan, son amontonados, sin entender una palabra.
Hay otro arte, basta apartarse un poco de los itinerarios normales, basta acercarse a la colonia de artistas en el valle de los reyes, o las tumbas de los nobles, para encontrar allí, enterrada, petrificada, hecha eterna, la vida cotidiana de esas gentes, la vida que esperaban seguir disfrutando tras la muerte.
Los frescos jardines, los tranquilos estanques, las danzarinas, los músicos y sus intrumentos, la comida al fresco de la tarde, las actividades cotidianas, la cosecha, la siembra, el pastoreo del ganado, la fabricación del pan y la cerveza, la pesca en el río y la caza en los cañaverales, los aves acuáticas en los juncales, los peces nadando en el río.
Casi más real que el mundo de afuera.
¿Cómo eran, qué pensaban aquellas gentes? En aquel tiempo no había dioses celosos y universales, que reclamasen el dominio del mundo y urgiesen a los suyos a conquistarlo para sí. Cada ciudad tenía sus propios dioses, suyos y de ninguna otra, cuya misión era proteger y defender a sus hijos frente a los de los otros dioses. Adorados y representados en cientos de formas y encarnacionas, distintas en cada población, pero que a los habitantes de aquel pasado no les provocaban extrañeza, puesto que reconocían en ellos a las mismas ideas en las que creían, y ante las que no les importaba arrodillarse.
Cientos de dioses y cientos de génesis para explicar el mundo. Todos contradictorios, todos excluyentes, todos paradójicos, pero que la gente de aquellos tiempos no intentaba rechazar para quedarse con uno, sino que tomaba de aquí y de allá lo que más le interesaba, buscaba integrarlo para conseguir algo nuevo, algo más completo, algo más cercano a esa esencia de la divinidad
Entra ellas, la teogonía de Heliopolis, la de su dios/padre Toth, que imagino primero todas las cosas del mundo antes de que existieran y que las que fue creando con sólo pronunciar su nombre. El poder tremendo de la palabra escrita, del jeroglifico (hieros-glifos, dibujo sagrado) capaz de tomar vida propia por si solo, y que llevo a los egipcios a desmembrar en las inscripciones de las tumbas todos los signos que representaban animales peligrosos, para que no cobrasen vida y dañasen al difunto.
El mismo afán que les llevo a cubrir cada centímetro de los templos con imágenes que recogían cada detalle del mundo, de forma que al leerlos se recrease el mundo y se mantuviese un día más, sin que hiciese falta necesario leerlos, que solamente el estar en el templo sirviera de garantía para el universo, que duraría mientras los templos se mantuvieran en pie.
Pero este es el arte oficial, el arte destinado para los dioses, para su vicario el faráon, para sus servidores los sacerdotes. El arte de la propaganda, ante el cual los turistas se amontonan, son amontonados, sin entender una palabra.
Hay otro arte, basta apartarse un poco de los itinerarios normales, basta acercarse a la colonia de artistas en el valle de los reyes, o las tumbas de los nobles, para encontrar allí, enterrada, petrificada, hecha eterna, la vida cotidiana de esas gentes, la vida que esperaban seguir disfrutando tras la muerte.
Los frescos jardines, los tranquilos estanques, las danzarinas, los músicos y sus intrumentos, la comida al fresco de la tarde, las actividades cotidianas, la cosecha, la siembra, el pastoreo del ganado, la fabricación del pan y la cerveza, la pesca en el río y la caza en los cañaverales, los aves acuáticas en los juncales, los peces nadando en el río.
Casi más real que el mundo de afuera.
lunes, 23 de mayo de 2005
Los ojos de los muertos (y 2)
En la misma exposición de la que hablaba antes, había otro objeto curioso. Una muñena hecha de cuerda enrollada, apenas un monigote con piernas y brazos cilíndricos, con un cuerpo también cilíndrico,con un engrosamiento por cabeza y unas cuantas cuentas azules simulando el cabello.
Tan humilde, tan falto de intencionalidad, tan prescindible, si no fuera por su antigüedad.
¿Para quién se hizo? ¿Por que se hizo?
¿Era un amuleto? ¿Alqo que se llevase siempre sobre sí, confiando que te protegiera? ¿Algo que no podía perderse, casi más valioso que la vida, porque traería la desgracia?
¿Era un hechizo? ¿La representación de otra persona? ¿Un medio de obligarla a que accediera a tus deseos? ¿La única forma de conseguir que lo imposible se transformara en posible?
¿Era lo que parece ser? ¿Una muñeca? ¿Un objeto creado con cariño y regalado también con ese mismo cariño? ¿Algo que ya de mayor, se contemplase con emoción, al encontrarlo de repente?
Fuera lo que fuera, sabemos donde ha sido encontrado. En una tumba, como casi todo lo que nos ha legado el antiguo Egipto.
Enterrado junto a su dueño, para que éste pudiera seguir disfrutando de ellos en el más allá, o para que le abriese las puertas cerradas en esta vida.
O bien depositado junto a la tumba de alguien cercano, como ofrenda, como medio de comunicación, como vía de mantenerse en contacto con los que ya habían desaparecido, para mostrar que se seguía pensando en ellos, para reclamar su ayuda en este mundo.
Tan humilde, tan falto de intencionalidad, tan prescindible, si no fuera por su antigüedad.
¿Para quién se hizo? ¿Por que se hizo?
¿Era un amuleto? ¿Alqo que se llevase siempre sobre sí, confiando que te protegiera? ¿Algo que no podía perderse, casi más valioso que la vida, porque traería la desgracia?
¿Era un hechizo? ¿La representación de otra persona? ¿Un medio de obligarla a que accediera a tus deseos? ¿La única forma de conseguir que lo imposible se transformara en posible?
¿Era lo que parece ser? ¿Una muñeca? ¿Un objeto creado con cariño y regalado también con ese mismo cariño? ¿Algo que ya de mayor, se contemplase con emoción, al encontrarlo de repente?
Fuera lo que fuera, sabemos donde ha sido encontrado. En una tumba, como casi todo lo que nos ha legado el antiguo Egipto.
Enterrado junto a su dueño, para que éste pudiera seguir disfrutando de ellos en el más allá, o para que le abriese las puertas cerradas en esta vida.
