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domingo, 19 de julio de 2020

Estamos bien jodidos (y XV)

Si las guerras civiles constituyen la forma más elevada de la violencia política, y si en todas las guerras civiles españolas el componente religioso ocupa un lugar central, entonces habría que decir que la excepción española a la que se refería Tilly hay que buscarla en el lugar ocupado tradicionalmente por la Corona, como sujeto de soberanía, por el Ejército como garante del orden público y por la Iglesia católica, en su relación simbiótica con la Monarquía, como titular de la única religión de Estado. Son esos tres elementos, que se refieren más a la estructura del Estado liberal español que a un dato de la cultura política de los españoles, los que introducen elementos de violencia en la configuración misma del Estado, porque en tal Estado el recurso a las armas está legitimado si los mandos militares consideran que la patria está en peligro y si la jerarquía de la Iglesia decide que la Religión católica, identificada con la nación y con la corona, sufre «persecución»; la intervención militar en el sistema de la política, consagrada por la llamada Ley de Jurisdicciones y amagada, y luego cumplida, en las Juntas Militares y el golpe de Estado de Primo de Rivera, y la defensa a ultranza del artículo II de la constitución y su abusiva interpretación en la imposición clerical, no son resultado de una cultura, con sus diversos grados de violencia; son estrategias de conservación o ampliación del poder que, de hecho, militares y clérigos han ejercido en España desde los mismos orígenes del Estado liberal.

Santos Juliá. Demasiados retrocesos, España 1898-2018

Les confieso que mi opinión hacia Santos Juliá se ha modificado de manera drástica tras leer sus últimos libros. Si lo recuerdan, en la primera década de este siglo se le encargó la redacción del tomo 10 de la Historia de España Villar/Fontana, dedicado al último tercio del siglo XX y la consolidación de la primera democracia estable de nuestra historia. Sin embargo, el estallido de la Gran Recesión en 2008, unido al terremoto político que provocó en el sistema surgido de la transición, condujo a la cancelación de ese proyecto, traspasado a otro equipo distinto. Unos años más tarde, supongo que partiendo de las ruinas del trabajo anterior, Santos Juliá escribió Transición, Historia de una política española (1937-2017), que se podía entender como una defensa del régimen del 78, al igual que una reacción ante el enfoque más crítico y desengañado del tomo 10, en su redacción final, ante nuestra presente democracia.

En su momento, ese libro de Santos Juliá me irritó un tanto. Su ataque a los nuevos fenómenos políticos de la década de 2010, 15M y Podemos, denotaba su su falta de comprensión ante la catástrofe nacional en que nos veíamos envuelto, así como su indiferencia ante el coste social de la crisis, auténtica razón del ascenso esas nuevas formaciones políticas., Sin embargo, puedo entender su miedo -compartido por varias generaciones de españoles, a las que pertenezco en parte- hacia una posible involución política que pudiera derivar en catástrofe. El riesgo es patente: destruir, como ya lo hemos hecho varias veces. la única etapa de nuestra historia reciente en que nuestras esperanzas compartidas de paz, justicia y libertad no se habían visto frustradas. De igual manera, en el periodo  1975-1982, el temor al que cualquier régimen democrático postfranquista siguiese los pasos de la Segunda República, conduciendo a una reproducción de la Guerra Civil del 36, fue precisamente el que permitió que la transición echase a andar, así como que la constitución, y nuestro ordenamiento jurídico con él, contengan disposiciones que a los neoliberales contemporáneos patrios les parecen anatema. Ya saben, propias del socialismo venezolano que sólo lleva a la ruina económica y al ostracismo internacional.

Sin embargo, en este último libro, publicado poco antes de su muerte,  el tono ha cambiado por completo, como indica su mismo epígrafe de Demasiados retrocesos. ¿Por qué? Al final el fantasma neocomunista de Podemos -en realidad un trasunto de la socialdemocracia moderada de los sesenta- quedó conjurado por las propias disensiones inherentes a la izquierda, junto con el ascenso de un populismo de centroderecha: Ciudadanos. Ese partido muleta permitió que el bipartidismo capease el temporal, ofreciendo una tabla de salvación al PP, aunque las tensiones que su apoyo produjo en el PSOE estuvieron a punto de llevarlo a la ruina. Sin embargo, en una pirueta inimaginable, el candidato socialista que había sido expulsado a patadas de su propio partido volvió a hacerse con la dirección general del PSOE,  además de conseguir ganar una moción de censura contra el PSOE. Recuperaba así el poder en una alianza vacilante e incómoda con el enemigo de antaño, ese Podemos tan denostado. El empecinamiento de Ciudadanos en defender al PP a capa y espada, unido a sus vaivenes políticos, propios de quien sólo es un partido muleta, acabarían pasandole factura, en forma de  derrumbe en las últimas elecciones generales.

