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sábado, 6 de marzo de 2021

El ocaso de los dioses

Desde el otoño de 1944, la Wehrmacht se sume en un creciente caos administrativo. Uno de los efectos de esta pérdida de eficiencia es que los mandos ignoran el el nivel real de las bajas sufridas durante los últimos meses de conflicto. Durante largo tiempo, tras la guerra, los historiadores las han calculado alrededor de 3 ó 4 millones de soldados alemanes muertos durante la Segunda Guerra Mundial.  Diferentes análisis de historiadores, en primer lugar el de Rudiger Overmans, han establecido finalmente una cifra total de 5,4 millones, de los que 4 millones corresponden al Frente del Este. Otro descubrimiento es que más de un cuarto de esos muertos en combate -1,4 millones- lo fueron entre el 1 de enero de 1945 y el el 9 de mayo de ese año. Los meses de enero, febrero, marzo y abril de 1945 fueron, con diferencia, los más sangrientos de la guerra para Alemania. Enero tiene el record absoluto con 451.742 muertos, de los que dos tercios lo fueron frente al Ejército Rojo. Cada día de ese mes, cinco regimientos fueron exterminados y, contando heridos y prisioneros, de tres a cuatro divisiones fueron borradas de los efectivos de combate. Febrero, marzo y abril acumulan más de 300.000 muertos. ¡Durante los cuatro primeros meses de 1945, mueren tantos soldados alemanes como en los cuatro primeros años de guerra, e igual que entre 1914 y 1916! La calidad de las unidades no tiene nada que ver con la de años anteriores. Los oficiales, en número insuficiente, no tienen la experiencia necesaria. Los soldados, demasiado jóvenes, demasiado viejos, presentan una mala condición física y no han recibido más que una instrucción sumaria. Caen como moscas al primer encuentro. La mayor parte de las unidades no alcanzan la cifra de efectivos prevista en los regflamentos, ni la mitad de vehículos necesarios, sin casi combustible para ponerlos en marcas. Las comunicaciones se han hundido a un nivel que se ha vuelto al tiempo de los correos y, en caso del teléfono, los mandos deben limitar a dos o tres minutos cualquier llamada. El apoyo artillero está bajo mínimos, en especial por falta de municiones, mientras que la aviación es inexistente. En esta condiciones materiales tan desfavorables, el precio de resistir equivale a pérdidas catastróficas.

Jean Lopez. Los cien últimos días de Hitler.

Ya les he indicado, en entradas anteriores, que uno de mis descubrimientos de este tiempo de confinamiento han sido los libros del historiador francés Jean Lopez sobre la Segunda Guerra Mundial. Me están sirviendo para ponerme al día ,así como para despejar muchos mitos que aún conservaba en mi memoria como verdad incontestable. No es tanto el caso de este  Los cien últimos días de Hitler, pero sí se trata de un periodo del conflicto que me obsesiona: en él, la locura nazi llegó a su paroxismo. La guerra sin cruel, despiadada y sin cuartel que Alemania había librado contra el resto de Europa se volvió contra ellos. Los alemanes sufrieron atrocidades similares a las que habían infligido -aunque sin llegar al genocidio- mientras que el propio Hitler comenzó a considerar la posibilidad de un suicidio de la nación: ya que Alemania no se había mostrado a la altura de la misión que la providencia le había asignado, no merecía sobrevivir a la destrucción del movimiento nazi.

Puede parecer exagerado en esa formulación, pero hay que tener en cuenta que al principio de esos cien días se produce el último punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial. A mediados de enero de 1945, la ofensiva alemana de las Ardenas ha fracasado por completo. Los aliados han recuperado el terreno perdido a finales de diciembre de 1944, derrotando a los alemanes, pero el impacto no se limita a un mero ajuste de los frente: los alemanes han malgastado las últimas reservas humanas, materiales y de combustible que tenían. Cualquier ofensiva aliada, desde ese momento, puede ser contenida durante unos pocos días, pero derivará con rapidez en la ruptura del frente y su hundimiento. Eso, precisamente, es lo que ocurre por esas mismas fechas en el frente del este. El ataque de tres frentes soviéticos, comandados por los mariscales Zukov, Koniev y Rokossovski, lleva, en un par de semanas, a que los combates pasen del río Vístula al Oder, apenas a cien kilómetros de Berlín. Polonia ha sido liberada por completo, mientras que importantes regiones alemanas -Prusia Oriental, Silesia y Pomerania- caen en manos de los soviéticos.