O bien depositado junto a la tumba de alguien cercano, como ofrenda, como medio de comunicación, como vía de mantenerse en contacto con los que ya habían desaparecido, para mostrar que se seguía pensando en ellos, para reclamar su ayuda en este mundo.
domingo, 22 de mayo de 2005
Los ojos de los muertos (y 1)
Hasta esta mañana, en el madrileño cuartel del conde duque, podía verse una exposición titulada, muy evocadoramente, Azules egipcios, dedicada en su mayor parte a objetos del antiguo Egipto, fabricados en cerámica vidriada de ese color.
Sin embargo, entre las piezas, ha venido un ejemplo de uno de los grandes enigmas de la historía y la arqueología, los retratos del Fayyum, realizados en Egipto durante la época romana. Enigma no en el sentido de misterio o leyenda, sino por el impacto emocional que presentan sobre nosotros, los espectadores de dos mil años después.
Los aficionados al arte, estamos aconstumbrados a la estatuaria oficial, a la pintura propándistica, aquella que idealiza y transfigura para transmitir una ideología, la del poder establecido. Erróneamente, que estas pizas sean las únicas que hayan permanecido tras milenios, nos hace creer que todo el arte es así, envarado, normativo, significante.
Hasta que nos encontramos con esto.
Los rostros de desconocidos, de personas olvidadas con el tiempo, que ha sido retratadas en toda su humanidad, en la fealdad que compartimos todos los humanos, en lo anodino de nuestros rostros. Tratados con un estilo sumario, casi impresionista, que provoca, por su inmediatez, la sensación de estar frente a esa persona, como si los milenios no hubiesen transcurrido. Impresión acrecentada por que nos miran directamente a los ojos, con los suyos muy abiertos, a punto de hablarnos, como pidiéndonos una respuesta que ellos no han encontrado, que nosotros no tenemos.
Los muertos nos miran. Estas pinturas no fueron pensadas para ser vistas por los vivos. Es cierto que muchas fueron realizadas en vida de los hombres que las encargaron, e incluso fueron expuestas en sus casas, pero sólo como recuerdo permanente de la muerte cercana. El día en que sus propietarios fallecierán, estas imágenes se depositarían sobre sus momias y enterradas con ellas. en un lugar donde sólo los seres del mundo podrían contemplarlas.
Y ahora nosotros los miramos, desde detrás del cristal protector de la vitrina.
¿Quiénes están realmente muertos? ¿Nosotros o ellos?
Sin embargo, entre las piezas, ha venido un ejemplo de uno de los grandes enigmas de la historía y la arqueología, los retratos del Fayyum, realizados en Egipto durante la época romana. Enigma no en el sentido de misterio o leyenda, sino por el impacto emocional que presentan sobre nosotros, los espectadores de dos mil años después.
Los aficionados al arte, estamos aconstumbrados a la estatuaria oficial, a la pintura propándistica, aquella que idealiza y transfigura para transmitir una ideología, la del poder establecido. Erróneamente, que estas pizas sean las únicas que hayan permanecido tras milenios, nos hace creer que todo el arte es así, envarado, normativo, significante.
Hasta que nos encontramos con esto.
Los rostros de desconocidos, de personas olvidadas con el tiempo, que ha sido retratadas en toda su humanidad, en la fealdad que compartimos todos los humanos, en lo anodino de nuestros rostros. Tratados con un estilo sumario, casi impresionista, que provoca, por su inmediatez, la sensación de estar frente a esa persona, como si los milenios no hubiesen transcurrido. Impresión acrecentada por que nos miran directamente a los ojos, con los suyos muy abiertos, a punto de hablarnos, como pidiéndonos una respuesta que ellos no han encontrado, que nosotros no tenemos.
Los muertos nos miran. Estas pinturas no fueron pensadas para ser vistas por los vivos. Es cierto que muchas fueron realizadas en vida de los hombres que las encargaron, e incluso fueron expuestas en sus casas, pero sólo como recuerdo permanente de la muerte cercana. El día en que sus propietarios fallecierán, estas imágenes se depositarían sobre sus momias y enterradas con ellas. en un lugar donde sólo los seres del mundo podrían contemplarlas.
Y ahora nosotros los miramos, desde detrás del cristal protector de la vitrina.
¿Quiénes están realmente muertos? ¿Nosotros o ellos?
viernes, 20 de mayo de 2005
Der Führer kommt!
Unos años más tarde de Leute am Sonntag, otra película quasi-documental ´se proyectaba en las patallas alemanas, se trataba de Der Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad)de Leni Riefenstahl.
Llamarlo documental sería otorgarle una categoría que no tiene. En Leute am Montag siempre conocíamos cuando la cámara espiaba furtivamente la sociedad dec su tiempo y cuando se estaba procediendo a representar la realidad, en Der Triumph der Wille, todo estaba orquestado desde un principio, preparado para conseguir un efecto operístico, hasta las manifestaciones de júbilo popular, de forma que la película se transformaba en la representación de una representación, en un manifiesto político que pretendía substituir la realidad engañando al público con la supuesta objetividad de las imágenes, con la sinceridad de la cámara.
Nada hay más falso que una imagen, puesto que tras ellas siempre hay un ojo que mira, una inteligencia que escoge y desdeña, una intencionalidad que manipula.
No existe mejor ejemplo, que las imágenes del principio. La tesis de los nazis era que su movimiento era Alemania, que nada había más alemán que ellos y que todo lo alemán estaba comprendido en su ideología. Su ascenso al poder era inevitable, así lo había decidido el destino. Por ello toda la historia alemana, la cultura alemana por entero, llevaban forzadamente al nazismo, guardaban en sí su germen, prevaraban su advenimiento... y cualquier ejemplo, por pequeño que fuera, que pudiera contradecirlo, debía ser eliminado, arrancado de raíz, puesto que no podía ser alemán.
De este modo, a Leni y al movimiento, no les bastaba con mostrar a las multitudes alborazadas aclamando al Führer, ese epítome de todo lo alemán. Las piedras debían mostrar su entusiasmo, las estatuas debían volverse a su paso, los animales presentir la presencia del ser superior que todo lo gobernaba.
Tantas veces se repitió, que todos acabarón por creerlo, incluso aquellos alemanes que odiaban a Hitler y a pesar de eso amaban a su patria.
El nazismo sólo podía haber nacido en Alemania, sólamente Alemania podía haber creado el nazismo. Así ha quedado establecido.
De algún modo, él ha ganado la guerra.
jueves, 19 de mayo de 2005
Leute am Sonntag (y3)
Dos estremecimientos.
Lo que hay en la pantalla, aunque aparentemente tan cercano y real, tan cotidiano y confundible, son sólo sombras, espectros de personas largo tiempo muertas, tan olvidadas como los difuntos de hace milenios.
Tan muertos como los espectros andantes que, desde mi ventana, caminan por esta mi ciudad. Tan muertos como el reflejo que me devuelve el espejo.
Aún así parecen felices. Caminan, las sombras del pasado, las sombras del presenta, ajenas a su destino, cuidándose sólo de sus afanes coitidanos, preocupándose únicamente del círculo en el que han sido inscritos, satisfechos de esas nimiedas, como si quisieran ser una lección al mundo.
Pero no soy un turista en mi propia ciudad. Sé que detras del orden, de la armonía de las multitudes, se ocultan las tragedias y las miserias, y que por mucho que quiera engañarme, en todos los lugares será igual, en todos habrá disfraces de paraísos que ocultan destierros.
Tampoco soy un ignorante en historia, aquellas multitudes satisfechas que recorren el Berlín, preocupadas simplemente de pasear el domingo, de ir de Picnic, de bailar y reír, no durarán. El verano de Weimar está punto de terminar, el invierno de la crisis y el nazismo está cerca. Pronto, los grupos de paseantes, en busca del amor, serán substituidos por las columnas de soldados, cuya marcha hará retemblar las calles de toda Europa, portarán el odio y la destrucción por todo el continente, hasta que el reflujo la devuelva a Alemania, para convertirla en un inmenso campo de ruinas.
¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros? ¿Qué diferencia hay entre lo que veo desde mi ventana y lo que veo en la pantalla?
¿Qué puede surgir de esta mi tierra?
Lo que hay en la pantalla, aunque aparentemente tan cercano y real, tan cotidiano y confundible, son sólo sombras, espectros de personas largo tiempo muertas, tan olvidadas como los difuntos de hace milenios.
Tan muertos como los espectros andantes que, desde mi ventana, caminan por esta mi ciudad. Tan muertos como el reflejo que me devuelve el espejo.
Aún así parecen felices. Caminan, las sombras del pasado, las sombras del presenta, ajenas a su destino, cuidándose sólo de sus afanes coitidanos, preocupándose únicamente del círculo en el que han sido inscritos, satisfechos de esas nimiedas, como si quisieran ser una lección al mundo.
Pero no soy un turista en mi propia ciudad. Sé que detras del orden, de la armonía de las multitudes, se ocultan las tragedias y las miserias, y que por mucho que quiera engañarme, en todos los lugares será igual, en todos habrá disfraces de paraísos que ocultan destierros.
Tampoco soy un ignorante en historia, aquellas multitudes satisfechas que recorren el Berlín, preocupadas simplemente de pasear el domingo, de ir de Picnic, de bailar y reír, no durarán. El verano de Weimar está punto de terminar, el invierno de la crisis y el nazismo está cerca. Pronto, los grupos de paseantes, en busca del amor, serán substituidos por las columnas de soldados, cuya marcha hará retemblar las calles de toda Europa, portarán el odio y la destrucción por todo el continente, hasta que el reflujo la devuelva a Alemania, para convertirla en un inmenso campo de ruinas.
¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros? ¿Qué diferencia hay entre lo que veo desde mi ventana y lo que veo en la pantalla?
¿Qué puede surgir de esta mi tierra?
miércoles, 18 de mayo de 2005
Leute am Sonntag (y 2)
Hablaba anteriormente de la aparente falta de intencionalidad política de esta cinta, lo cual entra en contradicción con el hecho que la mayoría de sus creadores terminarían sus carreras en EEUU huyendo de la dictadura nazi. Evidentemente, no estamos tratando con un grupo de formalistas apolíticos que sólo se preocupan de reflejar la realidad, tal y cual es, o como la imaginan, sin intentar ver que hay más allá de las imágenes que capturan. Algo no casa en todo esto. No es el tipo de cine que esperaríamos de gente comprometida.
Esta paradoja tiene fácil solución. Al contrario de muchas cintas que se anuncián hoy en día como comprometidas, en las que un mensaje avanzado se ilustra con formas manidas, el ideario político de esta película se encuentra en su forma y estructura. Se trata de construir un cine para el pueblo y por el pueblo, creado por esa misma masa anónima y apreciado por esa misma masa, un cine que refleje la realidad y los problemas cotidianos, las vivencias y decepciones del hombre corriente.
Un cine que no busque el aplauso de autroproclamados círculos selectos o encerrarse en altas torres de márfil. Un cine que contenga el orgullo de la gente corriente, pero que no sea forzadamente proletario, gozoso en la bajeza y la vulgaridad, como muchas cintas de hoy en día. Sólo los ricos, los hijos de papá, los hastiados del lujo y la facilidad, encuentran placer en revolcarse en el barro y presumir luego de ello, una vez que vuelven a sus mansiones, mientras que aquellos que viven en la misería el día entero, sólo piensan en huir de ella.
Sueños. Sueños. Sueños. El trabajador, tras una dura jornada, no desea encontrarse de nuevo con su vida, no quiere que vuelvan a hurgar en la herida de su vida sin sentido, sin salidas, sin esperanzas, de la que existencia que malgasata día a día.
Así que al final, sólo vieron la película aquellos círculos selectos de los que se quería huir, y los mismos autores se construyeron su propia cárcel de oro. El público al que querían hablar les dio las espalda.
Su experimento se reveló un huevo huero.
Esta paradoja tiene fácil solución. Al contrario de muchas cintas que se anuncián hoy en día como comprometidas, en las que un mensaje avanzado se ilustra con formas manidas, el ideario político de esta película se encuentra en su forma y estructura. Se trata de construir un cine para el pueblo y por el pueblo, creado por esa misma masa anónima y apreciado por esa misma masa, un cine que refleje la realidad y los problemas cotidianos, las vivencias y decepciones del hombre corriente.
Un cine que no busque el aplauso de autroproclamados círculos selectos o encerrarse en altas torres de márfil. Un cine que contenga el orgullo de la gente corriente, pero que no sea forzadamente proletario, gozoso en la bajeza y la vulgaridad, como muchas cintas de hoy en día. Sólo los ricos, los hijos de papá, los hastiados del lujo y la facilidad, encuentran placer en revolcarse en el barro y presumir luego de ello, una vez que vuelven a sus mansiones, mientras que aquellos que viven en la misería el día entero, sólo piensan en huir de ella.
