En una entrada anterior, les había comentado como en As tears go by (1988) estaban ya en germen los rasgos de estilo que caracterizan la obra madura de Wong Kar-Wai. A pesar de ello, no dejaba de ser una película de acción hongkonesa: original, excéntrica, pero dependiente en gran medida de los clichés de ese género. Sin embargo, en su segundo largometraje, Days of being wild (1990), nos hallamos ya en otro territorio, el propio de este cineasta. No es ya una película de género, ni siquiera una película comercial más, aunque aún queden algunas rebabas del pasado: es una obra de Wong Kar-Wai, plena, premeditada y consciente de haber encontrado un estilo personal.
En primer lugar, desde un punto de vista temático, su tramas son esencialmente amorosas. No en el sentido del cine romántico occidental, restringido a mostrar como un enamoramiento lleva a su consumación y el consabido final feliz, sino entrecruzando diferentes trayectorias personales, cuyo destino final no está ni mucho menos garantizado. Sus películas se tornan así sinuosas, plagadas de recovecos, con abundantes desencuentros, puntos muertos y retrocesos. Dédalos narrativos que se reflejan en la propia línea temporal de la película: ésta empieza a disolverse, minada por los propios titubeos e inseguridades de sus personajes.
Esas ambigüedades, esos temores, esas violencias no se quedan en el mero guion o la estructura narrativa. Si fuera así, Wong Kar-Wai no tendría la consideración que tiene. Como maestro del cine es capaz de utilizar recursos fílmicos con propiedad, al tiempo que es capaz de hallar en ellos nuevos significados, usos, que pasan desapercibidos para la mayoría. Por ejemplo, el desenfoque y la profundidad de campo, como puede verse en la larga secuencia que abre esta entrada. Ese recurso suele utilizarse, con demasiada frecuencia, como una muleta para librarse del manido plano-contraplano. Sin embargo, acaba siendo tan mecánico como la rutina de la que pretende huir, además de entrar en contradicción con el significado auténtico de ese recurso: el desenfoque expulsa elementos del espacio del personaje que se mantiene nítido, subrayando la distancia insalvable que le separa de los otros, e incluso, en casos extremos, su aislamiento existencial.
Así, en la escena ilustrada, la ruptura entre los dos personajes, su imposibilidad de reconciliación, se torna manifiesta porque uno de ellos queda siempre borroso, mientras que el otro le recrimina su conducta. Aún más, somos conscientes de que esa filípica no está teniendo ningún efecto sobre el personaje difuminado, quien se esconde y aísla tras esa barrera invisible que le separa del personaje nítido. Escena que finaliza con una filigrana de virtuoso: a medida que uno de los personajes se acerca, Wong Kar-Wai mantendrá el difuminado hasta llevarlo al límite e intercambiar los papeles justo cuando uno de ellos cruza delante del otro y sale de plano. Se señala así, por partida doble, que cualquier palabra que el personaje que ha quedado en plano pueda dirigir al otro tendrá el mismo nulo efecto que las que estaba escuchando hasta entonces.
Control del espacio, de las posiciones de los personajes y de lo que pueden revelarnos sobre sus relaciones que Wong Kar-Wai, maneja con maestría. Casi al principio de la película, el galanteo, casi rayano en acoso, con que uno de los personajes se impone al otro, es tornado visible con planos angostos, asfixiantes, en que un rostro en primer plano es medio tapado por torso y el brazo de la otra persona: señalando así su imposibilidad de rebullirse y la incomodidad que ésta la acarrea. Cine, por tanto, en donde las alusiones visuales -y los frecuentes silencios- cobran tanta o más importancia que palabras y acciones.
Cine, en definitiva, donde el final abierto, enigmático, es casi una obligación.
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