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sábado, 5 de septiembre de 2020

Estamos bien jodidos (y XXIV)

Everyone has, in one form or another, witnessed the odd double vision of vast consumer choice coupled with Orwellian new restrictions on cultural production and public space. We see it when a small community watches its lively downtown hollow out, as big-box discount stores with 70,000 items on their shelves set up on their periphery, exerting their gravitational pull to what James Howard Kunstler describes as "the geography of nowhere.” I It is there on the trendy downtown main street as yet another favourite cafe, hardware store, independent bookstore or art video house is cleared away and replaced by one of the Pac-Man chains: Starbucks, Home Depot, the Gap, Chapters, Borders, Blockbuster. It is there inside the big-box retail outlets each time a magazine is taken off a shelf by a manager mindful of his bosses' corporate definition of "family values." You can see it in the messy bedroom of a fourteen-year-old Web master who has just had her fan page shut down by Viacom or EM1, unimpressed by her attempts to create her own little pocket of culture with borrowed snippets of trademarked song lyrics and images. It is there again when protesters are thrown out of shopping malls for handing out political leaflets, told by the security guards that although the edifice may have replaced the public square in their town, it is, in fact, private property.

Naomi Klein, No Logo

Todos hemos, de un modo u otro, presenciado la extraña doble visión de una ingente variedad de opciones de consumo junto con nuevas restricciones orwellianos sobre la producción cultural y el espacio público. Lo vemos cuando una pequeña comunidad observa como su animado centro urbano deviene hueco, a mediad que se establecen en su periferia  macrotiendas de descuentos con setentamil  artículos en sus estanterías, creando una atracción gravitacional hacia lo que James Howard Kunstler llama «la geografía de la nada». Está también en la calle de moda del centro, a medida que los cafés con encanto, ferreterías, librerías independientes o videoclub de arte y ensayo son expulsados y reemplazos por franquicias: Starbucks, Home Depot, The Gap, Chapters, Borders, Blockbuster. Se halla dentro de las macrotiendas al por menor, cada vez que una revista es retira de la estantería por un gestor preocupado por la definición corporativa de los «valores familiares». Lo puedes ver en el dormitorio desordenado de un webmaster de 14 años cuya página web acaba de ser cerrad por Viacom o EMI, sin considerar sus intentos de crear su propio espacio cultural con fragmentos extraídos de letras de canciones e imágenes con copyright. Esta allí, de nuevo, cuando se expulsa a manifestantes de los centros comerciales por repartir octavillas políticas, con la excusa, por parte de los guardas de seguridad, de que aunque ese espacio haya reemplazado la plaza del pueblo se trata, en realidad, de una propiedad privada.

A medida que iba adentrándome en No Logo, experimentaba un creciente sentimiento de incomodidad. Naomi Klein, a finales de la década de 1990 intentaba dar un grito de advertencia ante un capitalismo cada vez más intrusivo y totalitario, si me permiten el adjetivo. Con esa intención, en el libro se presentaban ejemplos de como se podía luchar, con éxito, contra esas nuevas formas de alienación. Sin embargo, veinte años más tarde, hay que concluir que la distopia inquietante que esta ensayista narraba se ha convertido en nuestra normalidad, a lomos de la Gran Recesión y la pandemia del COVID19. Aceptada con el marchamo de lo nuevo y hasta el extremo de no poder imaginar un mundo distinto. Es cierto que los términos con los que ella la describía no son los mismos que utilizamos nosotros, pero conceptos como gentrificación o uberización estaban descritos con todo detalle, aunque fuera en un estado embrionaripo. Asímismo, los personajes pueden ser otros -algunos como Blockbuster han incluso quebrado-, pero la diferencia no está en las intenciones de los nuevos protagonistas, sino que en estos han devenido virtuales. Una nueva vuelta de tuerca al proceso de evanescencia que acompaña al capitalismo de marcas.



Dicho esto, retomemos el análisis donde lo dejamos. ¿Por qué está mal que las marcas, como Nike, vendan productos caros a la gente pobre? Productos, además, que no tienen una calidad intrínseca y se basan, casi en exclusiva, en el prestigio social que da una supuesta pertenencia a una élite que nunca será la suya. En todas las épocas, se podría decir, siempre ha habido medios para quitar el dinero a los estúpidos. ¿Por qué deberíamos escandalizarnos? Que hubieran tenido más cuidado. Sin embargo, no estamos hablando de un charlatán de feria, sino de empresas de ámbito mundial que, directamente, engañan a sus clientes, cuando por otra parte presumen de luchar por altos ideales morales. O mejor dicho, para no levantar suspicacias, que han alcanzado un grado de delicuescencia que ya no venden productos, sino ideas e ideales. Por ejemplo, da un poco igual a qué sepa la Coca-Cola, puesto que lo que esa empresa comercializa es la felicidad y la solidaridad entre las gentes. O el caso de Apple, donde ya da un poco igual lo avanzado o ergonócimos que sean sus equipos, cuando lo que venden son chapas certificadores de estar a la última.

De nuevo, ¿qué nos importa esto? Si son timadores de verdad, ya se les pillará en un renuncio y lo pagarán bien caro. Hasta entonces, incluso se podría llegar a admirarlos con sinceridad, puesto que sólo están dejando en evidencia a los estúpidos. Sin embargo, queda un aspecto mucho más perverso. Estas empresas no se limitan a vender, ya sea cosas tangibles o mero humo. Están realizando una acción directa sobre el mundo real, sobre el paisaje urbano, la sociedad y las relaciones laborales. De tal calado que su caso se podría hablar de un capitalismo totalitario. El objetivo confeso de toda empresa/marca, ya sea Apple, Amazon o Über, es un mundo reconstruido a su imagen y semejanza, donde el consumidor sea al mismo tiempo empleado. Es decir, alguien que guarde fidelidad inquebrantable a la marca, habite en los espacios de la marca y sea publicista sin sueldo de la marca.

Esta transformación del mundo a la imagen de la marca no es un intangible, sino que tiene un  impacto físico, detectable desde los años 90. Como señala Naomi Klein, el poder omnímodo de estas marcas, sustentadas por decenas de miles de compradores fieles, les permite crear tiendas titánicas. Espacios de consumo que son el correlato de la fábrica en el mundo de la producción y que incluso adopta el formato de inmensa nave industrial: piensen en Ikea, Leroy-Merlin. Su propio tamaño, propio de acorazados o de trasantlánticos, les confiere una ventaja insuperable frente al pequeño comercio. Por mucho que moverse a esas macrotiendas requiera el uso del transporte privado, su amplio muestrario hace que sea mucho más económico desplazarse a ellas para llenar el maletero. En la tienda de la esquina siempre faltará algo y no podremos acaparar cosas inútiles.

Por supuesto, esto no es del todo cierto. Con el tiempo, las macrotiendas tienden a estandarízar su muestrario y vender sólo aquello a lo que se puede dar salida en grandes cantidades. Al final, para la pieza muy especializada, para el artículo raro, hay que volver al pequeño comercio. Sin embargo, para cuando eso ocurre, el daño ya está hecho. El mercado se divide entre la macrotienda, donde va la gran mayoría de la gente, y la minúscula, que tiene una parroquía fiel. No hay nada entre medias. Esta polarización empobrecedora, por su parte, se traduce en una redistribución similar del tejido urbano. Los centros de pueblos y cuidades se vacían, quedan convertidos en desiertos comerciales donde sólo sobrevive el comercio turístico, si lo hay, mientras que los proveedores de la población migran a las afueras, a esas macrotiendas de marca. Un vaciado del espacio público que, además, se ve acompañado por una disminución de opciones. En vez del colmado, el ultramarinos, la cafetería o el bar, lo que le substituye es la sucursal de una franquicia, obligada por contrato a suministrar un producto -o productos- estandarizados, iguales en todas las tiendas y ciudades.

Sin olvidar que ese empobreciemiento, como también señala Klein, contiene el germen de limitaciones a nuestra libertad. Dado que una marca apela a ideales moralistas para vender sus productos, no puede comercializar artículos que puedan suponer un rechazo social. Estos serán retirados -cancelados- antes incluso de que alguien pueda reparar en su presencia, sin que, en multitud de ocasiones, exista un fundamento real a esa censura. Bastará la sospecha y la posibilidad de un daño en la cuenta de beneficios. De igual manera, el tránsito de vivir en un espacio público a vivir en una marca -sea ésta Starbucks o Wallmart- supone un obstáculo a la libertad política. Al ser un espacio privado, la protesta politica, en cualquier forma, nunca podrá realizarse en su interior, tendrá que desplazarse a esos centros vacíos de las ciudades, donde nadie los presencia ni se ve afectado por ellos.
 
Se me puede objetar que, en nuestro presente, esa polarización conquistadora no se ha obrado, o que como mucho es un fenómeno estadounidenses. De hecho, incluso en ese país, los centros comerciales están cerrando. desapareciendo. En parte es cierto, pero sólo porque esa rarefacción de las marcas ha dado un salto cualitativo. El centro comercial no necesita ser ya físico, sino que le basta con que sus clientes tengan acceso a Internet.
 
Y si no, que se lo digan a Amazon, futuro vendedor único mundial.

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