Páginas

domingo, 5 de abril de 2020

Influencias y fertilizaciones (y I)






















































Hubo un tiempo, en la primera década de este siglo, en que el estudio 4ºC se puso a la cabeza de la producción de anime.  No por su éxito comercial, ni por la cantidad de su producción, sino por su carácter vanguardista y experimental. Cada una de sus producciones era original, distinta a lo que se tenía como normal y aceptable, sin repetirse ni caer en la rutina. Lo único que unía a sus películas era su amor por el riesgo, por ir más allá de lo permitido y aceptable, en un sentido estético y formal. Se ofreció así una oportunidad de oro a jóvenes y viejos talentos, que en su seno encontraron la posibilidad de expresarse con libertad, sin verse forzados a seguir los clichés de la producción comercial ni verse limitados por estrecheces de presupuesto. Uno de esos nuevos creadores fue Masaaki Yuasa, quien se mostraría como una de las presencias más estimulantes del anime en estos últimos veinte años, aunque, como ya les comenté hace poco, parece mostrar algún signo de cansancio y apoltronamiento en sus películas recientes. 

La edad de oro del estudio 4ºC concluyó con la crisis mundial de 2010, de manera que durante década de 2010 apenas ha producido otra cosa que productos alimenticios.  Genius Party (Fiesta de Genios, 2007), compilación de cortos firmados por grandes nombres del anime, pertenece por suerte a esa década prodigiosa, en la que figura como una de las obras mayores del estudio. El único reproche que se le puede hacer, común a todas las películas de episodios, es que la calidad no es uniforme. Junto a obras magníficas, de las mejores en el opus de sus autores, se encuentran otras que no pasan de normales, incluso mediocres. Sé que ya les he hablado en otras ocasiones de Genius Party, pero creo que no he hecho aún un análisis corto por corto. Vayan entonces unas breves líneas por cada uno.

Genius Party, de  Atsuko Fukushima, se resiente un tanto por ser la intro de la colección, apenas un preludio para ponernos en contexto. Podría haberse quedado estancado ahí, en esa razón de ser utilitaria, pero rompe esas limitaciones en dos sentidos. Primero, es de una gran belleza plástica, a partes iguales abstracta y simbolista, sin que sea necesario una historia clara, mucho menos explicaciones, para poder disfrutarlo de forma plena. Por otra parte, sí que tiene un mensaje, muy en consonancia con el propósito último de Genius Party: de esa reunión de mentes privilegiadas cabe esperar una cadena de fertilizaciones cruzadas, que lleven a cada uno de ellos a nuevos territorios estéticos, imposibles de alcanzar si cada uno de ellos se hubiera quedado encerrado en su jardín privado.

Shanghai Dragon, de Shoji Kawamori, es un corto muy brillante técnicamente pero que no aporta nada nuevo. Kawamori parece incapaz de escapar del coto cerrado de su franquicia más famosa, la longeva Macross, así que nos ofrece una historia más de mechas, invasiones extraterrestres y héroes predestinados. Unos elementos que en su momento, los años ochenta, fueron una novedad radical a la que se debieron incontables series y películas de anime, pero que ahora no pasan de plantilla rutinaria. La única diferencia estriba en que las nuevas tecnologías le permiten conseguir imposibles visuales, asombrosos hace quince años, pero que ahora están integrados en la normalidad, en ese mínimo que toda producción tiene que alcanzar por obligación.

The Deathtic Four de Shinji Kimura es un corto que parece venir de otro ámbito estético. Sin saber su origen, podría confundirse con cualquier producción europea o canadiense, que busca arrogarse ínfulas artísticas. Esa excentricidad, con respecto al estilo habitual del anime, lo torna muy interesante de ver, en especial por su carácter de exploración de un mundo de fantasía, una suerte de Hades posmoderno, que deja al espectador con ganas de conocerlo en más profundidad. Sin embargo, la anécdota argumental es bastante floja, incapaz de ocultar su carácter de mera excusa para la descripción ese mundo de ultratumba. El regusto que deja es agridulce, de no haber llegado hasta donde se proponía.

Door Chime, de Yoji Fukuyama, por el contrario, tiene una premisa muy interesante: la del Dopplegänger que amenaza con substituirnos en la realidad. No llega a culminar por problemas de la animación, que es bastante inexpresiva. Le falta chispa y emoción para llegar a transmitir el laberinto existencial en que se ve envuelto el protagonista.

Limit Cycle, de Hideki Futamura, es uno de los dos grandes cortos de la compilación. Durante veinte minutos, una voz en off, con un tono monocorde y pausado, va a ir recitando los pensamientos de Blaise Pascal, filósofo francés del siglo XVIII, sobre unas imágenes que remiten al mundo hipertecnificado y agnóstico del siglo XXI, como pueden ver en las capturas que abren esta entrada. Esa combinación, de gran riesgo y audacia, podría haberse hundido sin remisión, quedarse en mero ejercicio pretenciosos de estilo, más aún teniendo en cuenta su larga duración, pero se tiene por sí solo y funciona de maravilla. Induce en el espectador un estado de trance, cercano a un viaje lisérgico, dentro de un laberinto conceptual y visual de infinita complejidad. Les puedo decir que tras varios visionados aún sigo sin entender a dónde quiere llegar el autor, pero no me importa en absoluto.

Happy Machine, de Masaaki Yuasa, es otra de las estrellas de la colección y de la filmografía de Yuasa. Se trata de un viaje existencial, remedo de nuestro transitar del útero a la tumba, que se traslada a un mundo de fantasía donde reínan la soledad, el desengaño y la crueldad. Un pesimismo irremediable que ve amplificado su impacto al contraponerse a un diseño de personajes casi infantil, una delirante imaginación en la creación de seres imposibles, junto con un espíritu juguetón en su animación. En conclusión, sigue siendo tan impresionante ahora como entonces, aunque su goce queda un tanto ensombrecido al comprobar que Yuasa, en tiempos recientes, parece haber perdido la mordiente de sus inicios.

Baby Blue, de Shinichiro Watanabe, tiene un problema común a toda la obra reciente de este autor: nunca ha sido capaz de superar su obra maestra, la magnífica serie Cowboy Bebop (1998). Si se deja esto a un lado, el corto es una sentida y melancólica evocación de la juventud. No de esa felicidad y alegría con la que se la suele asociar, de manera equivocada, desde la vejez, sino señalando la confusión y desorientación de ese tiempo de crisis. En concreto, la falta  aparente de caminos que permitan desarrollarnos, junto con la manera en que la vida ciega los que creíamos eran nuestros. Incluso antes de que nos percatemos de su existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario