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jueves, 16 de abril de 2020

Estamos bien jodidos (y VI)

Small as these first antisemitic parties were, they at once distinguished themselves from all other parties. They made the original claim that they were not a party among parties but a party "above all parties". In the class and party-ridden nation-state, only the state and the government had ever claimed to be above all parties and classes, to represent the nation as a whole. Parties were admittedly groups whose deputies represented the interests of their voters. Even though they fought for power, it was implicitly understood that it was up to the government to establish a balance between the conflicting interests and their representatives. The antisemitic parties' claim to be "above all parties" announced clearly their aspirations to become the representative of the whole nation, to get exclusive power, to take possession of the state machinery, to substitute themselves for the state. Since, on the other hand, they continued to be organised as a party, so that their voters would actually dominate the nation.

Hanna Arendt, The Origins of Totalitarism

Por muy pequeños que fuesen estos primeros partidos antisemitas, se distinguieron al momento de otros partidos. Mostraban la pretensión original de ser no un partido entre otros, sino un partido «por encima de los demás». En los estados-nación, infestados de clases y de partidos, sólo el estado y el gobierno habían pretendido representar a la nación por entero. Se suponía que los partidos eran grupos cuyos cargos representaban los intereses de sus vontantes. Aunque luchasen por el poder, quedaba implícito que era tarea del gobierno alcanzar un equilibrio entre los intereses en conflicto y sus representantes. La pretensión, por parte de los partidos antisemitas, de estar «por encima de todos los partidos» anunciaba su intención de llegar a representar al país por entero, de obtener el poder único, de hacerse con la maquinaria del estado, de substituirlo por el partido. Puesto que, por otra parte, seguían estando organizados como un partido, su votantes habrían de controlar la nación.

Hace unas pocas décadas, el libro de Hanna Arendt sobre el origen de los totalitarismo apenas tenía otro interés que el histórico. Servía para entender como el nazismo alemán, junto con su reflejo especular en forma de régimen soviético, había construido un sistema que pretendían controlar al individuo de forma completa. Tanto en su vida pública como en su vida privada. Tanto en su  actividad social como en sus convicciones íntimas. Amenazando, a quienes no se sometiesen, con la eliminación física. El campo de concentración, junto con el del exterminio, terminaban siendo rasgos esenciales de esos regímenes totalitarios. Su consecuencia y su símbolo, pero también su motor y su fundamento.

Por supuesto, un libro de tal complejidad y agudeza no puede ser resumido en unas pocas entradas de blog. Además, no creo estar a la altura intelectual de una pensadora que puede codearse, con toda justicia, con cualquier filósofo del siglo XX. Sí intentaré comentar lo que más me ha llamado la atención, estructurándolo en lo que son las tres grandes áreas temáticas del libro: el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo en sí. División que es también una secuencia cronológica, en la que cada etapa es evolución, conclusión lógica, de la anterior.


La primera pregunta es: ¿Por qué empezar con el antisemitismo? A primera vista, podría parecer que el odio a los judíos es privativo de una única rama del totalitarismo: la de derechas que culminaría en el nazismo. Quizás, el hecho de Arendt sea de origen judío influyó en que su análisis ponga en primer plano un hecho definitorio del siglo XX: el holocausto. Sin embargo, un estudio más detenido indica que ese antisemitismo, remozado y ampliado, fue el acicate llevó a la constitución de un nuevo tipo de partido político: un modelo organizativo e ideológico que se convertiría en la plantilla de todos los movimientos totalitarios.

Replanteemos la pregunta ¿Por qué el antisemitismo cobra una importancia inusitada a finales del siglo XIX? De siempre, el odio al judío había constituido un rasgo distintivo de la civilización occidental, expresado en expulsiones y  pogromos regulares. Por el contrario, el final del siglo XVIII y todo el XIX fueron testigos de una paulatina integración del judío en la sociedad, abarcando todos sus ámbitos: políticos, económicos y culturales. Pronto se hizo imposible distinguir a un judío de un gentil, al menos en el caso de aquéllos más integrados. Sin embargo, a pesar de esa mayor tolerancia, es justo entonces cuando los partidos antisemitas, con esa etiqueta como distintivo de sus programas e incluso de sus nombres, cobran más fuerza. ¿Por qué?

