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viernes, 18 de diciembre de 2020

las fotos que todos podríamos sacar

 

Durante estos meses de otoño, cuando estábamos en medio de la segunda ola de la pandemia, me abstuve de frecuentar exposiciones por precaución. No me sentí muy a gusto con este enclaustramiento autoimpuesto, por dos razones: una egoísta y otra altruista. La primera es que la temporada, a pesar de las dificultades impuestas por el COVID, se mostraba muy interesante. La segunda es que sentía que estaba dejando en la estacada a unas instituciones que necesitaban mi ayuda, en estos momentos difíciles. Así que en cuanto he podido he vuelto a frecuentarlas, de lo que no me arrepiento en absoluto.

Entre lo mejor está la muestra Lee Friedlander, en la Fundación Mapfre, donde se le ha dedicado una amplia monográfica. Dados mis escasos conocimientos en la historia de este arte -agravados por la decadencia de mi memoria- debería confesarles ahora que este autor era para mí un auténtico desconocido y que su descubrimiento me había supuesto una agradable sorpresa. Ya saben, todo el rollo habitual. Sin embargo, esto es cierto sólo en parte, porque hace una semanas había podido contemplar varias de sus fotografías en otra exposición: Cámara y Ciudad, en el Caixaforum.

 

Esta larga introducción viene a cuento de que entonces, en medio de otros muchos fotógrafos, enhebrados con el hilo conductor de la ciudad como tema, no fui capaz de percibir los rasgos característicos del estilo de Friedlander. El principal, el que he tratado de reflejar en el título: su aparente desaliño. Una foto de Friedlander podría ser indistinguible de las que sacamos cualquiera de nosotros con nuestros móviles De prisa y corriendo, por compromiso y sin prestar mucha atención. Salvo por un detalle: en ellas siempre ocurre algo, quizás casual, quizás intencionado, que le da significado.

Tómese por ejemplo la foto que abre esta entrada. Un encuadre anodino en una habitación impersonal de hotel. Sin embargo, que el tema sea un televisor -de tamaño mínimo-, cuya pantalla está ocupada por el rostro de un bebé, abre paso a una trastienda de posibilidades. ¿Quién está contemplando esa imagen? ¿Tiene algún significado para él? ¿Qué hace en esa habitación inhóspita? La imagen no nos lo dice, le es imposible, pero su mismo silencio, roto por ese rostro, le confiere una dolorosa melancolía. Nos recuerda que todos nosotros estamos también a la deriva, sin otra lugar de arribo que fondeaderos pasajeros.


Ese desaliño, ese aparente descuido, que roza el de un mal fotógrafo con pretensiones -tal y como todos hemos devenido gracias a la tecnología-, se así a un extremo que convierte esas instantáneas en única. En la foto de arriba, por ejemplo, rompe dos reglas no escritas: el fotografiar a alguien de espaldas, negándonos su mirada, con lo que elimina a su modelo del tema, al tiempo que deja entrar la sombra del fotógrafo en la imagen, haciéndonos conscientes de su presencia, cuando debería permanecer siempre invisibles. De nuevo, el instinto, ayudado por la casualidad, provocan la conjunción de ambos errores, que se contrarrestan entre sí. Ahora tenemos una historia, cuyo inicio y desenlace,  resolución e historia se deja a nuestro criterio.

De ahí que, cosa curiosa, las fotografías que menos me gustan de Friedlander son sus desnudos. En ellas se pierde ese difícil equilibrio entre el simple aficionado y el auténtico maestro que este fotógrafo sabe mantener a la perfección. Se nota demasiado el posado, pierde su naturalidad habitual, incluso en ocasiones se aproxima a la imagen de la revista de desnudos. Ya saben esas posturas imposibles que nadie adopta en su vida diaria. Extraña derivación de un artista obstinado en esquivar todo artificio.

Y es que, como les decía, lo esencial del estilo de Friedlander son esas casualidades inesperadas, esas yuxtaposiciones repentinas que dotan de significado a lo banal, lo ramplón. Como en la foto que cierra esta entrada, donde el habitual desfile patriótico norteamericano, tan caro a una sociedad tan nacionalista como la estadounidense, se ve contradicho por la irrupción, brusca y cortante, de un retrovisor, en donde se refleja un paisaje idílico. 

Una decisión muy arriesgada, estridente y enfática, propia de un mal fotógrafo, pero que Friedlander sabe convertir en destello de genio. Única e inolvidable.


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