Páginas

sábado, 26 de diciembre de 2020

Las ocasiones perdidas

On 23 September 1927, one of the greatest of the silent-era German films, Berlin, Symphony of the City, premiered in Berlin. Directed by Walter Ruthman, the film, through a montage of images, captures the speed and disorientation, and, at the same time, the regimentation and order, of the Weimar city. It opens with a train approaching Berlin, and the film viewer feels as if he or she is sitting on it, peering out the window as the rural landscape melts into the outskirts of the city and, finally, into the density of buildings that defines the metropolis.Slowly the city comes awake, and Ruttman tracks the parallel movements of people, animals, and machines as the day unfolds. Workers, businessmen, schoolchildren, female office workers, males machine operators- the full diversity of urban life is depicted in the film. The movement of life are matched by the engines of industry that start up slowly, reach their rapid pace, and slow down again for lunch. But who is directing whom? Are the machines running human life, or are humans running the machine? It is not totally clear, but the film conveys more than a hint of the condition of alienation, of lives that have now lost their autonomy and free will. At the same time, Ruttrman's directions plays on the wonder and beauty of industrial production. The regular rhythm of a machine's pistons is juxtaposed with repeating architectural forms, much as Moholy-Nagy's shot from the radio tower depicts the grid patterns of the structure. Berlin, Symphony of the City, was not much acclaimed or viewed in its day. Today we can see it as an artistic masterpiece, a celebration of the modern metropolis, with its pace and density and diversity, which, at least at some points, evinces its own kind of beauty -and a worrisome meditation on the power of the machine.

Eric D. Weitz. Weimar Germany, Promise and Tragedy

El 23 de septiembre de 1927, se estrenó en Berlín uno de los mejores films alemanes del periodo mudo: Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Dirigido por Walter Ruthman, la película usa el montaje para reflejar la velocidad y desorientación de una ciudad de la república de Weimatr, al tiempo que su orden y regimentalización. Se abre con un tren acercándose a Berlin, de manera que el espectador se siente como si estuviera en él, contemplando por la ventana como el paisaje rural se transforma en las afueras de la ciudad y, al fin, en la densa aglomeración de edificios que define una metrópolis. Poco a poco, la ciudad despierta y Ruttman compara los movimientos paralelos de la gente, los animales y las máquinas a medida que el día avanza. Trabajadores, hombres de negocios, escolares, oficinistas femeninas, operarios masculinos: toda la diversidad de la vida urbana se recoge en el film. Los movimientos de la vida tienen su correspondencia en los de las máquinas industriales que comienzan pausadamente, alcanzan su régimen de trabajo y vuelven a ralentizarse a la hora de comer. Pero, ¿quién gobierna a quién? ¿Dirigen los hombres a las máquinas o las máquinas a lo hombres? No está del todo claro, pero el film va más allá de insinuar las condiciones de alienación de unas vidas que han perdido su autonomía y libre albedrío. Al mismo tiempo, Ruttman coquetea con la maravilla y la belleza de la producción industrial. El ritmo mecánico de los pistones de una máquina se yuxtapone con la repetición de formas arquitectónicas, al igual que la fotografía de Moholy-Nagy de una antena de radiodifusión revela la trama geométrica de su estructura. Berlín, sinfonía de una gran ciudad, no fue muy celebrada, ni siquiera vista, en su época. Hoy se puede considerar como una obra maestra, un homenaje a la metrópolis moderna, con su cadencia, densidad y diversidad, que, al menos en ocasiones, crea su propia belleza -así como una meditación preocupada sobre el poder de la máquina.

Un error muy común -incluso entre los aficionados a la historia de ese periodo- es estudiar la República de Weimar sólo en función de lo que vendría después: el Nazismo. Limitarse a ello supone hacerle un feo a un periodo que inauguró el primer periodo democrático pleno en la historia alemana, comparable a la Segunda República española en ese sentido. Un modelo, para lo bueno y para la malo, para las refundaciones que tendrían lugar tras la caída de los regímenes fascistas. Además, Weimar supone el cénit de la cultura alemana, tanto en los aspectos científicos y filosóficos, como en los literarios y artísticos. La primacía de Alemania dentro de Europa, que había comenzado a despuntar a finales del siglo XVIII  y se consolidó en el siglo XIX, era indiscutible en las primeras décadas del siglo XX, a pesar de la derrota del proyecto expansivo guillermino en la Primera Guerra Mundial. Si se quería estar a la última en los años 20, había que hablar alemán.