El resultado de estos combates es doble. Por un lado, Alemania se halla al borde del derrumbe. Es cierto que aún podrá lanzar ofensivas parciales con cierto éxito -las contraofensivas de Pomerania y el lago Balatón en febrero y marzo, respectivamente- pero todas van a desembocar en sendos desastres. La dureza de los combates de enero y estos últimos espasmos defensivos harán creer a los aliados que la lucha aún va a ser dura, con posibilidades de extenderse hasta final de 1945, pero en realidad lo que queda de las fuerzas alemanas es sólo una fachada de cartón piedra. Cuando se desencadenen las ofensivas de marzo -en el frente del Oeste- y abril - en el del Este- las defensas se hundirán en poco tiempo, permitiendo que las fuerzas aliadas cubran cientos de kilómetros al día. Las unidades alemanas  que quedan se rendirán en masa a los aliados anglosajones o huirán a marchas forzadas hacia occidente, para evitar caer prisioneras de las fuerzas soviéticas.

Por otra parte, en enero y marzo,los avances de las tropas soviéticas por Silesia y Prusia Oriental van a desencadenar lo que hoy llamaríamos una catástrofe humanitaria. Tras años de propaganda nazi, que identificaba al eslavo con la barbarie oriental, la mayor parte de la población sentía un terror sin límites ante la llegada del Ejército Rojo. Ese terror derivó en pánico, alimentando por dos hechos innegables: el conocimiento de las atrocidades cometidas por los alemanes en Rusia, lo que hacía esperar que las tropas rusas llegarían presas de un insaciable espíritu de venganza, junto con la constatación de que iba a ser así. Ya en otoño de 1944 En los pocos pueblos de Prusia Oriental retomados por los nazis, se hallaron huellas de atrocidades: saqueos, arrasamiento de poblaciones, violaciones en masa, de ejecuciones arbitrarias.

Tras la ruptura del frente del Vístula, por tanto, se produjo un éxodo masivo de la población de Prusia Oriental y Silesia hacia el oeste. De una ciudad a otra, por cualquier medio o vía, hasta conseguir llegar a zonas seguras -por el momento- o quedar copados en el camino -caso de los refugiados que acabaron amontonándose en Danzig-. Una huida de esas características, en medio de un invierno gélido, la intemperie y sin suministros, acarreó incontables muertes, incrementadas por la actitud de desprecio de las tropas soviéticas antes los civiles alemanes. A modo de ejemplo  de la confusión y el caos de esos días, fue entonces cuando se produjeron las mayores catástrofes navales de la historia: el torpedeamiento del Wilhem Gustloff por un sumarino soviético causó, por sí solo, 10 mil muertos, mientras que el del  General von Steuben con 5 mil.

Esa crueldad de la guerra no se limitó al  frente del Este. En el Oeste, los aliados occidentales continuaron su política de bombardeos de alfombra sobre ciudades alemanes, cuyo mayor exponente fue la aniquilación de Dresde en febrero de 1945. Aunque no llegó, en número de víctimas, al nivel de Hamburgo en el 43, record en Europa, no  se quedó corto: las recientes investigaciones estiman los muertos en unos 30 mil. El resultado de estas operaciones militares catastróficas y el hecho de que se estaba combatiendo en territorio alemán, sin distinguir entre soldados y civiles, condujo a un número de muertes inusitado hasta entonces. Como bien indica el párrafo citado arriba, los seis últimos meses de guerra, de octubre a abril, cuentan por un cuarto de las víctimas militares alemanes y la inmensa mayoría de las civiles. No sólo eso, si hasta fechas muy recientes el número de muertos alemanes se cifraba en unos seis millones, las cifras han sido revisadas recientemente al alza, hasta llegar a los nueve.

