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martes, 6 de octubre de 2020

Estamos bien jodidos (y XVII)

 Al pensar en escribir una entrada dedicada a Le capital au XXIéme siècle (El capital en el siglo XXI) de Thomas Piketti, tenía la intención, como hago normalmente, de incluir un fragmento del ensayo. Sin embargo, me he dado cuenta que la mejor explicación no está en el texto, sino en las muchas figuras que lo acompañan, de las que la anterior es un buen ejemplo. 

La cuestión es que cuando se analiza la evolución de los indicadores económicos durante el siglo veinte aparecen gráficas en forma de U, o la inversa de campana, sin importar a que lado del Atlántico nos encontremos. Las cumbres de la U se situan en los periodos 1900-1920 y de 1980 en adelante, mientras que el valle ocupa el periodo 1920-1989, con su mínimo entre 1950-1980.  A pesar de las variantes locales, impresiona que países con historias políticas tan distintas coincidan en la envolvente de su historia económica, tanto más cuando algunos de ellos -Alemania o EEUU- son paradigma de visiones contrapuestas del modelo capitalista. La cuestión es, por tanto, obvia: ¿por qué?

Como pueden imaginar, mi formación no es de economista, así que no puedo discernir en qué medida lo que propone Piketty es cierto, Sin embargo, me parece que sus razonamientos son claros, sus conclusiones sustentadas en pruebas. Una buena impresión que quizá se deba a un sesgo de confirmación: su valoración sobre nuestro presente coincide con la mía. Es decir, que nos encontramos en un periodo en el que las desigualdades están creciendo de manera incontenible, incluso en los países desarrollados, situación que viene acompañada por un declive económica. Mejor dicho, un estancamiento. Desde 2008 vivimos en crisis o al borde de la siguiente, sin que parezca haber una salida clara, en especial en estos tiempo de COVID.

Para sustentar sus conclusiones, Piketty utiliza dos indicadores principales. Uno es el coeficiente 𝛼=r x 𝛽, donde 𝛽 es la proporción del capital de una sociedad comparado con la riqueza que se genera en  un año, mientras que r es el rendimiento anual de ese capital. El coeficiente 𝛼 indica, en consecuencia, el tanto por ciento que el capital representa en la producción de riqueza de un sociedad. Un coeficiente alto indicaría una sociedad de propietarios, que invierten sus riquezas en tierras, inmuebles y acciones para vivir de sus rentas. Ese es era el caso de la sociedad del siglo XIX, en la que ser rentista era el ideal soñado por cualquier persona y donde muchos de los integrantes de las clases acomodadas pertenecían, a su vez, a lo que se llamaba las clases ociosas. Personas que podían permitirse abandonar el mundo laboral o transformarlo en parte de su ocio.

Ese modo de vida sólo podía mantenerse en condiciones de inflación casi nula, como era también el caso del mundo occidental antes de 1914 y, curiosamente, nuestro realidad del año 2000 en adelante, con tasas tan moderadas que bordean la deflacción. Sin embargo, nuestra concepción del mundo no es la del rentista. Mejor dicho, asumimos que no vivimos en el mundo del rentista. Es decir, que nuestro 𝛼 es bajo, lo que implica que la riqueza de nuestras sociedades no proviene de cortar cupones sino se salir a la calle y buscarse las castañas, cueste lo que cueste. Nuestro ideal es meritocrático, de forma que el esfuerzo y la entrega compensan, dan acceso a niveles de bienestar inimaginable para un rentista, al alcance de cualquier persona responsable y trabajadora.

Es entonces cuando Piketty introduce una segunda ley. 𝛽 = s/g.donde s es la capacidad de ahorro de una sociedad y g es la tasa de crecimiento. Esta medida es muy interesante, porque señala que la acumulación de capital es inversamente proporcional al crecimiento económico. O lo que es lo mismo, en sociedades que se han estancado, la proporción del capital en la riqueza puede dispararse, tanto más cuanto mayor sea la capacidad de reinversión de la población, caso, por ejemplo, de que la inflación sea baja. El crecimiento de este indicador provocará de rebote el incremento de la proporción del capital en el incremento de riqueza de esa sociedad, lo que lo hará más atractivo a la hora de ser objeto de inversión.

Se entra así en un círculo vicioso, dondeel crecimiento de capital llama a conseguir más capital, drenando las inversiones en los sectores productivos de la economía, desmotivando la vía meritocrática y reduciendo la tasa de crecimiento. Ese modelo de bajo crecimiento, alta acumulación de capital e inflación mínima es precisamente el de la Belle Époque, el de Europa y América antes de 1914. Es también el de las dos primeras décadas del siglo XX, cuando la inflación es mínima, el crecimiento se ha estancado y la acumulación de capital se ha disparado. Todo lo contrario del periodo de 1950-1980 cuando las tasas de crecimiento eran espectaculares en occidente, el capital estaba reducido a un mínimo imprescindible, pero la inflación era alta, con tendencia a desbocarse y devorar los ahorros de cualquier persona. 

Hasta aquí muy bien, ¿pero qué tiene que ver esto con la desigualdad? Pues el caso es que la sociedad de rentistas de finales del XIX era desigual en extremo, mientras que los gloriosos treinta de mediados del siglo XX representaban tasas nunca alcanzadas de igualdad. Dado que nuestro presente,  en términos económicos, se parece más a la Belle Epoque a los Treinta Gloriosos, ¿ocurre lo mismo con las desigualdades? 

Así parecería indicarlo la gráfica que abre esta entrada.

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