Este culmen de la cultura alemana se logró, contra todo pronóstico, dentro de un régimen con graves deficiencias estructurales, encajado además entre dos crisis económicas: la superinflacción de inicios de los 20 y la Gran Depresión de los 30. La república de Weimar había surgido de una revolución de izquierdas, coincidente con las negociaciones de armisticio que pusieron punto final a la guerra en el frente occidental, que luego tuvo que ser reprimida por formaciones militares conectadas con la derecha, en muchas ocasiones utilizadas por la izquierda moderada, el SPD, que había llegado al poder en la confusión de posguerra. Se conformaba así un pecado original que habría de dar al traste con la república, cuando la crisis económica y el acceso del nazismo tornasen inoperantes los mecanismos consitucionales. El poder de las élites guillerminas, militares, junkers, grandes industriales, no había sido abatido con la revolución del 19, ya que el SPD tuvo que apoyarse en ellas para mantener el poder. Sin embargo, estas clases conservadoras nunca se consideraron fieles a la república, ansiaban un cambio de régimen a su favor, ya fuera restauración de la monarquía, república autoritaria o, finalmente, régimen nazi. La izquierda radical, encabezada por el KPD, se consideró a su vez traicionada por el SPD, robada de sus aspriaciones de igualdad y justicias, negándose a participar en el gobierno, cuando no saboteándolo. 

Cuando la crisis llegase en los años 30, los partidos republicanos, socialdemócratas y centro, se encontrarían solos, sin capacidad de formar gobierno con mayoría parlamentaria ni posibilidad de aprobar leyes. Los sucesivos presidentes del gobierno se acostumbrarían a gobernar por decreto, poder para el que sólo neceitaban la aprobación del presidente de la república.  Alemania se colocaba así en una situación predictatorial: para la mayoría de los alemanes, el paso de la república al régimen de Hitler no supuso cambios apreciables, ya que la autoridad se había desplazado del parlamento al consejo de ministros. Es más, la desaparición de la inestabilidad, en forma de parlamento insolentado, rencillas mezquinas entre partidos o imposibilidad de adoptar medidas sociales que paliasen la crisis, sin olvidar los combates callejeros entre facciones radicales, contribuyeron a que el gobierno de Hitler se viese como una mejora. Una consideración que, a pesar de la catástrofec nacional que supuso la Segunda Guerra Mundial, perduró largo tiempo en la Alemania de postguerra, aunque no se formulase abiertamente.

Sin embargo, si durante los 14 años de su existenci, la república de Weimar fue frágil, inestable e inoperante, no se puede decir lo mismo de su vida científica y cultural. En el ámbito de la cinematografía, por ejemplo, el año mismo de la fundación de la república, 1919, es también el del nacimiento del expresionismo fílmico, cuya influencia en el cine mundial alcanzaría hasta 1960, siendo inseparable de estilos comerciales como el cine Negro. No hay que olvidar que el cine de Weimar construyó una industria capaz de rivalizar con Hollywood, con la capacidad de crear superproducciones -como Metropolis (1925) de Fritz Lang- que podían saltar el Atlántico y ocupar un lugar de honor en la cartelera estadounidense. Con la ventaja, por otra parte, de no verse afectada por la creciente censura de aquel país, que comenzaba a ahogar la expresividad de sus directores. Unas vertientes comerciales que no deben hacer olvidar el florecimiento del cine experimental o de vanguardia, con ejemplos como Berlin, Die Symphonie des Grossstadts (Berlín sifonía de una gran ciudad, 1927) de Walter Ruttman o la producción temprana del animador abstracto Oskar Fischinger.

En ese segundo aspecto, el de la vanguardia artística, Alemania jugaría un papel determinante. El Dadá, por ejemplo, es tanto un invento francés como alemán, dualidad que se extendería al movimiento heredero: el surrealismo. Lo que no quiere decir que todos los dadá alemanes se convirtieran en surrealistas. Sí lo hizo Máx Ernst, mientras que Hannah Hoch o Kurtz Schwitters nunca dejaron de ser Dadá, al tiempo que George Grosz y Otto Dix evolucionarían hacia la llamada Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad). Los años 20 serían también la década de la Bauhaus, institución de enseñanza de influencia capital en la concepción del arte contemporáneo, en especial en sus aspiraciones de crear un arte libre de elitismos, sin autores/vedettes y destinado al común de la humanidad. Proyectos y visiones que serían hechos trizas por el nazismo, cuando miles de obras vanguardistas serían destruidas, pintores de primera fila obligados a marchar al exilio, mientras que a otros, los que permanecieron en el pais, se les prohibió continuar con su profesión.

Un concepto, el de arte para el pueblo, que sería cultivado por arquitectos como Erich Mendelshon, quienes intentarían crear eficios nuevos para una vida nueva, donde los seres humanos pudieran desarrollar su actividad de forma libre y plena. Ideales que no surgen de la nada, sino de una efervescencia social, provocada por el derrumbamiento del rígido corsé ideológico de la Alemania Guillermina que llevó, de manera repentina, a la aparición de nuevas costumbres, nuevas relaciones, nuevos papeles sociales. En concreto, y en especial, a lo que se refiere a la mujer y a la vida sexual. Es entonces cuando aparecen atisbos de ese feminismo que estallaría en la década de los sesenta y, al mismo tiempo, cuando se comienza a hablar de sexo sin remilgos ni mojigaterías, de nuevo anticipando la revolución sexual de los sesenta.

Y esto que les he contado son sólo unos breves apuntes. Si quieren conocerlo por entero, no lo duden, vayan al libro de Weitz y sumerganse en la descripción de esa sociedad: de todo lo que pudo ser y de lo que mucho que consiguieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario