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sábado, 27 de febrero de 2021

Tornando tus utopías económicas en desastres sociales (y IV)

Es particularmente llamativo constatar que las divisiones electorales introducidas por los conflictos identitarios tienen hoy una dimensión similar a ambos lados del Atlántico. En los EE.UU. la separación entre el voto por los demócratas entre las minorías latinas y negras, con respecto a la mayoría blanca, alcanza aproximadamente los 40 puntos, ya desde hace medio siglo, y apenas varía si se toman en cuenta otros indicadores personales. En Francia, ya habíamos constatado que la separación del voto por los partidos de izquierda (ellos mismos en proceso de redefinición) entre los electores de religión musulmana y el resto se situaba en esos mismo 40 puntos, desde hace ya varios decenios, y sólo disminuye ligeramente si se tienen en cuenta las características socio-económicas de unos y de otros. Se trata, en ambos casos, de un efecto de una amplitud masiva, mucho más importante que la diferencia de voto entre el 10% de los electores con los títulos o ingresos más elevados y el 90% de los menos elevados, que en ambos países está en torno al 10-20%. En los EE.UU. se constata que los electores negros votan, elección tras elección desde los años 60, en un 90% por el partido demócrata (y apenas un 10% por el republicano). En Francia, los electores musulmanes votan, elección tras elección desde el comienzo de la década de 1990, en un 90% por los partidos de izquierda (y a penas un 10% por los partidos de derecha y extrema derecha)

Thomas Piketty. Capital e ideología.

He estado tentado de dejar de lado esta serie de comentarios sobre el interesante -y revelador- libro de Piketty sobre como se han ido entrelazando ideología y economía a lo largo de la historia, en especial desde el punto de vista de la desigualdad  y la política fiscal. No obstante, mis  someros comentarios -y mi falta de formación económica- creo que no aportan mucho a una lectura detenida del libro, ni siquiera como medio de alentar a hacerlo. Aun así, me sabía mal interrumpir mis anotaciones justo cuando se produjo la quiebra del sistema socialdemócrata, durante la década de 1980.

Como recordarán, este sistema se inició ya hacia 1900, aunque no alcanzó su plenitud hasta la segunda mitad de la década de 1940. Sus fundamentos eran una fuerte presión impositiva de carácter progresivo, que llegaba al 70-90% para las rentas más altas, si bien no se extendía al capital y la propiedad. En su época dorada, de 1950 a 1980, este sistema se conjugó con una fuerte reducción de las desigualdades y unas tasas de crecimiento fuertes, que han llevado a bautizarlas como los Glorious Thirty (Los treinta gloriosos). Con el ascenso del neoliberalismo en 1980 -y su corolario de neoconservadurismo- el modelo socialdemócrata comenzó a retroceder, en especial en los países del antiguo bloque comunista: en unos pocos años pasaron de ser sistemas fuertemente estatalizados a transformarse en epígonos del liberalismo radical estadounidenses. En muchas ocasiones superando a su maestro. Se iniciaba así la época de la globalización, que Piketty prefiere llamar hipercapitalismo.

Una nota sobre nomenclatura. En otros ámbitos se suele hablar de "tardocapitalismo", pero esa expresión tiene connotaciones de fin, como si el capitalismo estuviese en sus últimos años de gloria antes de su disolución definitiva. Sin embargo, el capitalismo ha mostrado una especial "resiliencia", tanto a la hora de eliminar o convertir a sus antiguos enemigos -la URSS y la China comunista, respectivamente-, de sobrevivir a crisis demoledoras -como la reciente Gran Recesion o el Coronavirus-, de integrar fenómenos  que le eran refractarios o directamente contrarios -como la libertad absoluta de la contracultura de los sesenta, convertida ahora en credo de los millonarios de Sylicon Valley - o, en especial, de convencer a los que sufren las distorsiones que introduce de la necesidad de defenderlo.

No hay que olvidar que la gran justificación del neoliberalismo - reciclada una y otra vez desde 1980- es que los estados de bienestar sólo benefician al pícaro y que el dinero que en ellos se invierte acaba malgastado. Más vale -nos dicen y acabamos de oírlo con el affaire de los youtubers andorranos- devolver el dinero de los impuestos a la sociedad, de manera que pueda ser reinvertido en actividades útiles y productivas, de cuyo éxito nos beneficiemos todos. La teoría parece lógica y es atractiva, pero su aplicación no ha obrado el milagro que se esperaba. Las tasas de crecimiento en el mundo occidental han sido anémicas, comparadas con las de los Glorious Thirty, mientras que las bajadas de impuestos sólo han servido para que los ricos se hagan más ricos, en todas las regiones del globo, como puede verse en la gráfica que sigue.