Sueños. Sueños. Sueños. El trabajador, tras una dura jornada, no desea encontrarse de nuevo con su vida, no quiere que vuelvan a hurgar en la herida de su vida sin sentido, sin salidas, sin esperanzas, de la que existencia que malgasata día a día.
Así que al final, sólo vieron la película aquellos círculos selectos de los que se quería huir, y los mismos autores se construyeron su propia cárcel de oro. El público al que querían hablar les dio las espalda.
Su experimento se reveló un huevo huero.
martes, 17 de mayo de 2005
Zipang (y 2)
(Gran Questión: Día tras día, Semana tras semana, un mismo lector entre en esta página y yo me pregunto porqué. ¿Tanto le ha gustado? ¿Lo tiene como ejemplo del horror literario? ¿Está por defecto en su navegador? Respuestas quiero....)
Hace ya más de 20 años una película americana, El final de la cuenta atrás, especulaba con la posibilidad de que un portaaviones atómico de los Estados Unidos, realizase un viaje en el tiempo y terminase justo el día del ataque a Pearl Harbour.
Por supuesto, en esta cinta, no había dilemas morales. Desde antes de comenzar la película estaba claro que el navío intervendría activamente en la batalla, simplemente para borrar de la historia el día de la infamia, como se denominó en la propaganda de la época. Así lo exigía el patriotismo de la tripulación. Así lo demandaba su conciencia de estar en el bando de los buenos.
En la serie que comento, es un crucero nuclear japonés, el Mirai (Futuro en castellano), el que es trasladado al torbellino de la segunda guerra mundial, concretamente a la batalla de Midway, la que cambió el curso de la contienda. Nuevamente se plantea el dilema de intervenir o de no intervenir, sólo que esta vez ninguna opción es completamente blanca o negra.
Patriotismo y entrenamiento les fuerzan, como a sus homólogos americanos, a participar activamente, de manera que eviten la derrota y la humillación de su patria... pero ¿por qué patria estarían luchando? Tanto el Japón como la Alemania moderna, democráticos y respetados, son resultado de la derrota absoluta en la Segunda Guerra Mundial, derrotas tan completas que les hicieron abandonar cualquier tentación de revancha en un futuro conflicto, y arrumbar los elementos de sus respectivas sociedades que les llevaban al militarismo, al imperialismo y al fascismo.
Si la tripulación del Mirai interviniese a favor de su país en la contienda, no estarían combatiendo por el Japón del siglo XXI, sino por el Japón imperial de principios del siglo XX. Un Japón que, no lo olvidemos, constituía una dictadura de partido único, donde se adoctrinaba a las nuevas generaciones para cumplir un destino manifiesto, mediante la agresión y la guerra, que debía traducirse en la conquista de Asia y en la expulsión de las potencias Europeas.
Grandes palabras, la liberación de Asia del colonialismo, que hicieron dudar a muchos, en Indochina, en Indonesia, en la India, en las Filipinas, de cual era su bando en la Sgunda Guerra Mundial. Grandes palabras que pronto se tornaron huecas, como aprendieron a su pesar los pueblos de los territorios "liberados". Japón no estaba luchando por la libertad y contra la opresión, Japón estaba luchando por obtener los recursos y las materias primas de las que no disponía, con lo que todos los países bajo su mandato fueron organizados para satisfacer las necesidades de la potencia ocupante, sin que importase lo más mínimo el destino de los pueblos sojuzgados.
Mo exagero. Antes de atacar a EEUU y a Inglaterra, Japón había desencadenado en 1937 una guerra salvaje contra China, uno de los pocos países asiaticos independientes, que desembocó en el infame saqueo de Nankin, donde en una semana fueron asesinadas entre 100.000 y 500.000 personas. Ya antes Corea y Manchuria había experimentado los efectos beneficiosos de la "liberación" japonesa, en forma de prohibición de su cultura y lengua, y de uso de su población como mano de obra esclava, e incluso en experimentos médicos dignos de la Alemania nazi.
En el manga original, la decisión de la tripulación es a favor del Japón Imperial, un Japón imperial idílico, del cual se han eliminado todas las referencias a las atrocidades cometidas por el ejército y ordenadas desde los más alto del gobierno Japonés. No es extraño esta ceguera, pues esa misma amnesia tienen lugar en la educación de la juventud japonesa, donde se ha ocurrido un tupido velo sobre la actuación de su país, su patria, en la segunda Guerra Mundial.
¿Cuál será la decisión en el anime de la tripulación de la Mirai?
¿A quién debe servir tu patriotismo?
Hace ya más de 20 años una película americana, El final de la cuenta atrás, especulaba con la posibilidad de que un portaaviones atómico de los Estados Unidos, realizase un viaje en el tiempo y terminase justo el día del ataque a Pearl Harbour.
Por supuesto, en esta cinta, no había dilemas morales. Desde antes de comenzar la película estaba claro que el navío intervendría activamente en la batalla, simplemente para borrar de la historia el día de la infamia, como se denominó en la propaganda de la época. Así lo exigía el patriotismo de la tripulación. Así lo demandaba su conciencia de estar en el bando de los buenos.
En la serie que comento, es un crucero nuclear japonés, el Mirai (Futuro en castellano), el que es trasladado al torbellino de la segunda guerra mundial, concretamente a la batalla de Midway, la que cambió el curso de la contienda. Nuevamente se plantea el dilema de intervenir o de no intervenir, sólo que esta vez ninguna opción es completamente blanca o negra.
Patriotismo y entrenamiento les fuerzan, como a sus homólogos americanos, a participar activamente, de manera que eviten la derrota y la humillación de su patria... pero ¿por qué patria estarían luchando? Tanto el Japón como la Alemania moderna, democráticos y respetados, son resultado de la derrota absoluta en la Segunda Guerra Mundial, derrotas tan completas que les hicieron abandonar cualquier tentación de revancha en un futuro conflicto, y arrumbar los elementos de sus respectivas sociedades que les llevaban al militarismo, al imperialismo y al fascismo.
Si la tripulación del Mirai interviniese a favor de su país en la contienda, no estarían combatiendo por el Japón del siglo XXI, sino por el Japón imperial de principios del siglo XX. Un Japón que, no lo olvidemos, constituía una dictadura de partido único, donde se adoctrinaba a las nuevas generaciones para cumplir un destino manifiesto, mediante la agresión y la guerra, que debía traducirse en la conquista de Asia y en la expulsión de las potencias Europeas.
