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martes, 15 de septiembre de 2020

Estamos bien jodidos (y XXVI)

Regardless of where the EPZs are located, the workers' stories have a certain mesmerizing sameness: the workday is long —fourteen hours in Sri Lanka, twelve hours in Indonesia, sixteen in Southern China, twelve in the Philippines. The vast majority of the workers are women, always young, always working for contractors or subcontractors from Korea, Taiwan or Hong Kong. The contractors are usually filling orders for companies based in the U.S., Britain, Japan, Germany or Canada. The management is military-style, the supervisors often abusive, the wages below subsistence and the work low-skill and tedious. As an economic model, today's export processing zones have more in common with fast-food franchises than sustainable developments, so removed are they from the countries that host them. These pockets of pure industry hide behind a cloak of transience: the contracts come and go with little notice; the workers are predominantly migrants, far from home and with little connection to the city or province where zones are located; the work itself is short-term, often not renewed.

Naomi Klein, No logo

Sin importar donde estén situadas la EPZ (Export Processing Zones, Zonas de libre comercio), las historias de los trabajadores son de una similitud hipnótica. La jornada laboral es larga -catorce horas en Ceilán, doce horas en Indonesia, dieciséis en China, doce en las Filipinas-. La gran mayoría de los trabajadores son mujeres, de ordinario jóvenes, trabajando para contratas y subcontratas de Corea, Taiwan o Hong Kong. Los contratistas están a cargo de pedidos de compañías afincadas en los EE.UU. Gran Bretaña, Alemania o Canadá. La gestión es al estilo militar, los capataces, tiránicos,  los sueldos por debajo del nivel de supervivencia, mientras que las tareas son poco especializadas y tediosas. Como corresponde a un mismo modelo económico, las Zonas de libre comercio tienen más en común con franquicias de comida rápida que con inversiones sostenibles, dado lo aisladas que están de los países que las albergan. Estas bolsas de industria pura se esconden bajo una capa de transitoriedad: los contratos van y vienen sin aviso previo, los trabajadores son en su mayoría emigrantes, lejos de su hogar y con apenas relación con la ciudad o la provincia donde las zonas están localizadas, el trabajo en sí es a corto plazo, renovado con poca frecuencia.

Como he ido desgranando en las entradas anteriores, No Logo, de Naomi Klein, analiza en profundidad la metamorfosis, quizás irreversible, que ha sufrido el modelo empresarial en los últimos cuarenta años. La empresa modelo, antaño caracterizada por sus muchas sucursales y plantas de producción, se ha sublimado la empresa marca, cuya fuerza laboral podría caber holgadamente en un piso privado. Esa rarefacción no se queda en la estructura sino que afecta, en especial, al producto. Ya no se venden objetos materiales, sino soportes de intangibles. En el caso paradigmático de Nike, pertenecer a una supuesta élite de deportistas que, además, se pretenden rebeldes contra un sistema anquilosado y periclitado. Sin importar que, en realidad, esas empresas/marca sean puntales inamovibles del nuevo neoliberalismo, para el que el mercado es dios único y omnipotente.

Las consecuencias de este nuevo modelo empresarial sobre la estructura social son deletéreas. En vez de reducir el precio de sus artículos, éste se eleva, como compensación por esos intangibles añadidos, sin contar que, en bastantes casos, el público al que se dirigen es el más empobrecido, que debe hacer auténticos sacrificios para hacerse con ese sueño anhelado. Por otra parte, el mercado laboral ha pasado de ser uno formado por trabajadores estables, con derechos laborales, a uno de temporeros postmodernos, sin protecciones y con salarios mínimos. Por último, la creación de macrotiendas asociadas a las marcas ha vaciado de pequeños comercio sel tejido urbano, al ser incapaces de competir contra esos titanes comerciales. Sin embargo, estos tres efectos no dejan de ser problemas del primer mundo, puesto que la principal repercusión tiene lugar en el tercer mundo, donde toma la forma de neocolonialismo. Es decir, de servidumbre y esclavitud.


La cuestión es que, a pesar de ese proceso de rarefacción, las empresas/marca tienen que seguir sirviendo un mismo cometido: vender un producto. Dado los ingentes gastos que supone tener que mantener la imagen de marca, además de los crecientes sueldos de los gestores, esas empresas no pueden asumir los elevados costes de personal occidentales, por lo que desplazan sus fuentes de producción a otros países donde sean menores. Sin embargo, la fábrica no se desplaza. No es que la planta que se ha cerrado en Europa aparezca ahora en un país del sudeste asiático. Hacer algo así supondría trasladar a otro país el problema del que se quería huir, por lo que único que se mueve es el contrato. La empresa/marca buscará a alguien, en ese otro país, que le sirva los pedidos que encargue, Pagándolos, además, a precios irrisorios.

Esos precios, como puede suponerse, sólo pueden mantenerse contratando mano de obra poco especializada y, en especial, en condiciones de indefensión: emigrantes, grupos marginales, clases desfavorecidas. Personas a las que se podrá inducir a cobrar salarios de miseria, con jornadas laborales interminables, sin ningún tipo de derecho laboral. Condiciones, aunque ya no se use esa palabra, de explotación, rayana con la servidumbre, cuando no la esclavitud. Sin embargo, ese estado es sólo el principio de una escalera descendente. Las contratas que tratan directamente con la empresa/marca no son, en general, las que fabrican el producto, sino que las subcontratan a otras. Con una substancial rebaja en el pago, como era de esperar.

¿Cómo pueden enjujarse esos beneficios decrecientes? La reducción continua de los sueldos de los trabajadores no bastaría por si sola, lo que obliga a cortar de otras partidas. Es aquí donde surge otra de las perversiones del sistema de empresa/marca, en forma de contrato fáustico entre las empresas y los países del tercer mundo: la EPZ o Zona de libre comercio. En pocas palabras, para hacerse con la suculenta tajada, en apariencia, de la producción de una empresa/marca, los países aceptan crear zonas dentro de su territorio donde sus leyes no van a regir. En concreto y en especial, el pago de impuestos, los seguros médicos estatales, las subvenciones por desempleo y cualquier otro beneficio reconocido a los trabajadores.

Se constituyen así zonas donde, sin exagerar, la esclavitud está legalizada y donde no se va a titubear en tomar medidas violentas para evitar cualquier tipo de protesta o de organización sindical. Esto era de esperar, pero les había hablado antes de un pacto faústico entre el estado y la marca. Si el estado receptor esperaba sacar beneficios de que la planta se asentase en su país, estaba muy equivocado. La marca no paga impuestos, no invierte fuera de la zona y, dado los bajos sueldos que paga, los empleados no pueden contribuir al desarrollo de las áreas aledañas. Para empeorarlo, la marca -o su subcontrata- siempre pueden negociar a la baja sus condiciones. Les basta amenazar con irse. 

En conclusión, y volviendo a nuestro primer mundo, no es ya que la marca contribuya al deterioro de nuestro nivel de vida, es que además nos convierte en cómplices suyos. Comprando sus productos, contribuimos a la explotación de otros seres humanos. No los vemos, no sabemos de ellos, pero su sufrimiento tiene su origen en nosotros, aunque sea de forma secundaria.

La pregunta es bien simple: ¿cómo dar la vuelta a la situación? Klein propone una serie de acciones que podemos tomar y que, en principio, parecen efectivas. Sin embargo, me voy a permitir ser pesimista. En los 20 años desde que fueron propuestas, no creo que hayamos mejorado.

El capitalismo sigue rampante.

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