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domingo, 13 de septiembre de 2020

La vieja escuela


































Gracias a la editora norteamericana Discotek, los aficionados al anime estamos teniendo la oportunidad de disfrutar de producciones de los años 70 y 80 que habían quedado en el limbo de lo que no es de rabiosa actualidad o se conserva en formatos periclitados. Es cierto que muchas de esas obras de anime tienen una animación bastante primitiva, cuando no tosca -problemas de los presupuesto y de la dificultad de animar antes de los ordenadores-, sin olvidar que sus historias solían ser absurdas, incoherentes y melodramáticas, cuando no directamente inexistentes -en ese sentido, a pesar de la sofisticación de la que tanto nos ufanamos, no es que hayamos mejorado mucho-. Sin embargo, en el caso de los largometrajes, la calidad de la animación poco tenía que envidiar a la actual, a pesar de no contar con ordenadores, con lo que si al frente se hallaba uno de los grandes nombre del anime, se podía incluso excusar la endeblez temática y narrativa. La historia no pasaba de ser una excusa cualquiera en la que apoyarse para construir un espectáculo visual apabullante, en ocasiones bordeando la vanguardia y la experimentación.

Tal es el caso de Cobra Space Adventure, dirigido en 1982 por Osamu Dezaki.  Junto con Rintaro, este animador fue el responsable de que, en la juntura de las décadas de los 70 y 80, muchos niños y adolescentes occidentales comenzarán a descubrir que había mundos animados más allá de la Disney o Hanna-Barbera. Territorios inexplorados, además, mucho más sugestivos y atrayentes que la animación comercial de origen americano, puesto que coincidían en muchos aspectos con el cómic de ci-fi y fantasía, adulto y osado, que se podía disfrutar en las publicaciones más avanzadas de aquel momento. Era una época, no se olvide, donde los terremotos de los sesenta aún generaban réplicas, sin que aún se hubiese generalizado ese conformismo insulso y paralizante que caracterizaría los años ochenta plenos y en el que, me temo, seguimos instalados.

Dado que mi adolescencia tuvo lugar en los ochenta, pueden imaginarse que ver estas producciones tiene bastante de vuelta al hogar. Esa nostalgia de anciano por la niñez perdida, si quieren llamarla así, me predispone a favor de estas obras ya antiguas, impidiéndome, al mismo tiempo, ponerme en el lugar de un joven aficionado de esta época. En el de alguien que no sólo ha vivido ya en un mundo en que los móviles, la conexión perpetua y las redes sociales son objetos naturales, sino que ha crecido bajo el signo del complejo moe/kawai. Las diferencias de enfoque pueden ser así insalvables, empezando por el hecho de que, en aquellos tiempos pretéritos, los personajes tendiesen a aparentar más edad de la suya propia, mientras que ahora que los diseños tienden a la infantilización; o que resultase natural que se incluyesen fuertes dosis de violencia y sexo, junto su reverso tenebroso de racismo y sexismo, como hecho distintivo e irrenunciable, sin rebajarlos con ese aquí-no-ha-pasado-nada, esto-no-iba en serio, tan habitual ahora que solo revela un claro timoratismo.

Dejemos atrás mis quejas de abuelo que comienza a perder el contacto con el mundo. Lo que me interesa subrayar aquí es como un anime que podría haberse quedado en genérico y prescindible, dada la insustancialidad de su premisa, asciende a otro nivel gracias a un animador de raza y talento, como es el caso de Dezaki. Desde el mismo principio, es patente la voluntad de los creadores por apurar las posibilidades del medio, la técnica y su propia capacidad. El combate con que se abre la película es notable por aunar varios casi imposibles para la animación de antes del ordenador: no solo por  su fluidez, sino por su afán por replicar movimientos de cámara que llevan incluso a acrobáticos,  sin temer incluir ángulos que obliguen a escorzos forzadísimos, que luego se logra animar de forma natural y lógicas. O para terminar, animar los mismos fondos, lo más difícil que un animador de ese tiempo y con esos medios se podía proponer. Todo ello, no se olvide, sin que la escena se derrumbe en un amasijo de líneas informes, para además de dotarla de personalidad, brío y energía.

Algo se puede apreciar en las capturas que he incluido, pertenecientes a un escena posterior del film, donde el frenesí de una discoteca se expresa mediante distorsiones y cambios de color, que apoyan y resaltan una animación enfebrecida, en muchos aspectos indistinguible de lo que sería rodar en el mundo real, en el allí y entonces de una sala de baile de ese tiempo. Energía desbordante, ya notable de por sí, que sólo es un aspecto del amplio registro que Dezaki es capaz de plasmar. Es aún más admirable, y muy poco corriente, que en otras secciones sea capaz de aquietar su efervescencia por completo, transformándola de energía y movimiento en meditación y simbolismo. Es en esos casos, como en los títulos de crédito o en los ensueños de la protagonista, donde Dezaki da primacía a la complejidad inacabable del dibujo -característica muy japonesa, por otra parte-, aproximándose a la vanguardia, la abstracción y la experimentación.

Todo ello, no se olvide, en una obra que no iba más allá de ser una ensalada de hostias en el espacio.

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