Grandes palabras, la liberación de Asia del colonialismo, que hicieron dudar a muchos, en Indochina, en Indonesia, en la India, en las Filipinas, de cual era su bando en la Sgunda Guerra Mundial. Grandes palabras que pronto se tornaron huecas, como aprendieron a su pesar los pueblos de los territorios "liberados". Japón no estaba luchando por la libertad y contra la opresión, Japón estaba luchando por obtener los recursos y las materias primas de las que no disponía, con lo que todos los países bajo su mandato fueron organizados para satisfacer las necesidades de la potencia ocupante, sin que importase lo más mínimo el destino de los pueblos sojuzgados.
Mo exagero. Antes de atacar a EEUU y a Inglaterra, Japón había desencadenado en 1937 una guerra salvaje contra China, uno de los pocos países asiaticos independientes, que desembocó en el infame saqueo de Nankin, donde en una semana fueron asesinadas entre 100.000 y 500.000 personas. Ya antes Corea y Manchuria había experimentado los efectos beneficiosos de la "liberación" japonesa, en forma de prohibición de su cultura y lengua, y de uso de su población como mano de obra esclava, e incluso en experimentos médicos dignos de la Alemania nazi.
En el manga original, la decisión de la tripulación es a favor del Japón Imperial, un Japón imperial idílico, del cual se han eliminado todas las referencias a las atrocidades cometidas por el ejército y ordenadas desde los más alto del gobierno Japonés. No es extraño esta ceguera, pues esa misma amnesia tienen lugar en la educación de la juventud japonesa, donde se ha ocurrido un tupido velo sobre la actuación de su país, su patria, en la segunda Guerra Mundial.
¿Cuál será la decisión en el anime de la tripulación de la Mirai?
¿A quién debe servir tu patriotismo?
lunes, 16 de mayo de 2005
Natura/Antinatura
De niño, durante los últimos coletazos de la monolítica educación católica y tradicional,el argumento "ad naturam" era la manera de justificar lo que no tenía explicación, un modo como cualquier otro de evitar decir "esto es así por que sí". De este modo, tal y cual comportamiento eran buenos o malos, porque la naturaleza del hombre era así, tal y como dios lo había concebido y querido, ante cuya decisión no cabía rechistar.
Ahora, resulta extraño volver a escuchar de nuevo estos argumentos ad naturam, por supuesto, el concepto de bueno/malo ha sido sustituido por los menos estridentes de deseable/preferible, mientras que la naturaleza/dios ha sido reemplazada por la naturaleza/evolución, que como en el pasado, se convierte en un ropaje para justificar idearios preestablecidos.
Así se nos dice ¿quiénes son nuestros parientes evolutivos más cercanos? ¿Cómo son sus estructuras sociales? Tal y como sean ellos, así seremos nosotros, y se apunta a los chimpances, como los animales más cercanos al animal humano. Su estructura es un patriarcardo jerárquico, basada en el poder y en la violencia, incluso sexual, la cual se aplica sin ninguna compasión. Asímismo, la guerra, las atrocidades, los exterminios, son constantes entre ellos. Ergo, así somo nosotros, y no debemos hacer nada por reprimir esos instintos naturales, creados por la evolución para permitir nuestra supervivencia.
Pero como en toda pseudociencia, se nos oculta parte del cuadro. Nadie nos habla de los bonobos. Su estructura es la de un matriarcado y se prefiere la resolución pacífica de los conflictos, incluso, ¡oh sacrilegio! utilizando el sexo... sin olvidar que su proximidad genética al ser humano es la misma que la de los de chimpances.
Entonces... ¿quién tiene razón? ¿qué es lo que somos?
¿Chimpancés o bonobos?
O mejor dicho, ¿por qué son tan distintos? ¿Seremos nosotros también distintos a ambos?
Ahora, resulta extraño volver a escuchar de nuevo estos argumentos ad naturam, por supuesto, el concepto de bueno/malo ha sido sustituido por los menos estridentes de deseable/preferible, mientras que la naturaleza/dios ha sido reemplazada por la naturaleza/evolución, que como en el pasado, se convierte en un ropaje para justificar idearios preestablecidos.
Así se nos dice ¿quiénes son nuestros parientes evolutivos más cercanos? ¿Cómo son sus estructuras sociales? Tal y como sean ellos, así seremos nosotros, y se apunta a los chimpances, como los animales más cercanos al animal humano. Su estructura es un patriarcardo jerárquico, basada en el poder y en la violencia, incluso sexual, la cual se aplica sin ninguna compasión. Asímismo, la guerra, las atrocidades, los exterminios, son constantes entre ellos. Ergo, así somo nosotros, y no debemos hacer nada por reprimir esos instintos naturales, creados por la evolución para permitir nuestra supervivencia.
Pero como en toda pseudociencia, se nos oculta parte del cuadro. Nadie nos habla de los bonobos. Su estructura es la de un matriarcado y se prefiere la resolución pacífica de los conflictos, incluso, ¡oh sacrilegio! utilizando el sexo... sin olvidar que su proximidad genética al ser humano es la misma que la de los de chimpances.
Entonces... ¿quién tiene razón? ¿qué es lo que somos?
¿Chimpancés o bonobos?
O mejor dicho, ¿por qué son tan distintos? ¿Seremos nosotros también distintos a ambos?
domingo, 15 de mayo de 2005
Leute am Sonntag (y 1)
A finales de la época muda, un grupo de principiantes en el mundo del cine rodó Gente en domingo. Todos sin excepción y notablemente, Siodmark, Wilder y Zimmemann, se convertirían en nombres imprescindibles en la historia del cine, pero ninguno de ellos volvería a firmar algo como esta pequeña y humilde cinta.
Vista casi ochenta años despúes, esta película continúa siendo revolucionaria. En primer lugar, por tratarse de una obra colectiva, donde es casi imposible determinar quien rodó qué sección, o quién se se le ocurrió tal o cual idea. Concepto éste, el hacer desaparecer al autor, el borrarlo y esconderlo, que está en completa oposición con uno de los ídolos de nuestro tiempo, el de la autoria en el arte.
Ahora, entre nosotros, la personalidad del autor debe traslucirse hasta en el modo en que el artista se corta las uñas, como prueba de autencidad e independencia, pero, si se mira bien, no es más que un mecanismo más de nuestra sociedad de mercado, donde el cliente identifica la marca, y esta representa unas características que aportan dinero, las cuales por tanto se deben negar a los demás.
No es menos avanzada por su contenido temático y por la forma de tratarlo. Vivimos en un mundo donde el minimalismo y la austeridad, el desaliño incluso, se consideran como pruebas nuevamente de libertad y sinceridad, cuando en muchos casos, no son más que medios para hacer tragar doctrinas o embutir moralinas, tan falsas y despreciables como las que critican.
Esta película, sin embargo, no pretende nada, no intenta nada. Su anécdota es mínima, el día de descanso de unos trabajadores y el modo en que gastan su tiempo libre. No hay crítica social, no hay denuncia, no hay incursiones en la psique humana, ni en su verdadera naturaleza. Simplemente la crónica de los amores/desamores, mirada desde fuera, como espectadores, como otros paseantes de ese domingo, cuya mirada se detiene en los protagonistas un instante, para luego distraerse y perderse en otros vacíos acontecimientos de ese día de verano.
Un día de verano que termina y que no termina al mismo tiempo, que no alcanza una conclusión, ni dramática, ni humorística, puesto que sólo es un elemento más en una cadena, un domingo entre muchos domingos, una parada en la larga semana de trabajo, para luego volver a comenzar con la rutina que odiamos, pero de la que no sabemos escapar aunque se nos dé la oportunidad.
Porque al igual que estos personajes, así malgastamos todos nuestras vidas, caminando en círculos, creyendonos más o menos libres, pero todos igual de prisioneros.
Vista casi ochenta años despúes, esta película continúa siendo revolucionaria. En primer lugar, por tratarse de una obra colectiva, donde es casi imposible determinar quien rodó qué sección, o quién se se le ocurrió tal o cual idea. Concepto éste, el hacer desaparecer al autor, el borrarlo y esconderlo, que está en completa oposición con uno de los ídolos de nuestro tiempo, el de la autoria en el arte.
Ahora, entre nosotros, la personalidad del autor debe traslucirse hasta en el modo en que el artista se corta las uñas, como prueba de autencidad e independencia, pero, si se mira bien, no es más que un mecanismo más de nuestra sociedad de mercado, donde el cliente identifica la marca, y esta representa unas características que aportan dinero, las cuales por tanto se deben negar a los demás.
No es menos avanzada por su contenido temático y por la forma de tratarlo. Vivimos en un mundo donde el minimalismo y la austeridad, el desaliño incluso, se consideran como pruebas nuevamente de libertad y sinceridad, cuando en muchos casos, no son más que medios para hacer tragar doctrinas o embutir moralinas, tan falsas y despreciables como las que critican.
Esta película, sin embargo, no pretende nada, no intenta nada. Su anécdota es mínima, el día de descanso de unos trabajadores y el modo en que gastan su tiempo libre. No hay crítica social, no hay denuncia, no hay incursiones en la psique humana, ni en su verdadera naturaleza. Simplemente la crónica de los amores/desamores, mirada desde fuera, como espectadores, como otros paseantes de ese domingo, cuya mirada se detiene en los protagonistas un instante, para luego distraerse y perderse en otros vacíos acontecimientos de ese día de verano.
Un día de verano que termina y que no termina al mismo tiempo, que no alcanza una conclusión, ni dramática, ni humorística, puesto que sólo es un elemento más en una cadena, un domingo entre muchos domingos, una parada en la larga semana de trabajo, para luego volver a comenzar con la rutina que odiamos, pero de la que no sabemos escapar aunque se nos dé la oportunidad.
Porque al igual que estos personajes, así malgastamos todos nuestras vidas, caminando en círculos, creyendonos más o menos libres, pero todos igual de prisioneros.
sábado, 14 de mayo de 2005
El último de los romanos
Amiano Marcelino, historiador, militar, político, vivió en la última mitad del siglo cuarto de nuestra era, en los años finales del eterno Imperio Romano
Nació en Antioquía, la capital de la Siria Romana (ahora, curiosamente perteneciente a Turquía), la que antaño había sido orgullosa metrópoli de los reyes seleúcidas, descendientes de un general de Alejandro, y cuyo Imperio se extendía desde el mar Egeo hasta el río Indo, por toda Asia Central.
Como Antioqueño y como perteneciente a la elite, su lengua materna era el griego. Como militar romano, su lengua de trabajo era el Latín y en esa lengua escribió sus historias, aunque no era la suya propia. Primera de sus paradojas. No la última. En un mundo que derivaba hacia el cristianismo y donde esta nueva religión iba pronto a prohibir las otras, él se mantuvo pagano, fiel a los antiguos dioses. En un mundo que pronto iba a dejar de ser romano, él continuó soñando con la grandeza de Roma y confiando en su recuperación.
No a iba a ser así, sin embargo. Página tras página, sus historias describen el lento camino hacia la muerte del Imperio.
Antaño, en un tiempo que no iba a volver, el mundo se concebía en función de Roma, sólo existía aquello a donde ella dirigiese la mirada, el resto de pueblos y naciones aspiraban a ser como ella, y las guerras se libraban fuera de su Imperio, fortaleciendo a éste, haciéndolo más grande.
En el mundo de Amiano, las guerras se libran dentro del Imperio. Rutinariamente, los bárbaros invaden las provincias, las saquean y devastan. Rutinariamente, con un coste cada vez mayor, son expulsados, las ciudades reconstruidas, las fortalezas guarnecidas, pero no sirve de nada. los bárbaros volverán al año siguiente y al otro y al otro, sin que ningún medio pueda detenerles.
En este mundo de Amiano, asímismo, Roma no es el único imperio. los persas Sasánidas reinan en Irán y Mesopotamia, sueñan con restaurar el imperio de los Aquemenidas, año tras año asaltan las fronteras del Imperio, conquistan una o dos fortalezas, las vuelven a perder, y en este forcejeo consumen los recursos de Roma, impiden que se dediquen a otras tareas, abaten su prestigio.
Roma es el centro en la historia de Amiano, pero Roma no es más ya que un nombre, puesto ya no quedan romanos. Amiano procede de una provincia, los emperadores también. Los soldados que protegen el imperio son bárbaros, iguales a los bárbaros que combaten, utilizan sus mismas estrategías, blanden sus mismas armas, hablan sus mismas lenguas, comparten sus mismos ideales, tienen las mismas lealtades, adoran los mismos dioses. Es sólo cuestión de tiempo que el Imperio se disuelva por sí solo.
Así, lentamente, el Fatum (hado o destino) se convierte en el leit-motiv de la historia de Alejandro. Roma se aparta de sus tradiciones y del paganismo, y nada puede hacerse por evitarlo. El cristianismo avanza, cada vez más intolerante, y nada puede detenerlo. Los emperadores asciende al trono, prometiendo restaurar la grandeza y la justicia de Roma, pero inevitablemente se convierten en déspotas, e inevitablemente también mueren antes de vencer a sus enemigos. Bárbaros y persas son derrotados una y otra vez, pero siempre prevalecen en la última batalla, y es el Imperio el que retrocede.
Así,la pluma de Amiano, fatalista, desengañada, anota cada acontecimiento con frialdad notarial, sin emitir quejas, como si todo esto le hubiera ocurrido a otra persona, aunque él mismo estuvo presente en muchos de los sucesos narrados.
Nació en Antioquía, la capital de la Siria Romana (ahora, curiosamente perteneciente a Turquía), la que antaño había sido orgullosa metrópoli de los reyes seleúcidas, descendientes de un general de Alejandro, y cuyo Imperio se extendía desde el mar Egeo hasta el río Indo, por toda Asia Central.
Como Antioqueño y como perteneciente a la elite, su lengua materna era el griego. Como militar romano, su lengua de trabajo era el Latín y en esa lengua escribió sus historias, aunque no era la suya propia. Primera de sus paradojas. No la última. En un mundo que derivaba hacia el cristianismo y donde esta nueva religión iba pronto a prohibir las otras, él se mantuvo pagano, fiel a los antiguos dioses. En un mundo que pronto iba a dejar de ser romano, él continuó soñando con la grandeza de Roma y confiando en su recuperación.
No a iba a ser así, sin embargo. Página tras página, sus historias describen el lento camino hacia la muerte del Imperio.
Antaño, en un tiempo que no iba a volver, el mundo se concebía en función de Roma, sólo existía aquello a donde ella dirigiese la mirada, el resto de pueblos y naciones aspiraban a ser como ella, y las guerras se libraban fuera de su Imperio, fortaleciendo a éste, haciéndolo más grande.
En el mundo de Amiano, las guerras se libran dentro del Imperio. Rutinariamente, los bárbaros invaden las provincias, las saquean y devastan. Rutinariamente, con un coste cada vez mayor, son expulsados, las ciudades reconstruidas, las fortalezas guarnecidas, pero no sirve de nada. los bárbaros volverán al año siguiente y al otro y al otro, sin que ningún medio pueda detenerles.
En este mundo de Amiano, asímismo, Roma no es el único imperio. los persas Sasánidas reinan en Irán y Mesopotamia, sueñan con restaurar el imperio de los Aquemenidas, año tras año asaltan las fronteras del Imperio, conquistan una o dos fortalezas, las vuelven a perder, y en este forcejeo consumen los recursos de Roma, impiden que se dediquen a otras tareas, abaten su prestigio.
Roma es el centro en la historia de Amiano, pero Roma no es más ya que un nombre, puesto ya no quedan romanos. Amiano procede de una provincia, los emperadores también. Los soldados que protegen el imperio son bárbaros, iguales a los bárbaros que combaten, utilizan sus mismas estrategías, blanden sus mismas armas, hablan sus mismas lenguas, comparten sus mismos ideales, tienen las mismas lealtades, adoran los mismos dioses. Es sólo cuestión de tiempo que el Imperio se disuelva por sí solo.
Así, lentamente, el Fatum (hado o destino) se convierte en el leit-motiv de la historia de Alejandro. Roma se aparta de sus tradiciones y del paganismo, y nada puede hacerse por evitarlo. El cristianismo avanza, cada vez más intolerante, y nada puede detenerlo. Los emperadores asciende al trono, prometiendo restaurar la grandeza y la justicia de Roma, pero inevitablemente se convierten en déspotas, e inevitablemente también mueren antes de vencer a sus enemigos. Bárbaros y persas son derrotados una y otra vez, pero siempre prevalecen en la última batalla, y es el Imperio el que retrocede.
Así,la pluma de Amiano, fatalista, desengañada, anota cada acontecimiento con frialdad notarial, sin emitir quejas, como si todo esto le hubiera ocurrido a otra persona, aunque él mismo estuvo presente en muchos de los sucesos narrados.
viernes, 13 de mayo de 2005
Zipang (y I)
Mientras la guerra había terminado en Europa, continuaba en el Pacífico. Volveremos sobre esa guerra en otros comentarios, pero si algo caracterizó aquel conflicto fue que se trató de una guerra racista en ambos bandos, con las nefastas consecuencias que ese enfoque tuvo en el desarrollo de las operaciones... y en el trato al enemigo (incidentalmente, la otra gran guerra racista era la Alemania/URSS)
Sin embargo, terminado el conflicto, cuando los historiadores americanos escribieron la crónica de ese conflicto, muchos lo hicieron con respeto por el bando opuesto, con extrañeza y curiosidad, e incluso con cierta admiración. Matices estos que a alguno, cuando leyó de niño el relato de esa guerra, le hizo empezar a interesarse por cierto país lejano.
¿Por qué esa actitud? En primer lugar porque, desde el punto de vista americano, fue prácticamente una guerra "limpia". Un conflicto librado con aviones y buques, donde el coste humano quedaba enmascarado, aunque la pérdida de una de esas naves suponía la muerte de miles de personas. Unas batallas, casi iguales a conflictos deportivos, donde podía evaluarse la fuerza de cada equipo, estimar sus posibilidades, señalar sus errores y aciertos, para casi reconstruirlo al minuto. El paraíso, en suma, del historiador o del contertulio.
Pero no menos importante es que el Jápón ha sido el único país que se ha enfrentado con EEUU de igual a igual en un conflicto convencional... y estuvo a punto de vencerlo. Triunfo que casi se alcanzó por superioridad técnica y mejor preparación y tácticas, al menos en los primeros meses de la guerra. Mientras que el bando americano, hay que aceptarlo, fue pillado a contrapelo, sin conocer, puesto que los amarillos no podían estar a la altura de los blancos, el calibre del enemigo al que se enfrentaba.
Hay otra cuestión importante sin embargo. ¿Por qué estudiar las batallas y las guerras? Si lo que queremos fundar es una sociedad donde no haya guerras ni conflictos, ¿no sería mejor empezar por olvidarlas?
Quizás por que nos muestran demasiado acerca de la naturaleza de nuestras acciones, no en el sentido de sacar lo peor que hay en nosotros, si no en uno más sútil.
