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sábado, 6 de febrero de 2021

El infierno en la tierra (y III)

 El 29 de junio, muy agitado, - nos dice Zukov- Stalin «se dirigió dos veces al comisariado popular de la defensa y a la Stavka del alto mando. las dos veces, su reacción ante la situación de la dirección estratégica fue violenta». El futuro mariscal no precisa que el Vojd le había agredido verbalmente, reprochándole ser «impotente» y &ñlquo; de no representar a nadie ni mandar en nada». Como de costumbre, Stalin buscaba un responsable de un desastre que no quería asumir. Lo encontró en la persona del comandante del Frente del Oeste, Dimitri Pavlov. De pasada, liquidaba así una antigua cuenta con el hombre que se había atrevido a criticar las purgas de 1937, durante las reuniones mantenidas tras la guerra de Finlandia. Quizás, en ensañándose con Pavlov, uno de los cinco generales más capaces del Ejército Rojo, enviaba una mensaje de advertencia a los cuadros militares de mayor rango y más condecorados.

Jean Lopez/Lasha Otkhemezuri. Barbarrosa, 1941, La guerra absoluta.

Como les indicaba en entradas anteriores, el ataque alemán del 21 de junio de 1941 sorprendió al Ejército Rojo en la peor de las situaciones. Su doctrina militar dictaba que cualquier invasión debía detenerse en las zonas de frontera, para luego lanzar un contraataque en profundidad contra el territorio enemigo. Con ese objetivo, el Ejército Rojo había comenzado a concentrar tropas en los territorios de la Polonia ocupada y Lituania, pero el día del ataque ese dispositivo estaba a medio completar, al tiempo que las unidades no estaban en estado de alerta. Consciente de la debilidad de sus fuerzas armadas, Stalin no quería presentar en bandeja un casus belli a Hitler, así que hizo todo lo posible por evitar cualquier acción que pudiera interpretarse como agresiva. Hasta el último momento, a pesar de estar perfectamente informado, el dictador Soviético creyó que la operación Barbarroja no era más que un farol, que Hiter utilizaría para obtener nuevas compensaciones económicas.

Ese error de cálculo estuvo a punto de convertirse en la sentencia de muerte de la URSS. En un par de días, la Luftwaffe aniquiló a las fuerzas aéreas soviéticas, dejando a la tropas de tierra sin cobertura. Utilizando las tácticas de guerra relámpago -por primera vez convertidas la doctrina oficial de la Wehrmacht -, las tropas alemanas hicieron añicos a las unidades soviéticas desplegadas en la frontera. En cuestión de unas pocas semanas, incluso días, las divisiones acorazadas nazis habían conseguido penetrar cientos de kilómetros en territorio de la URSS. Es cierto que, a pesar de esos éxitos iniciales, un enemigo resuelto, experimentado y bien organizado, podría haber puesto en serias dificultades a esas unidades, semiaisladas en territorio enemigo. Tal era el sentido del plan de defensa soviético, pero la confusión, la imposibilidad de comunicarse entre las unidades - mucho menos de coordinarlas desde Moscú - así como la falta de municiones y combustible, llevó a que las divisiones acorazadas soviéticas entrasen en batalla en pequeños grupos y sin un objetivo claro. En pocas horas, fueron aniquiladas

A pesar de esas dificultades insuperables, hubo algún que otro éxito parcial, e incluso el frente en Ucrania consiguió mantener cierta coherencia, aun cuando tuvo que retroceder cientos de kilómetros. Cabe pensar que hubiera pasado si las tropas soviéticas hubieran estado en situación de alerta o se hubieran preparado los medios para una defensa coordinada. Pero esto sólo son especulaciones, porque a finales de Julio la situación era catastrófica. En los países bálticos y la Polonia Oriental, los alemanes habían embolsado a las unidades rusas y capturado cientos de miles de prisioneros. Las tropas fronterizas y la masa de maniobra preparada para el contraataque habían sido aniquiladas. Entre el ejército nazi y Leningrado o Moscú, no quedaban más que unidades aisladas del Ejército Rojo. La guerra parecía ganada para Hitler. ¿Lo era así en realidad?

