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sábado, 28 de noviembre de 2020

En busca de Varda (XIII): Sans Toit ni Loi (Sin techo ni ley, 1985)

Durante esta revisión de la filmografía de Agnès Varda les había comentado ya, en varias ocasiones, del optimismo fundamental de esta directora. A pesar de las dificultades en que se encuentren sus personajes o de las dudas que alberguen sobre el resultado de sus acciones, siempre queda un resquicio para que se cuele la esperanza. Aunque se fracase, habrá valido la pena intentarlo. Sin embargo, de 1980 para acá, sus obras comienzan a ensombrecerse. En Documenteur (Documentador, 1981), la encrucijada existencial de la protagonista, en crisis tras una ruptura amorosa, parecía irse agudizando a medida que avanzaba la película. De igual manera, en 7P., cuis. S. de B... á saisir (7 habitaciones, cocina, baño, listo para vivir, las ansias de libertad de su protagonista se veían coartadas por la presión ejercida por la casa donde vivía, auténtica cárcel en la que era una prisionera más.

Sin embargo, nada me había preparado para la angustia aplastante que recorre Sans Toit ni Loi (Sin techo ni ley, 1985). Varias veces, durante su metraje, me sentí agobiado, impulsado a dejar de verla, aunque la reconocía como obra mayor, entre las mejores del corpus de esta directora. La razón de mi malestar, rayano en la repulsión, era que su argumento conectaba con uno de mis temores mayores: acabar mendigando por las calles, caído en un pozo de miseria del que me sería imposible trepar hacia la luz. Terminar siendo invisible a todos, desconocido incluso por aquéllos que alguna vez me amaron.

Ésa, y no otra, es la premisa que da inicio a la trama. En una explotación agrícola del sur de Francia se descubre el cadáver congelado de una joven, de la que sólo se conocen dos datos: su nombre y que estuvo vagabundeando durante el otoño/invierno por esa misma zona. Partiendo de esa información, Varda procederá a reconstruir sus últimos meses de vida, utilizando el testimonio de aquéllos habitantes que se cruzaron en su camino, acompañándolos de reconstrucciones fílmicas de esas narraciones. El resultado es un lento e inexorable descenso en espiral hacia la nada. La joven que al principio parecía una simple excursionista a la aventura, quizá mera turista rezagada, se descubre como vagabunda profesional quien paulatinamente va perdiendo lo poco que aún conserva: escasas posesiones, confianza, cordura y, por último, la propia vida.

Tal es la precisión con que Varda rueda -y monta- esos elementos, en especial las entrevistas con que jalona el relato, que podría pensarse que se trata de un documental sobre un hecho real, en donde se suplen los vacíos con recreaciones. Pero no es así: esa vagabunda protagonista nunca existió. Su figura no es más que una amalgama de dos hechos reales: la aparición del cadáver de un mendigo en una viña y el encuentro de Varda con una autoestopista, en realidad era una vagabunda sin hogar ni destino, con quien habló largo y tendido. Con esos elementos, la directora intento ilustrar cómo sería la vida de una de esas personas al margen de la sociedad, tanto en las calamidades que debería afrontar como en la huella que dejaría en las personas con las que se encontrase: desprecio, odio, condescendencia, compasión, quizás incluso admiración y amor.

El gran logro de Varda es que su película jamás se convierte en un melodrama, ni mucho menos busca la lágrima fácil o la compasión forzada del espectador. Tampoco se pretende crítica social o denuncia de injusticias, sino constatación de hechos. A esto ayuda, como ya les apuntaba, el estricto tono documental, que le confiere un obligado distanciamiento respecto.de los hechos. Somos observadores ajenos a esas peripecias, incapaces de influir en ellos, lejanía reforzada por un detalle crucial: nunca llegamos a saber quién era esta mujer antes de convertirse en vagabunda. Su pasado, ya fuera feliz o desgraciado, es un misterio insondable, al igual que las razones que quebraron su confianza en la sociedad, llevándola a situarse fuera de ella.

Asepsia que no está reñida con una clara simpatía: a Varda le importa el destino de su criatura. Puede que no lo muestre de forma directa, pero basta con que se lo haga decir a algunas de esas personas que la conocieron fugazmente, descubriendo en ella un brillo, una chispa, los vestigios de otra mujer y otros tiempos que a nosotros nos quedan velados. Por desgracia, estos testimonios no fueron sino excepciones, para la mayoría sólo represento alguien a quien despreciar, desde la seguridad que ofrece un techo, cuando no ayudar a perder definitivamente. 
 
Porque todo, en ese último tramo de la existencia de la protagonista es provisional. Un rasgo, el único permanente, que Varda subraya con travellíng laterales que comienzan sin ella y terminan expulsándola del encuadre.

Como si no le quedara ya lugar en el mundo.

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