Joseph Losey es un director de carrera truncada. Identificado como "sospechoso" en las listas del infame Comite de Actividades Antiamericanas, durante la caza de brujas anticomunista del senador McCarthy, tuvo que abandonar los EE.UU., en 1951. Su carrera pudo reanudarse en el Reino Unido, donde, en los años 60, rodó varias películas esenciales, como Eve (Eva, 1962) y The Servant (El sirviente, 1963). Sin embargo, en los setenta su carrera entró en franca decadencia, sin que algunos aciertos parciales fueran incapaces de contenerla. De hecho, el chascarrillo que corría sobre su obra en aquellos tiempos venía en forma de pregunta: <<¿Cuál fue la última película suya que te gusto?>>
King and Country (Rey y Patria), de 1964, pertenece a su periodo de gloria. Es una película que siempre había deseado ver, dados los muchos elogios que había leído sobre ella, pero que hasta ahora no había podido disfrutar. En su momento supuso un escándalo, puesto que abordaba un tema tabú durante muchas décadas: el de la llamada fatiga de combate, que afecta a los soldados que llevan mucho tiempo en primera línea del frente. Se trata de un trastorno relacionado con el TEPT (Trastorno de Estress Post-Traumático) que consiste, básicamente, en que la exposición a las condiciones aberrantes del campo de batalla provoca un derrumbamiento psicológico completo en el soldado, quien cae en un estado de estupor y se ve incapacitado para llevar a cabo cualquier tarea.
Como pueden imaginar, durante mucho tiempo la fatiga de combate se identificó con la cobardía y los pacientes eran enviados, tras consejo de guerra sumarísimo, al pelotón de fusilamiento. Así ocurrió en la Primera Guerra Mundial, cuando se empezó a describir clínicamente este sindrome -con el nombre de shellshock o Kriegsneurose, dependiendo del ejército-, sin que esto supusiera cambio en su "tratamiento". La película, por tanto, narra los últimos días de vida de un soldado británico, quien, a pesar de haberse presentado voluntario para el frente de los primeros en 1914, se derrumba durante los durísimos combates de Paschendale, en 1917. Abandona su puesto y su unidad, intenta volver a case, pero sólo consigue ser detenido al poco por una patrulla de la policía militar, tras lo que sigue uno de estos consejos de guerra sumarísimos del que sólo cabe esperar un veredicto. A pesar de la defensa vehemente de uno de los capitanes del regimiento, quien, sin embargo, es incapaz de vencer la inercia de sus superiores.
Para reflejar esa atmósfera de fatalidad , la película adopta un sobrio blanco y negro que subraya el frío, la lluvia y la humedad -así como la miseria y la suciedad- características de la guerra de trincheras. Busca también crear una sensación de intensa claustrofobía, con sus personajes encerrados en casas reventadas por las bombas, refugios excavados aprisa bajo el terreno, trincheras a través de las que apenas cabe una persona. Nunca, a lo largo del metraje, veremos el horizonte, mucho menos el cielo, que se supone siempre encapotado, hurtando la luz del sol y su calor. Se trata de una película clara y voluntariamente pacifista, antimilitarista incluso, en las antípodas de tantos engendros falsarios tan comunes en las últimas décadas -y no, no me hagan decir nombres-.
¿Es efectiva, cumple con lo que se propone, está a las alturas de las expectativas que tenía? Sí y no. Quizás, tras esperarla durante largo tiempo, me la imaginaba con mayor impacto, más desesperada y cínica -aun cuando su historia ya lo es de por sí-. O mejor dicho, tal vez si la hubiera visto cuando debía, en mi juventud, hace cuarenta años, entonces sí me habría arrebatado, puesto que me habría pillado en la disposición de ánimo precisa. La justa, la de los ideales y la entrega de juventud, para dejarme arrastrar por ella. Tampoco ayuda que la puesta en escena sea muy sobria y comedida, desprovista de excesos. Casi un tanto anticuada para su época, me atrevería a decir.
¿Por qué? Porque Losey utiliza composiciones que parecen más propias del formato 4/3 que del panorámico. Es decir, gran profundidad de campo, como se puso de moda en los 40, sin perder nitidez en un amplio rango de distancias, lo que le permite colocar a sus personajes en distinto planos y a diferente alturas. Algo que quedaba muy bien en formatos cuadrangulares -piensen lo común que eran las escaleras en las películas en el cine clásico- pero que no queda tan natural en pantalla panorámica. El resultado es un cierto estatismo - contrario a la inestabilidad y precariedad de la posición del personaje- subrayado a su pesar porque el formato amplio impide recurrir a otro recurso antiguo, muy efectivo: inclinar el eje de la cámara.
Película, por tanto, que voy a tener que ver una segunda vez, para decidir en qué posición la pongo.
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