Antes de responder a esa cuestión, Lopez analiza como la situación del Ejército Rojo fue empeorada por el propio Stalin. Es cierto que, tras el fiasco de la guerra contra Finlandia en 1939-40, se habían implantado reformas de gran calado, pero nunca habían sido probadas en la práctica. La primera vez fue en medio del asalto nazi, que demostró que habían sido equivocadas. De hecho, una de las primeras medidas de Stalin de fue la disolver las mastodónticas divisiones acorazadas rusas, ante la imposibilidad de mantener su cohesión en el combate, dividiéndolas en brigadas en apoyo de la infantería, centradas en la defensa y el contraataque. Los ejércitos acorazados, concebidos al estilo de la guerra relámpago, solo resurgirían en 1943, cuando la iniciativa había pasado ya del lado soviético. 

Sin embargo, las fallas estructurales llegaban al más alto nivel. El estalinismo se ufanaba de su planificación científica, de forma que los organismos inferiores sólo tenían que aplicar las directivas provenientes de arriba. Dado que éstas tenían más de ideología que de realidad, el resultado solía ser un derroche de medios que mal podía permitirse el estado soviético, cuando no no un fiasco. Dado que un error de las altas esferas no podía, por definición, ocurrir, la única explicación era el sabotaje o la traición. Los patinazos técnicos y económicos se saldaban con purgas, que derivaban en ejecuciones y condenas al GULAG. Ese reflejo estalinista se disparó con la invasión nazi, de forma que el dictador volvió a descabezar a la cúpula militar, como ya había hecho en 1937, además de mantener bajo vigilancia del partido al resto, integrando a comisarios políticos al mismo nivel que los comandantes militares.

Como consecuencia, los mandos evitaron tomar cualquier iniciativa y se limitaban a obedecer órdenes, por muy alejadas de la realidad que estuvieran. Esto les ponía en clara desventaja frente a una Wehrmacht donde, a pesar de vivir en una dictadura, se premiaba la libertad de criterio, la audacia y la iniciativa. El Ejército Rojo siempre actuaba con miedo y precaución, temeroso de las consecuencias de un fracaso ante el Estado mayor; o bien se embarcaba en ataques frontales que terminaban en matanzas, cuando las altas esferas reclamaban triunfos que nunca llegaban. En cualquier caso, la libertad de la que gozaban los comandantes de la Wehrmacht,  junto con su experiencia en Polonia y Francia, les permitía responder de forma flexible a los ataques del Ejército Rojo, respondiendo a cualquier revés con contraataques devastadores... Al menos en esta fase del conflicto.

Todo parecía favorecer a los alemanes, pero a finales de julio empezaron a aparecer problemas. El primero, los problemas logísticos. Las unidades acorazadas habían avanzado tanto que habían salido del paraguas protector de la aviación, mientras que los suministros llegaban con cuentagotas. Era preciso hacer una parada para reorganizarse y, sobre todo, para construir una red de comunicaciones de la que Rusia no disponía, en comparación con la Europa Central y Occidental. Además, y esto era lo más preocupante, aunque el Ejército Rojo parecía haber sido aniquilado, en los frentes de combate empezaban a aparecer nuevas divisiones. Parecía necesario repetir de nuevo la Blitzkrieg, embolsar a lo que quedase del enemigo y, ahora sí, avanzar dando un paseo militar.

Pero, ¿en qué dirección? ¿Hacia Leningrado? ¿Hacia Moscú? ¿Hacia las riquezas de Ucrania? Dado el desgaste de las tropas y los problemas de suministro, sólo había fuerzas para avanzar en un eje, no en todos. Si en ese se fallaba, el otoño y las lluvias se echarían encima. En esas discusiones -y en la reorganización de las tropas- se consumió agosto entero. Al final el empuje, en septiembre, se daría hacia Kiev y Ucrania, donde  el Ejército Rojo no había sido destrozado y aún mantenía una cierta cohesión. Moscú, debería esperar. ¿Habría ganado la guerra Alemania si se hubiera mantenido la presión contra Moscú? Lopez lo duda, dado que el flanco alemán quedaría expuesto ante las importantes concentraciones de tropas de Ucrania, a las que habría que hacer frente más tarde o más temprano.

Y entretanto, en la retaguardia, los Einsatzkommandos -las unidades especiales para eliminación de toda resistencia- comenzaron a dar los primeros pasos hacia el holocausto. Dado que el sistema soviético se suponía dominado por judíos y bolcheviques, había que eliminar a todo cargo del Partido Comunista y a cualquier judío. Con ese objetivo, en Ucrania y Lituania, estas unidades empezaron a instigar progroms contra los judíos, ejecutados por la población local. Dada su escasa efectividad, se decidió tomar cartas en el asunto, como veremos en la siguiente entrada

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