Arendt lo explica por una mayor visibilidad del judío, que pasó de estar encerrado en su ghetto, lugar al que un gentil sólo entraba si era estrictamente necesario, a ser una presencia constante en casi todos los círculos sociales. Para el racista, no había un lugar puro donde refugiarse, todos podían estar ya contaminados. Salvando las distancias, es un fenómeno similar a la resurgencia de la homofobia en nuestras sociedades contemporáneas, coincidentes con un momento en que esas conductas son aceptadas y comprendidas por la inmensa mayoría de la población. Antes, cuando las políticas anti-homosexual formaban parte integrante de las leyes nacionales, el homosexual, como individuo, tomaba la forma de una quimera. Algo fantástico que no pertenecía a la realidad. Como ejemplo, les puedo indicar que en mi juventud no recuerdo que ninguno de mis compañeros lo fuera, cuando era evidente que alguno lo debiera ser. Por esa razón, el homosexual declarado podía ser respetado como excepción, algo fuera de lugar, una curiosidad exótica, que no representaba amenaza alguna.

Por supuesto, esto no quiere decir que el pasado fuera más tolerante que ahora, aunque sí lleva a algunos a considerar, de manera equivocada, que nunca hubo intolerancia y represión. Lo que ocurría es que el judío en su ghetto,  en el siglo XIX, el homosexual en su armario o disfrazado de loca, en el XX, no se consideraba una amenaza. En el momento en que salía de esa área restringida -y lo hacía de forma multitudinaria- , se mezclaba con los demás, hacía alarde de sus costumbres y su identidad, el racista lo veía como amenaza, como peligro inminente e imparable hacia su identidad/raza. Como consecuencia, lo que no era más que un fenómemo natural, producto de una mayor libertad y tolerancia, se explicaba en la mente del intolerante como producto de una conspiración. La confabulación juedomasónica o el lobby gay son igual de inexistentes, pero eso no evita que en la mente del intolerante cristalicen con la misma certeza. Deben existir por necesidad para explicar lo inadmisible. Y si no hay pruebas, habrá que crearlas, como ocurrió con los infames Protocolos de los Sabios de Sion, que aún muchos creen ser ciertos.

Como se puede apreciar, ese miedo a un enemigo insidioso, que se oculta en las sombras, cambia las reglas de juego políticas. En el sistema que nos dejó la ilustración, los partidos son expresión de diferentes concepciones sobre como organizar la sociedad. Ninguna tiene predominancia sobre las otras, fuera de las mayorías parlamentarias que pueda obtener, de manera que llevarlas a cabo requiere de negociaciones, transigencias y componendas. En principio, nadie puede, ni debe, imponerse a los demás. En la concepción racista/antisemita/homofobia, las luchas políticas son existenciales. La victoria del enemigo se expresa en términos de subyugación, incluso de eliminación, por lo que no cabe otro camino que combatirla con las mismas armas, esa misma dominación y esa misma violencia que se supone inherente al otro.

Ése es el primer paso hacia al totalitarismo. Dado que hay que extirpar al otro del seno de la sociedad,  cerrarle el paso a los mecanismos del estado, es necesario tomar control completo sobre la nación. La sociedad debe ser convertida a una sola idea, la del partido que la profesa, siendo la misión del estado conseguir su aplicación hasta en los rincones más recónditos de la nación. Sin embargo, en esta fase de desarrollo, el totalitarismo aún era embrionario, imperfecto y preliminar. A finales del siglo XIX y principios del XX, los pensadores antisemitas alcanzaron gran renombre, los partidos inspirados en esas ideas, victorias políticas y presencia constante en las sociedades, pero en ningún caso lograron hacerse con el poder.

Faltaba aún una condición. Y ahí es donde entra el imperialismo rabioso  y devorador que domina el mundo en esa misma época.

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