Llegados a este momento, con los dos nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, abocados hacia la irrelevancia, parecería que el régimen del 78 y el bipartidismo se habían salvado. Sin embargo, dos problemas insolubles, uno antiguo y uno nuevo, se han enconado hasta convertirse en insolubles. Por un lado, el foco del independentismo radical se ha trasladado del País Vasco a Cataluña, culminando en la farsa de otoño de 2018, con su no referendum y su no declaración de independencia. Entre Madrid y Barcelona, así como en el seno de la propia sociedad catalana, se ha abierto un abismo insalvable, de una exasperación similar del del preludio de una guerra civil, sino fuera porque en nuestras sociedades posmodernas, rebosantes de riquezas materiales, toda rebelión es simbólica y nunca se lleva hasta el final. Nadie renuncia ya a sus terracitas y a sus vacaciones en la playa, por muy arraigadas que sean sus convicciones políticas. La Barcelona de 2020 no es la de 1920, cuando bandas de anarquistas, en defensa de sus derechos laborales, y del somatén, pagado por industriales catalanes para eliminar a los dirigentes sindicales, se enfrentaban a tiros en las calles, al tiempo que los gobernadores militares aplicaban la ley de fugas a todo posible izquierdista que cayese en sus manos.

En paralelo con esta radicalización independentista catalana, se ha producido otra similar por parte de la derecha nacional. Siguiendo el ejemplo de las otras ultraderechas europeas, la nuestra, reunida bajo las siglas de VOX,  empezó a proclamar una agenda ultranacionalista, machista, militarista. racista y xenófoba, que no tenía miedo a cantar las virtudes de la dictadura de Franco. No sólo en esos tiempos tardofranquistas de "inmensa placidez", sino en los más duros y sangrientos de la Guerra Civil y la posguerra. Casi como en tiempos de la CEDA, para VOX la democracia se revelaba como mera vía auxiliar y prescindible para arribar a un régimen en donde se borrase cualquier veleidad izquierdista. Para sorpresa de todos, este partido ha irrumpido con fuerza en las instituciones, comiendo el terreno a un PP que nunca había dejado de lado, ni ocultado, su querencia por el pasado franquista, y que incluso había hecho de esa afinidad uno de sus signos de identidad. De hecho, si en España no teníamos aún un movimiento similar al de Jean Marie LePen en Francia, era porque esos sectores estaban incluidos -diluidos- en la derecha de un PP que nació, precisamente, como reducto del Franquismo antitransición y anticonstitución.

De esa manera, la situación ha cambiado de forma drástica entre 2010 y 2020. Los llamados partidos "populistas", Podemos y Ciudadanos, se hallan en vías de desaparición y con probabilidad no sobrevivan a un próximo embate electoral. Sin embargo, hay dos factores que parece van a dominar la década de 2020. Por un lado, un independentismo catalán, capaz de derribar cualquier gobierno de izquierdas, ya de por sí débil e impotente, además de condicionar cualquier medida nacional, como la lucha contra el COVID-19, a sus propias aspiraciones políticas. Por otro lado, la creciente presencia electoral de VOX, que obliga al PP a ser más papista que el Papá, es decir, a mostarse opuesto a cualquier reforma que conceda derechos a emigrantes, mujeres y comunidad LGBTI, e incluso a derogar las que ya existen, así como ser proponente de soluciones ultraliberales. Aunque para esto no necesitaban demasiado acicate.

De ahí el temor que trasluce en el último libro de Santos Juliá. El régimen del 78 está amenazado en sus cimientos, pero estos no son el bipartidismo o la monarquía, que no acaba de salir de un escándalo para meterse en otro. Lo que está en cuestión son los derechos fundamentales por los que los españoles hemos luchado durante más de dos siglos y que ahora podrían ser eliminados en pro de una comunidad nacional con ribetes fascistas, tal y como la desea VOX. Unas libertades en peligro, junto con el contrato social esbozado en la constitución y construido a partir de 1982 por los gobiernos del PSOE: ese estado del bienestar en que la presión fiscal progresiva, en forma de impuesto de renta y del patrimonio, permitía tener educación, sanidad y pensiones públicas. Sistema que los gobiernos del PP y sus primos hermanos de VOX, van royendo de forma paulatina, gobernando a favor de los más ricos con el apoyo de los más pobres.

Esos pelagatos a los que odian de forma profunda pero a los que mantienen entretenidos -y votándoles en todas las citas electorales- agitando la bandera de la patria. Echando la culpa de todas sus miserias a catalanes, inmigrantes, feministas y gays.

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