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lunes, 30 de agosto de 2021

La América de los Habsburgo (1517-1700), Ramón María Serrera

Pero si el principio de autoridad mayestática del monarca castellano se mantiene incólume -y hasta revigorizado- a lo largo de la centuria (el siglo XVII) en el plano de la teoría jurídica, algo muy distinto es lo que estaba aconteciendo en la realización directa del poder del Estado en el Nuevo Mundo. La venalidad de oficios, la corrupción burocrática, el clientelismo administrativo y las irregulares comunicaciones marítimas lentamente iban permitiendo el secuestro gradual de parcelas cada vez más amplias del control efectivo sobre las Indias por parte de los poderes locales. Nunca como entonces tuvo tanta validez aquéllo de <<la ley se acata pero no se cumple>>. A fines del siglo, los grandes centros de decisión ya no están en la corte del Rey Católico, sino en sus provincias ultramarinas. Sólo unos frágiles vínculos de soberanía preservaban la unidad entre las dos partes del Imperio, que desde hacía tiempo habían decido marchar por separado. Las reformas borbónicas intentarían en la siguiente centuria recuperar -hasta donde era posible- un control que parecía perdido para siempre.

La América de los Habsburgo (1517-1700) Ramón María Serrera

En una entrada anterior sobre este mismo libro, ya les había señalado el daño irreparable que la resurgencia nacionalista española está causando a la historiografía de la América Hispana. Al igual que ocurrió con la guerra civil, el afán revisionista ha cambiado los términos del debate de modo irreversible: no se intenta ya analizar cómo se produjo la conquista o cómo se organizo el nuevo ámbito imperial hispano, sino que se combaten las falsedades de la llamada "leyenda rosa". En realidad, propaganda franquista remozada, como tantas otras propuestas históricas de nuestras "nuevas" derechas.

Un ejemplo, de esa leyenda rosa es el acento puesto en la fundación, al poco de terminar la conquista, de universidades en América, así como de la presencia de estudiantes indígenas en las mismas. Hecho que, si bien es cierto, hay que puntualizar. Primero, la universidad del siglo XVI poco tiene que ver con la universidad contemporánea. En aquel tiempo, las universidades no eran centros punteros de investigación, sino meros transmisores de unos saberes desfasados, procedentes de la antigüedad clásica y de la escolástica medieval, que estaban siendo puestos en tela de juicio por los intelectuales renacentistas. Tanto es así que la revolución científica, iniciada hacia 1600, se realiza al margen de las universidades, mediante redes informales entre estudiosos y asociaciones científicas de nueva planta

Respecto a la presencia de indígenas, hay que señalar que la universidad no estaba abierta a todos, sino que era patrimonio de las élites. En realidad, un título universitario era otra manera de demostrar esa filiación, en especial para los segundones de las familoas, desposeídos de una herencia familiar destinada al primogénito. Teniendo esto en cuenta, cabe preguntarse qué indígenas podrían acceder a la universidad en la América Hispana y la respuesta es inequívoca: aquéllos que proviniesen de matrimonios mixtos cuya padre -y no la madre- fuera una persona de origen hispánico y de especial preeminencia en la sociedad indiana. No se olvide que la sociedad colonial, al igual que la peninsular, estaba obsesionada con la limpieza de sangre, como demuestran las pinturas que describen las casi infinitas variantes de mestizo y mulato, pero no los de lobo (indio-negro). Lo que importaban eran los escalones de ascenso -o de descenso- hasta la pureza racial blanca, no los que separaban laso tras razas entre sí.

