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jueves, 2 de diciembre de 2021

Francisco Veiga, El desequilibrio como orden (y II)

Pero lo que supuso un golpe final a la escasa autoridad moral que le podría quedar a la presidencia Bush en relación con la invasión y la ocupación de Irak, fue el reconocimiento oficial de que en ese país no existían armas de destrucción masiva, admitido en octubre de 2003.  Washington perdió apoyos internacionales y gastó el último céntimo del crédito moral obtenido el 11-S, quizás el momento en que Estados Unidos estuvo más cerca de imponerse como única superpotencia mundial durante el periodo 1991-2008. De paso, también desaparecieron los últimos vestigios de la posible utilidad del plan para democratizar y reorganizar Oriente Próximo: la idea no podía prosperar aupada en un ridículo tan espantoso, pero tampoco sobre el ya vetusto supuesto de democratizar a sangre y fuego. El proyecto para un Nuevo Orden Mundial había quedado seriamente comprometido y, con ello, todo lo que había construido antes en su nombre, y lo que se haría a continuación.

 Francisco Veiga, El desequilibrio como orden

 En una entrada anterior ya les había comentado El desequilibrio como orden, libro de Francisco Veiga que se centra sobre las dos primeras décadas, aproximadamente, de la postguerra fría. Sin embargo, esa entrada se centraba en la primera década de ese periodo, los años 90, una época que podría llamarse de neoliberalismo triunfante y sin competidores. Aunque aún pervivían, en especial en los países del antiguo bloque occidental, resabios del periodo anterior, la apisonadora neocapitalista se adueñó casi de inmediato de los estados del extinto Pacto de Varsovia, en donde se produjo un efecto rebote: estos epígonos del liberalismo se tornaron, como dice el dicho, en más papistas que el Papá. EE.UU y su sistema parecían destinados a convertirse en modelo único, la alternativa ineludible que Margaret Tatcher  resumía en los siglas TINA.

Sin embargo, en 2001 la historia volvió por sus fueros. No en ese falso aspecto de ineluctabilidad, de teleología que comparten marxistas y liberales, sino en forma de caos impredecible que daba al traste con previsiones y seguridades. Los atentados del 11-S pusieron patas arriba el orden internacional y desencadenaron una serie de acontecimientos que aún siguen influyendo, veinte años más tarde, en nuestro presente. No sólo supuso la irrupción, como rayo en cielo sereno, del islamismo como fuerza política que no se podía soslayar, sino que dejó en entredicho la supuesta hegemonía estadounidense tras el fin de la guerra fría. Si ese fue el comienzo de la década, el final vino a confirmar la inestabilidad inherente al nuevo orden: el estallido de la Gran Recesión dejó bien claro, para todo el que quisiese ver, las debilidades inherentes al liberalismo parlamentario, ya que sus consecuencias no quedaron limitadas al terreno económico. El resurgimiento del nacionalismo y el racismo, el giro hacia la derecha y las soluciones autoritarias recordaban demasiado lo que había sucedido, en circunstancias de crisis muy similares, durante los años 30.

Por supuesto, desde la perspectiva que dan veinte años, cabe la pregunta de si el 11-S fue un hecho tan decisivo como pueda parecer. En mi opinión, si y no, ya que ese hecho tiene más un carácter de símbolo que una materialización de algo permanente. Es cierto que, por primera vez, emergió una ideología que rechazaba de plano al liberalismo y a la democracia occidental, con la fuerza suficiente, en el ámbito islámico, para hacerse con el poder en países claves. Tanto más cuanto que los regímenes laícos de Oriente Próximo, ligados a la extinta URSS, habían agotado todo su crédito ideológico, para derivar en tiranía clásicas. Toleradas a regañadientes, como mucho, por sus poblaciones. Sin embargo, esa irrupción fulgurante era engañosa: el islamismo era ya una idea de largo recorrido por aquel entonces, con su origen en la década de 1950 -cuando el nacionalismo árabe aún era dominante- y con un claro florecimiento en los años 80, de manos del régimen de los Ayatollahs de Irán y la intervención soviética en Afganistán. 

