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sábado, 18 de abril de 2020

Estamos bien jodidos (y VII)

These last points are crucial. The fundamental deprivation  of human rights is manifested first and above all in the deprivation of a place in the world which makes options significant and actions effective. Something much more fundamental than freedom and justice, which are the rights of citizens, is at stake when belonging to the community into which one is born is no longer a matter of course and not belonging no longer a matter of choice, or when one is placed in a situation where, unless one commits a crime., his treatment by others does not depend on what he does or does not do. This extremity, and nothing else, is the situation of people deprived of human rights. They are deprived, not of the right to freedom, but of the right to action, not of the right to think whatever they please, but of the right to opinion. Privileges in some cases, injustices in most, blessings and doom are meted out to them according to accident and without any relation whatsoever to what they do, did, or may do.

Hannah Arendt, The Origins of Totalitarism

Estos últimos puntos son cruciales. La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta, primero y ante todo, en la privación de un lugar en el mundo donde esas opciones tengan significado y esas acciones sean efectivas. Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia, derechos de los ciudadanos, está en peligro cuando la pertenencia a la comunidad de nacimiento ya no se da por sentado y el no pertenecer ya no es una elección, o cuando el individuo se ve en una situación done, a menos que cometa un crimen, su trato por parte de los otros no depende de lo que haga o no haga. Este extremo y no otra cosa es la situación de las personas privadas de los derechos humanos. Se les priva, no sólo del derecho a ser libres, sino del del derecho a actuar; no sólo del derecho a la libertad de pensamiento, sino del derecho a opinar. Privegios en algun caso, injusticias en la mayoría, bendiciones y condenaciones se le asignan por mero accidente, sin relación alguna con lo que haga, hiciesen o puedan hacer.

En la entrada anterior, recordarán que Hannah Arendt señalaba que el primer paso hacia totalitarismo era el antisemitismo. No como mero odio a los judíos, una constante en la historia europea, sino como la creación de un otro, ajeno, enemigo y sin posibilidad de integración, que había que eliminar de cuerpo social si se quería que éste mejorase y sanase. Por descontado, ese otro no tenía por qué restringirse a los judíos, aunque en sa forma representase su mejor ejemplo. Dependiendo del protototalitarismo en cuestión podía adoptar múltiples identidades: eslavos, homosexuales, feministas, negros, gitanos, musulmanes, creyentes, izquierdistas, intelectuales, clases pudientes, élites, kulaks, habitantes de la ciudad, etc. Lo que importaba era esa identificación de un enemigo, fuente de todo mal, y la necesidad de su erradicación.

Recordarán también que Arendt señalaba que ese racismo excluyente necesitaba de otra condición para florecer como totalitarismo: el imperialismo. Ese nombre, como sabrán, se aplica a un fenómeno y un periodo de tiempo muy completo: la dominación casi completa del orbe, entre 1870 y 1960, por parte de las potencias europeas. Pero, ¿por qué ese apelativo y aplicado a ese marco temporal tan estrecho? Los imperios siempre han existido y, de hecho, el dominio europeo sobre las Américas fue un hecho irreversible desde 1550. No obstante, esa conquista fue más producto del azar, las epidemias y el oportunismo, lindante con la criminalidad, de los conquistadores que de una superioridad técnica occidental o de una política coherente de las potencias europeas. En África, hasta el siglo XIX, la presencia europea no pasó de una tenue red de puestos comerciales, mientras que en Asia se nos consideraba como molestos parásitos a los que se podía eliminar de un papirotazo. Como ocurrió de hecho en el caso del Japón.


Para hacerse una idea de lo lejano que estaba Europa de conseguir un dominio sobre el mundo basta recordar que, en una fecha tan tardía como 1683, los ejércitos otomanos estuvieron a punto de tomar Viena, lo que habría trastocado de manera irreversible la historia mundial. Por otra parte, hasta 1750, los ingleses no consiguieron extender su dominio al interior de la India, pero no por su potencia militar, sino aprovechándose del caos del subcontinente tras la caída del Imperio Mogol a principios de ese siglo. Se insertaron sobre las guerras civiles, azuzaron a un bando contra otro, para sacar siempre tajada, incluso de sus reveses. Una repetición, en muchos aspectos, del modo en que Pizarro y Cortés se habían adueñado del Perú y de México. Europa seguía siendo débil, lo que, incluso en tiempos del imperialismo pleno, impidió el reparto de China o la conversión del Japón en otra colonia más.

