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miércoles, 1 de diciembre de 2021

Russkiy kovcheg (El arca rusa, 2002) Aleksandr Sokúrov

Russkiy kovcheg (El arca rusa), dirigida en 2002 por el director ruso Aleksandr Sokúrov, es una obra de la que había decidido que no me iba a gustar.  Sí, soy así de prejuicioso, mala costumbre que me ha llevado a perderme demasiadas cosas... o a encontrarlas cuando ya no me servían para nada. Si al final me animé a verla fue porque Sokúrov es autor de una obra maestra incontestable: Mat i syn (Madre e hijo, 1996). De alguien que había firmado una obra de ese calibre podían esperarse, como poco, una obra interesante, no una mala.

¿A qué se debían mis aprensiones? De esta película se subrayaban dos elementos centrales: el haber sido rodada en un plano secuencia único y el constituir un viaje por un edificio no menos esencial en la cultura europea, el Ermitage. Ese palacio no fue sólo la residencia de los zares durante los siglos XVIII y XIX -corazón del Imperio Ruso en su época de mayor occidentalización-, sino que ahora es un museo de dimensiones inabarcables, auténtica cápsula del tiempo de esa misma civilización europea. Son esos dos subrayados los que me disgustaban. El estilístico, por su carácter de mero ejercicio de estilo, de hazaña cuyo valor se extinguía con el haberlo conseguido, sin tener nada que aportar al contenido que ilustraba. El contenido, por el peligro de de convertirse en anodina guía turística, mero sacar de paseo las mejores piezas, arropadas por innumerables datos, pero sin responder a la pregunta más acuciante: ¿de qué nos sirven? ¿Por qué deberíamos admirarlas?

Sin embargo, mis temores eran infundados. Sokúrov es un cineasta obsesionado por la historia. En concreto, por el contraste inherente a la imagen, normalmente falsa y distorsionada, que una época determinada tiene por las pasadas. No es extraño, por tanto, que tres de sus películas se adentrasen en la intimidad de personajes centrales del siglo XX: Hitler, Lenin e Hirohito. No para construir sus biografías, ni analizar/enjuiciar sus acciones, sino para poner de manifiesto su banalidad. Esa misma banalidad del mal que permite que los mayores criminales, vistos desde la cercanía, se confundan con personas cualesquiera, tan impotentes, tan intrascendentes y tan aburridas como el menor de sus súbditos y sirvientes. Humanidad compartida que puede nublar nuestro juicio y movernos a disculparlos.

Russkiy kovcheg es, por tanto, una película histórica. Una que muestra, de manera alegórica y lateral, una época que no pasó de ser una excepción en la historia rusa, al menos para Sokúrov: el momento en que ese país intento ser parte de Europa, adoptando, absorbiendo y replicando las costumbres de esos otros países que, en los siglos XVIII y XIX, parecía estar a la cabeza del mundo, sin diferenciar entre virtudes y defectos. Misión, cercana a la obsesión, que fue responsabilidad casi absoluta de los zares, algo menos de las élites, y que se consumó en fracaso irremediable. No tanto porque Rusia permaneciese refractaria, en su esencia, a las influencias occidentales. Basta recordar que el momento en que Rusia se elevó al puesto de superpotencia mundial, con la URSS, fue también vía una ideología nacida en Occidente, el comunismo, que compitió con el capitalismo por el dominio de Europa. No, el problema es que Occidente le dio la espalda a esa Rusia que aspiraba a ser moderna e ilustrada. A pesar de sus todos sus intentos, Europa siguió considerando a Rusia como asiática. Barbara y atrasada, inferior e incluso consignada a la eliminación, como bien demostraría la locura nazi.

Este posicionamiento ayuda a comprender muchas de las claves de la película, así como a darse cuenta de que ninguno de sus elementos son arbitrarios -en especial, el reto del plano secuencia único-. Por ejemplo, la desconfianza y el desprecio de Europa hacia Rusia está encarnado por uno de los personajes de la cinta: el noble francés del siglo XIX, cicerone  en el viaje por el Ermitage del espectador - de él y de otro personaje invisible-, que admira los objetos artísticos conservados en el museo, pero que menosprecia a los rusos actuales y pasados. Aunque, para ser justos, al final acabe por reconciliarse en parte con ese país extranjero y sus gentes, si sólo porque el mundo actual, el del siglo XXI, es tan distinto, tan irreconciliable, con la sociedad que conoció y recuerda, que prefiere vivir entre desconocidos de su misma cuerda, que entre conocidos con los que ya no tiene ningún lazo de unión.
 
¿Contradicciones, silencios, misterios? Si, los mismos que la película, pero todos descifrables. El Ermitage es ese arca rusa del título, pero en el sentido de lugar cerrado, anclado en un tiempo y unos valores inexistentes, donde se repiten, en un círculo vicioso sin término ni escape, recuerdos obsesivos de ese pasado perdido. De ahí, la razón de la elección estilística: sólo con ese plano secuencia continúo es posible representar la inestabilidad, lo efímero de ese mundo de apariencias. Y más importante aún, su mezcla y su permanencia en nuestro presente. Aunque todos esos potentados, esas glorias, hayan desaparecido en la noche de la historia, sus obras de arte continúan entre nosotros. Moviéndonos y conmoviéndonos.

Por razones que irritarían a quienes las concibieron y las plasmaron, pero que sin ellas, las consignarían para siempre a la muerte.

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