Me explico.
Antaño, las guerras parecían el depoorte de sus generales y estos, dioses que trazaban los planes de campaña en su cabeza, daban cuerda a los ejércitos y los dejaban enfrentarse sobre los mapas, para obtener un resultado completamente prefijado y decidido, algo que una simulación por ordenador podía haber predicho sin necesidad del combate.
Sin embargo, si algo muestra un profundo estudio de es hasta que punto el azar y la causalidad gobiernan nuestras vidas. Los planes dejan de tener validez en cuanto suena el primer disparo, la información que llega a los generales y oficiales es confusa y contradictoria, los preparativos se revelan equivocados. El resultado de una escaramuza, de una batalla, de una guerra, puede depender del pánico repentino de una unidad, del extravío de otra, de la indecisión de una tercera. Luego los historiadores intentarán encontrar un orden donde no lo hubo, cuando la única verdad es que no somos dueños de nuestros propios destinos, que somos esclavos del azar.
Así aquélla radiante mañana de junio del 42, en la batalla de Midway ilustrada en las capturas, Japón estaba ganando la segunda guerra mundial, pero en apenas tres minutos, debido a una sucesión de errores y casualidades fuera del control de ambos bandos, sus posibilidades se fueron al traste. En vez de una guerra corta y gloriosa, Japón tendría que enfrentarse a una guerra larga y cruel, que culminaría en los dos hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
Por ahora basta, volvéremos a este tema próximamente.
jueves, 12 de mayo de 2005
Un poco menos de obscuridad...
En estos últimos días se ha conmemorado el final de la segunda guerra mundial en Europa.
De entre todos los datos, hay uno que siempre me ha estremecido. De todos los libros en las bibliotecas alemanas, un 25 por ciento fueron destruidos y un cincuenta por ciento quedo dañado irremediablemente, entre ellos papiros, manuscritos medievales, incunables, piezas únicas. Tesoros que fueron arrebatados a toda la humanidad
No sólo por los bombardeos, o los combates, sino por la propia estupidez y fanatismo de los nazis, como el caso del comandante de la ciudad de Breslau que resistió el asedio ruso, durante abril del 45, cuando la guerra estaba perdida, sólo por la fe en el destino manifiesto de Alemania y su Füher, ordeno que los libros de la biblioteca universitaria se arrojaran al río Oder.
La misma extraña sensación que se siente al pasear por las ciudades alemanas y ver como el tejido urbano del pasado, las estrechas callejuelas y las casas de tejados apuntados, ha sido arado por las bombas y reemplazado por amplias avenidas y altos rascacielos.
Pero nunca hay que olvidar quién empezo la guerra y con qué propósito. Y como todo el odio que despertaron en el resto del mundo se volcó sobre Alemania y los alemanes.
Nunca.
Porque si lo olvidamos, ellos habrán vencido.
De entre todos los datos, hay uno que siempre me ha estremecido. De todos los libros en las bibliotecas alemanas, un 25 por ciento fueron destruidos y un cincuenta por ciento quedo dañado irremediablemente, entre ellos papiros, manuscritos medievales, incunables, piezas únicas. Tesoros que fueron arrebatados a toda la humanidad
No sólo por los bombardeos, o los combates, sino por la propia estupidez y fanatismo de los nazis, como el caso del comandante de la ciudad de Breslau que resistió el asedio ruso, durante abril del 45, cuando la guerra estaba perdida, sólo por la fe en el destino manifiesto de Alemania y su Füher, ordeno que los libros de la biblioteca universitaria se arrojaran al río Oder.
La misma extraña sensación que se siente al pasear por las ciudades alemanas y ver como el tejido urbano del pasado, las estrechas callejuelas y las casas de tejados apuntados, ha sido arado por las bombas y reemplazado por amplias avenidas y altos rascacielos.
Pero nunca hay que olvidar quién empezo la guerra y con qué propósito. Y como todo el odio que despertaron en el resto del mundo se volcó sobre Alemania y los alemanes.
Nunca.
Porque si lo olvidamos, ellos habrán vencido.
miércoles, 11 de mayo de 2005
Leyendo a Flaubert
Si, alguna vez, se crease un Santo de los desengañados y los escépticos, no se me ocurre nadie mejor que Flaubert, ese solterón normando, harto de todo y descréido de todo.
Esto viene a cuento de que, cada mañana, me enfrasco en la lectura de esa novela suya incabada, Bouvard et Pecuchet, donde página tras página se destruye cualquier actividad intelectual humana, entiéndase ciencia, filosofía, política o arte, demostrando que esos afanes y sus resultados no son otra cosa que cavar en el mar....algo con lo que nos entretenemos mientra pasa la vida...
Sin embargo, nuestro solterón normando, es demasiado inteligente, lúcido casi hasta el suicidio, así que cuando nuestros protagonistas han recorrido todo el ámbito del saber humano, los introduce en otras actividades, extrañamente parecidas a las de nuestro alocado mundo moderno, la búsqueda del sexo, la pasión por lo paranormal... con el mismo resultado que en sus otras empresas, el fracaso y la amargura...
Quizás esto hace tan actual a esta novela. Que en nuestro mundo, en nuestra cultura, se proclaman unos valores y la necesidad de seguirlos, pero esta novela de hace cien años ya estaba de vuelta de todos... incluso de lo que hubiera de venir
Esto viene a cuento de que, cada mañana, me enfrasco en la lectura de esa novela suya incabada, Bouvard et Pecuchet, donde página tras página se destruye cualquier actividad intelectual humana, entiéndase ciencia, filosofía, política o arte, demostrando que esos afanes y sus resultados no son otra cosa que cavar en el mar....algo con lo que nos entretenemos mientra pasa la vida...
Sin embargo, nuestro solterón normando, es demasiado inteligente, lúcido casi hasta el suicidio, así que cuando nuestros protagonistas han recorrido todo el ámbito del saber humano, los introduce en otras actividades, extrañamente parecidas a las de nuestro alocado mundo moderno, la búsqueda del sexo, la pasión por lo paranormal... con el mismo resultado que en sus otras empresas, el fracaso y la amargura...
Quizás esto hace tan actual a esta novela. Que en nuestro mundo, en nuestra cultura, se proclaman unos valores y la necesidad de seguirlos, pero esta novela de hace cien años ya estaba de vuelta de todos... incluso de lo que hubiera de venir