¿Qué diferenció entonces al imperialismo de los siglos XIX y XX de los imperios que le precedieron? A los efectos que nos interesan aquí, hay que señalar que estuvo imbuido de lo que los franceses llamaban mission civilizatrice y los ingleses white man's burden. La conquista del mundo no se justificaba por meras razones económicas, como se había hecho hasta entonces, sino como una obligación moral: había que llevar los beneficios del progreso técnico y de la cultura europea a unos pueblos que aún estaban sumidos en la ignorancia y la superstición. Los habitantes de las regiones extraeuropeas eran considerados como niños, menores de edad sin derechos, a los que había que educar hasta que fueran capaces de valerse por sí mismos. Con caricias y respeto, si se sometían voluntariamente. Con la vara, si se insolentaban y rebelaban.

En la mentalidad colectiva de los europeos de aquel tiempo se introdujo la idea de que había seres humanos inferiores, a los que se podía otorgar y retirar derechos, según conviniese a la potencia colonizadora. A quienes se podía incluso exterminar sin compasión, si se mostraban refractarios. No es que situaciones similares no hubiesen ocurrido antes, ni que no se levantasen voces de protesta en la misma Europa, en especial de los partidos socialistas y la constelación anarquistas, pero sí que pasaron a formar parte del nivel básico del discurso: lo preexistente que bien se defendida, bien se atacaba.

Aún así, mientras eso sólo ocurriese en zonas remotas, el avance hacia el totalitarismo en Europa quedaba contenido. Como muy bien se ha señalado, un rasgo esencial del nazismo -y en muchos aspectos, del estalinismo- es la aplicación de políticas coloniales a la población europea, con su cortejo de exclusión de derechos y de violencia física contra esos marginados. No fue algo que esos sistemas inventasen, ni mucho menos, sino que vino propiciado por la Primera Guerra Mundial. Por una parte, el carácter industrial de la mortandad en ese conflicto, unido a la imposibilidad de concluirlo de una forma rápida, llevaron a que se perdiese toda contención y prudencia referente a las bajas. El exterminio de miles, decenas de miles, cientos de miles de seres humanos en los frentes de batalla se tornó algo habitual. Un sacrificio necesario, inevitable, que había que asumir en aras de la victoria, así como un castigo que había que infligir al enemigo en igual medida, para doblegar y quebrar su resistencia.

La población europea se acostumbró a contemplar la violencia sin restricciones,  ni compasión o cuartel, como algo normal, incluso como una virtud y un bien. Dado el predicamento del Darwinismo Social en tiempos del Imperialismo, esas matanzas se consideraban una purga del cuerpo social, que llevaría a su mejora y su perfeccionamiento. Por otra parte, las necesidades militares provocaron que se aceptase la necesidad del desplazamiento y control de ingentes masas de población. Surgió así el problema de los refugiados, agravado después del conflicto por las guerras de continuación - Turquía, Rusia, Polonia, Hungría - que asolaron el este de Europa, seguidas por la constitución general de regímenes autoritarios, tanto de derechas como de izquierdas. Un flujo ingente, inagotable e imparable de refugiados políticos inundó los países del centro y oeste de Europa

Refugiados siempre habían existido en otras épocas de la historia. La diferencia es que antaño, estos expulsados sólían encontrar refugio en otras sociedades, donde se integraban con naturalidad. Manteniendo sus costumbres y su identidad, pero sin sufrir discriminación. Pensemos en los hugonotes franceses, los moriscos y los sefardíes españoles, o los puritanos. Sin embargo, en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial surgió la figura del doble apátrida: quien no podía volver a su patria de origen, donde le esperaba, como poco, la cárcel, pero tampoco era aceptado en el país de acogida, donde se le negaban trabajo y derechos, como extranjero sospechoso. Por primera vez, amplios grupos de personas quedaron en un limbo legal,similar al de los emigrantes ilegales de nuestro presente. Esos seres humanos no existían para el estado y, por consiguiente, no podían gozar de derecho alguno. Sólo recibirían alguna atención si cometían un crimen, lo que incrementaba su aura de peligrosidad y llevaba a peores medidas represivas.

Ése el estado final antes del totalitarismo pleno, como bien señala Arendt. Los estados aprendieron que podían retirar el status de ciudadano, con todos sus derechos asociados, a grupos enteros de personas. Sin que esto supusiera ninguna vergüenza o desdoro. Mucho menos protestas por parte de la ciudadania.



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