Como les decía, el horror de la Segunda Guerra Mundial se desencadenó, en esos últimos meses, sobre Alemania. No hay que olvidar, sin embargo, que ese horror fue iniciado, en primer lugar y desde el primer día, por los propios alemanes, en especial sobre las poblaciones del Este de Europa. En esas regiones ha sido necesario revisar las cifras de muertos al alza, hasta cifras astronómicas:28 millones, sólo en la URSS, otros 6 y medio en Polonia. Además, las atrocidades perpetradas por los alemanes continuaron hasta casi el último día de combate. El avance ruso llevó a la evacuación en pleno invierno de los campos de concentración y exterminio en Polonia, como Auschwitz, en las llamadas marchas de la muerte, donde murieron decenas de miles de prisioneros. Los supervivientes fueron hacinados en campos dentro de Alemania, donde las condiciones provocaron la muerte de otras decenas de miles más sin olvidar las ejecuciones en masa que se producían poco antes de que los propios campos fueran liberados. Éstas, bien documentadas fílmicamente por las tropas aliadas

Tampoco hay que olvidar que ese carácter criminal del régimen nazi no quedó ya restringido, como entonces, a las razas inferiores, sino que se extendió a los propios alemanes. Ante el desplome de la capacidad de resistencia, un gobierno racional hubiera intentado, por cualquier medio, una salida a la guerra, como ocurrió en el caso del Japón. Por el contrario, las autoridades nazis, con Hitler a la cabeza, siguieron convencidas de que la única salida era una resistencia a ultranza, en la esperanza de que sucediera un milagro. Decenas de miles de vidas se sacrificaron así en batallas que no tenían ninguna posibilidad y donde, por primera vez, las bajas alemanas superaban a las aliadas. Incluso cuando, a mediados de Abril, el propio Hitler se dio cuenta de que la guerra estaba perdida, sus únicos pensamientos estaban en el suicidio. El suyo y el de todo un país.

Es en ese momento donde la locura nazi llegó a su paroxismo. Cualquier supuesta cobardía era castigado con una ejecución sumaria. En esos delitos de deserción se incluían, por ejemplo, que un chaval del Volksturm -milicia formada por adolescentes y ancianos -fuera a dar noticias a la familia, apenas unas calles más allá de la posición que defendía. Por otra parte, en la mente de Hitler comenzó a formarse la idea de que esa traición era al nivel de nación: Alemania no había estado a la altura de su misión y debía perecer por ello. Los últimos decretos del Führer dictaban así que todas las instalaciones industriales, las infraestructuras y las vías de comunicación debía ser destruidas por completo, para asegurar que Alemania dejara de existir. Por suerte, el caos del final de la guerra, así como las acciones de algunos nazis que intentaban salvar su pellejo -entre ellos el ministro de armamentos Albert Speer-  evitaron que se completasen.

Ese salvase quien puede se contagió a todos los niveles de la jerarquía. En esos últimos días, Himmler, el jefe de las SS, Göring, todopoderoso jefe del Luftwaffe, y Bormann, jefe de la cancillería, lucharon por la sucesión en el partido y el gobierno, en la creencia de que los aliados contarían con ellos en la posguerra. De estas luchas intestinas saldría vencedor Bormann, cuya cercanía a Hitler le ayudaría a hacer pasar las acciones de los otros dos como actos de traición. Sin embargo, Bormann perecería al poco de morir Hitler, intentando cruzar las líneas soviéticas en Berlín para unirse con Dönitz- jefe de la Kriegsmarine, nombrado sucesor del Führer. Su cadáver no fue encontrado hasta los años setenta, lo que llevó a pensar que se había fugado como tantos otros criminales nazis.

El resultado, un baño de sangre y un final apocalíptico, que Europa ha velado, durante largas décadas, por evitar que se repitiera. Hasta que ahora, la falta de memoria, la lejanía de esas catástrofes, parece que nos ha puesto en vías de volver a propiciarlas.

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