Lo que daría alas al islamismos no sería Al-Qaeda, el régimen talibán de Afganistan o el más reciente ISIS en Siria e Irak. El poder americano derribó a los talibanes de un papirotazo al poco de los atentados del 11-S, utilizando una mezcla de bombardeos aéreos y milicias locales; Al Qaeda, a pesar de la espectacularidad de sus acciones, no pasó de éxitos aislados, sin conseguir conformarse como un movimiento terrorista de larga duración; por su parte, el ISIS fue víctima de su propio extremismo, que le restó apoyos locales hasta encontrarse rodeado de enemigos. El factor que permitió que el islamismo se afianzase -y que alcanzase reconocimiento internacional, como socio con el que se podía negociar- no fue otro que la irresponsable política de EE.UU. bajo la presidencia de Bush hijo.

En vez de dedicarse a modernizar Afganistan, tarea en la que podría haber triunfado si se hubiera puesto manos a la obra desde un principio, prefirió abrir un segundo frente contra un enemigo antiguo: el Irak de Saddam Hussein, al que Bush padre no pudo dar la puntilla. El intento -disfrazado de construcción estatal- se saldó con un rotundo fracaso. Aunque no causo demasiadas víctimas americanas, sí se convirtió en un sumidero de recursos que no sirvieron para nada: Irak se dividió en subunidades étnico-religiosas y entró en una guerra civil larvada que culminó, tras cientos de miles de muertos, con el ascenso y caída del ISIS. Una inestabilidad que se propagó a toda la región -incluso fuera de ella- durante la primavera árabe y que ha dejado postrados, en la segunda década de este siglo, a los diferentes regímenes árabes de la región. Salvo, claro está, aquéllos que nadan en petróleo y son aliados de antaño de los EE.UU.

La conclusión es que la política de creación de democracias de EE.UU fracasó por completo. Aún peor, convirtió a la antigua superpotencia en un actor irrelevante en la zona -son Turquía, Rusia, Irán y Arabia Saudí quienes ahora cortan el bacalao-, condujo a la caída de la nueva república afgana frente, de nuevo, a los talibanes y convirtió al islamismo moderado en respetable. Islamismo que no se diferencia de los exaltados en sus fines, sino en los medios, y que ha conseguido con su reconocimiento como interlocutor una victoria moral de valor incalculable. A ojos occidentales son ahora la única vía política válida en los países musulmanes, mientras que cualquier opción laica o izquierdista es vista con desconfianza, cuando no se la tilda de colonial.

En conclusión, los EE.UU salieron de Irak -y luego de Afganistán- con su prestigio por los suelos. En estos últimos meses, ha quedado claro que la potencia estadounidense ya no puede pretender ser el policía del mundo. Amplias regiones, como Oriente Próximo y toda África se han abandonado a su suerte, a manos de las potencias locales o de la nueva superpotencia alternativa: China. Un país que tiene ambiciones hegemónicas sobre la región Asia-Pacífico, obligando a los EE.UU a centrar su atención y sus recursos en ese frente, que se han convertido en un nuevo ámbito de tensión del que podría derivarse una nueva guerra fría, cuando no una caliente. Si EE.UU fue capaz de doblegar a la URSS por medio de su inmenso potencial económico, que el régimen soviético podía seguir a duras penas, esta vez se han cambiado las tornas: es China quien puede poner contra las cuerdas, en términos económicos, a los estadounidenses.

Debilidad e inferioridad confirmada por el hecho que cerró la década: la Gran Recesión. El hipercapitalismo, por medio de un delirante sistema de hipotecas sobre hipotecas, de préstamos sin garantías, de operaciones especulativas de apenas horas de duración, reventó llevándose por delante dos décadas de bienestar y seguridad. No de todos, porque esta crisis fue especialmente injusta: los ricos -en especial los nuevos multimillonarios montados sobre las nuevas tecnologías de la información- se hicieron aún más ricos, mientras que los pobres -parados, empleados precarios, jubilados- pasaron a engrosar un proletariado cada vez más marginado. Un amplio sector de población al que se consideraba prescindible, sobrante, en especial desde los popes del neoliberalismo, tan convencidos de su propia valía y superioridad.

No es de extrañar, por tanto, que en la segunda década de este siglo se haya asistido a un resurgimiento del nacionalismo, el racismo y las soluciones autoritarias. Encarnados en un Trump que parece un Mussolini redivivo, con su misma petulancia, irresponsabilidad y vaciedad. Con la misma adoración inquebrantable entre sus fieles.

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