Sin embargo, lo que quería describirles aquí era otra cosa: una paradoja de los imperios transoceánicos que basan su dominio en la colonización, es decir, donde se produce un trasvase de población hacia la colonia para asentarse allí y convertir esas tierras en una Nueva España, una Nueva Inglaterra o una Nueva Francia. En esos casos, y con independencia de los medios de control que ejerza la metrópoli sobre la colonia, ambas sociedades acaban por divergir. La realidad colonial se impone sobre las disposiciones de la metrópoli, tornando nulas sus regulaciones. Esta deriva es tanto más rápida -e irreversible- cuanto peores sean las comunicaciones, como en fue el caso del Imperio Español en América: entre la metrópoli y la colonia sólo navegaba una flota al año -eso los años que la había-, en donde que llegaban a Europa las noticias de América y volvían las decisiones de la corona. Leyes y decretos que podían adoptarse con años de retraso, resolviendo problemas que quizás no existían, y que, por tanto, quedaban sin aplicar, según expresaba la famosa fórmula virreinal del <<acato pero no obedezca>>.

La corona española conocía bien este problema existencial en su relación con las colonias. Como recordarán, el primer medio siglo de la conquista se puede explicar por la lucha de la corona por evitar la constitución de una nobleza levantisca en las Américas, con capacidad económica para una insurrección efectiva. Los sucesivos decretos prohibiendo la esclavitud india o las trabas a las encomiendas de los conquistadores así lo demuestran, aunque el intento de Carlos V de que las propiedades de los conquistadores revertieran a la corona a su muerte se reveló inviable: las leyes para evitar una secesión estuvieron a punto de conseguir que estallase y tuviera éxito. De ahí que, a partir de 1550, aunque la letra de la ley dijese una cosa, muchas de sus resoluciones se dejasen sin efecto, para no soliviantar a unos encomenderos cuyo único interés era acumular riquezas.

Los esfuerzos de la corona no restringieron a la lucha contra el excesivo poder de los encomenderos, sino que se intentó también evitar la creación de un espacio económico interamericano, que uniese los virreinatos de Nueva España y del Perú. Aunque las remesas de oro provenientes de América no eran la parte esencial del presupuesto de los Austrias -ese papel lo jugaban los impuestos de Castilla, cada vez más pesados sobre un reíno cada vez más esquilmado-, si ayudaban a equilibrarlo. Para mantenerlas en un nivel seguro era necesario que las colonias fueran dependientes de la metrópoli, de forma que ciertos productos -como las telas de calidad- sólo pudieran conseguirse con el comercio transatlántico. En ese esfuerzo por aislar los espacios americanos, la corona tuvo un éxito inesperado, cortando no sólo los intercambios entre Perú y México, sino los de Perú con las Filipinas. Sin embargo, esto tendría consecuencias irremediables llegada la independencia, conduciendo a la desarticulación de los espacios hispánicos, que los lazos entre norte y sur eran casi inexistentes. Dinámica agravada con la política borbónica de trocear el virreinato del Perú en lo que ahora son los diferentes estados nacionales.

Y es que la política borbónica en América, durante el reinado de Carlos III, hace aún más evidente la paradoja del dominio español en América: para mantener su control sobre las colonias y evitar insurrecciones, la corona debía renunciar a una intervención directa y transigir con las numerosas infracciones a las leyes emitidas desde la metrópoli. Renuncia que se extendía a la expansión colonial: de 1550 a 1750, las fronteras quedaron congeladas, sin extenderse, por ejemplo, en la Auracania y la Patagonia del Cono Sur, o sin llegar a cruzar la raya del Río Grande en el Norte. La consecuencia fue una ausencia casi completa de revueltas y guerras fronterizas- aunque las hubo y muy duras-, que se reactivan con el reinado de Carlos III -cuando se produce el levantamiento indígena de Tupac Amaru- y que van a desembocar en los diferentes procesos de independencia. El mejicano, por ejemplo, sólo arranca en 1821, cuando el gobierno liberal español, llegado tras el pronunciamiento de Riego, intenta una igualación que es rechazada por los criollos de esas tierras, quienes, años antes, no habían tenido problemas en sofocar los levantamientos indigenistas de los curas Hidalgo y Morelos.

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