  Excepto en Europa -donde sólo alcanza el 50%- el porcentaje de la riqueza en manos del 10% más rico roza el 75%. Desde 1980 se han invertido las curvas que mostraban un reparto más equitativo de la riqueza entre la población, retornado a niveles que no se veían desde primeros del siglo XX. Este proceso de reenriquecimiento de las élites es más acusado cuánto más adineradas son. Incluso dentro del 10% de privilegiados hay diferencias abismales, puesto que si nos restringimos al 1% superior veremos que en poseen hasta el 50% de la riqueza nacional - el 20% en Europa-. En otras palabras, el 1% más rico controla la mitad de la propiedad, mientras que el 9% restante "sólo" el un cuarto, dejando el  cuarto restante a un 90%.  En Europa, donde aún perduran los sistemas de Bienestar estaríamos hablando de un cuarto controlado por el 1% más rico, otro cuarto por el 9% siguiente y la mitad para el resto.


Parece que nos encaminamos a un mundo de hiperricos, con una clase media raquítica y una vasta mayoría de desheredados: la sociedad "clásica" burguesa de la segunda mitad del XIX. La solución, para Piketty, es clara, habría que poner en práctica un nuevo socialismo que llegase más allá de lo alcanzado por la socialdemocracias de los Glorious Thirty, pero sin perder la calidad democrática de nuestras sociedades avanzadas. El pilar sería un sistema impositivo progresivo -que permitiese un estado del bienestar con educación, medicina y pensiones para todos-,  de nivel mundial - para evitar paraísos fiscales- extendido no sólo a los ingresos, sino a la propiedad, el capital y, en especial. las sucesiones. Un sistema tripartito que impidiese la acumulación de riqueza -y el surgimiento de una sociedad de especuladores y rentistas-, al tiempo que hiciese realidad la utopia de la meritocracia. Esa de la que tanto se ufanan los neoliberales, pero que en realidad se fundamenta en los privilegios de siempre: pertenencia a la élite y red de contactos en ella.

Sin embargo, ante este objetivo se levantan obstáculos casi insuperables. Y no por el lado de los neoliberales, sino por la evolución de la izquierda. Piketty utiliza el término de izquierda Brahmán para referirse a una transformación irreversible del electorado progresista: de ser partidos de clase trabajadora han pasado a ser la preferencia de los titulados. Es cierto que esa evolución tiene que ver con el acceso casi general a la universidad por parte de Boomers  y la Generación Z, pero también ha provocado un divorcio entre las clases más desfavorecidas y los partidos que deberían protegerlas.. En especial, entre los segmentos de las clase media que están en proceso de proletarización. Se ha creado una desconfianza insalvable entre los más desfavorecidos y unos partidos progresistas que se ven como dominados por las élites. Indistinguibles, por tanto, de las derechas tradicionales.


A esto hay que unir la racialización del voto de izquierdas. En EE.UU, las minorías de color -negros, latinos, emigrantes- votan con más frecuencia al partido demócrata, mientras que la mayoría blanca lo hace por el republicano. Sin importar muchas veces que el contenido ideológico real del partido o su candidato. Observese, por ejemplo la paradoja que supone que el integrismo protestante vote por un señor, como Trump, famoso por sus escándalos sexuales y su desprecio por la moral tradicional, o la extraña amalgama de elementos New Age y contraculturales que participaron en el asalto al capitolio de este año, sin mucha relación con el conservadurismo central al partido republicano.

 Una situación que se replica también en Europa, aunque con un sesgo religioso. En Francia, por ejemplo, la población musulmana vota mayoritariamente por la izquierda, en porcentajes que rozan el 90%, aunque muchas medidas progresistas europeas, como la tolerancia hacia la homosexualidad, sean ajenas a sus raíces culturales.


¿Qué se puede concluir? Que la población ya no vota por ideologías, como era común hace cuarenta años, sino por un difuso sentimiento de protección o pertenencia a una identidad. Esto no sólo ha llevado a un ascenso imparables de las plataformas nacionalistas con ribetes autoritarios y racistas, sino que hace muy difícil predecir los alineamientos de manera general, sin tener en cuenta las particularidades de cada país en concreto. Por ejemplo, en EE.UU, el Trumpismo tiene un claro caladero de votos entre los blancos de clase media venida a menos, lo que no evita que sea favorecido por importantes élites económicas y políticas, o que se haya extendido a comunidades latinas. En concreto, a los exiliados cubanos y venezolanos, que lo contemplan como un baluarte contra un marxismo de nuevo cuño.

En otros áreas, como la Cataluña independentistas, esas posiciones son favorecidas tanto por clases más acomodadas - es decir, la derecha de toda la vida - como por la población de titulación superior - es decir, la nueva izquierda Brahmán - mientras que el voto anti-independencia se concentra entre los más desfavorecidos y sin estudios -es decir, los emigrantes nuevos y modernos que atestan los antiguos cinturones industriales-. 


Esta diversificación hace casi imposible aunar esfuerzos para una política progresista, ya que ante ella se interponen las desconfianzas y resquemores entre las nuevas identidades raciales y culturales. De hecho, es sólo apelando a ellas -y no a otros factores- como se están forjando las nuevas mayorías políticas, mientras que se dejan de lado las políticas sociales y económicas. Cada vez más, gobernar se está convirtiendo en favorecer a los tuyos - el populismo puro y duro- o al menos dejar claro que hay otros que lo pasan peor que tus partidarios.

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