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jueves, 2 de abril de 2020

Estamos bien jodidos (y IV)

This ciberwar made no headlines in the West at the time, but it represented the future of warfare. Beginning in late 2014, Russia penetrated the email network of the White House, the State department, the Joint Chief of Stafff, and multiple American nongovernmental organisations. Malware that caused blackouts in Ukraine was also planted in the American power grid. Americans were found who would help Russians considered more refined interventions in U.S. politices. The vice president of the data-mining company Cambridge Analytica, a certain Steve Bannon, met with Russian oil executives in 2014 and 2015. He ordered his company to test messages about Putin on the American public. He also tested phrases such as "build the wall" and "drain the swamp". In August 2016, Bannon became the campaign manager of Donald Trump. Only then did some Americans begin to pay attention.

Tymothy Snyder. The Road to Unfreedom: Russia, Europe , America

Esta guerra cibernética no llegó a las portadas de los periódicos occidentales por aquel entonces, pero constituyó un anuncio del futuro de la guerra. Desde el final de 2014, Russia consiguió inflirtarse en la red de correos electrónicos de la Casa Blanca, el Departamento de estado, la junta conjunta de jefes de estado mayor, además de múltiples organizaciones no gubernamentales norteamericanas. El Malware que había causado apagones de luz en Ucrania fue introducido en la red eléctrica noreamericana. Hubo algunos norteamericanos que ayudaron a los rusos a contemplar intervenciones más sutiles en la política de los EE.UU. Steve Bannon, vice presidente de Cambridge Analytics, compañía dedicada a la minería de datos, se reunió con directivos de la industria petrolífera rusa en 2014 y 2015. También puso a prueba frases como "construid el muro" o "drenad el pantano". En agosto de 2016, Bannon se convirtió en el director de  campaña de Donald Trump. Sólo entonces algunos norteamericanos comenzaron a prestar atención.

Tymothy Snyder es un historiador al que admiro profundamente. Dos libros suyos, Blood Lands (Tierras de sangre ) and Black Earth (Tierra negra), el primero sobre las matanzas en el este de Europa entre 1939 y 1945, el segundo centrado en concreto en el holocausto, conseguían apartarse del mero recorrer los hitos de ambas épocas históricas, para iluminar en cambio aspectos insospechados de aquellos tiempos. Por ejemplo, la extraña relación de amor-odio entre Polonia y el Judaísmo, expresada en hechos tan paradójicos como que el gobierno de la república polaca restaurada instruyera militarmente un ejército clandestino judío. Sus miembros, jóvenes de fuertes convicciones políticas, no sólo jugarían un papel principal en la resistencia contra los nazis, como durante el levantamiento del Ghetto de Varsovia, sino que serían la columna vertebral del futuro estado hebreo fundado en 1948.

En libros posteriores se mostraría enemigo declarado del giro hacía un populismo ultraderechista que se ha convertido en norma en Occidente durante las últimas décadas. Llegó incluso a publicar una suerte de manual de resistencia, On Tyranny (Sobre la tiranía), guía para combatir esa involucion política que nos retrotraía a la década de 1930.  Teniendo estos precedentes en cuenta, The Road to Unfreedom (La ruta hacia la no libertad) prometía ser otra lectura absorbente y esclarecedora, al intentar trazar la ruta por la que ese neoautoritarismo se había instalado en Europa. Sin embargo, al principio me dejó un tanto descolocado. Su tesis tenía ciertos ribetes conspiratorios, con Rusia y Putín como centros directores de esa nueva encarnación del mal político. No obstante, a medida que me adentraba en el libro, encontraba que esa tesis estaba muy bien argumentada y casaba muy bien con lo que estábamos observando: el renacimiento de los nacionalistas excluyentes, que prometen el fin de las penurias económicas y sociales mediante la demonización de otras razas, otras religiones, otras nacionalidades.


Se puede decir que el caso de la Rusia post-URSS es similar al de la Alemania de la república de Weimar: La humillación nacional tras la derrota, exacerbada por la crisis económica, se saldó con la llegada de un régimen autoritario, propagador de la doctrina de un pueblo elegido. En el caso de Rusia, el marasmo económico, político y social de los gobiernos de Boris Yeltsin condujo a la ascensión de Vladimir Putin, ejemplo de un tipo de político como hacía mucho que no se conocía en Europa: maquiavélico, experto en intrigas, de singular inteligencia y con un acendrado desprecio a sus iguales de otros países, a los que considera débiles, demasiado constreñidos por la legalidad y la opinión pública. De cara al interior, Putin ha propagado una ideología en la que el pueblo ruso, injustamente humillado por occidente, debe quebrar las cadenas que lo someten. Destruyendo el poder de una Unión Europea que ha hecho avanzar sus fronteras hacia el interior del área que el Kremlin considera como suya.

Con este objetivo en mente, Putin se ha embarcado en varias operaciones militares, de poco coste, pero de gran resonancia, que le han servido para afianzarse en su papel de salvador de Rusia. Georgia ha así visto como dos provincias suyas se convertían en protectorados rusos, pero la auténtica clave, como en el pasado, es Ucrania. Allí, en 2013-2014, un presidente prorruso sería derrocado por una revolución popular prooccidental. Snyder demuestra como las fuerzas especiales rusas participaron en todo momento de la represión contra los manifestantes, hasta el extremo de que sus francotiradores acabaron por desencadenar una masacre sin precedentes. La violencia, como suele ocurrir en estos caso, fue contraproducente y sólo aceleró la caída de la facción prorrusa.

Putin no podía permitirse la pérdida de una pieza fundamental del puzzle geoestratégico. En rápida sucesión, se anexionó Crimea, mientras que una serie de milicias, hasta entonces desconocidas, proclamaban la independencia de las dos provincias más orientales de Ucrania. Ya entonces me resultó muy sospechoso que un ejército regular no pudiese acabar con unos combatientes irregulares, daba la impresión de que alguien les estaba apoyando con material. Snyder confirma mis sospechas, ya que en su reconstrucción es evidente que unidades del ejército ruso, con material de guerra de última generación, se unieron a los rebeldes de forma clandestina. El ejército ucraniano, en consecuencia, se vio sometido a una agresión extranjera, teniendo además que defenderse con una mano atada a la espalda, puesto que las bases de aprovisionamiento de los rebeldes,  en territorio ruso, estarían fuera de su alcance.

Hasta aquí estaríamos hablando de hechos "normales", sin mucha diferencia de las políticas de las cañoneras del siglo XIX. Sin embargo, para Snyder marcan la fecha de nacimiento de lo que conocemos como Fake News: políticas de dispersión de bulos y rumores que buscan distorsionar la percepción de la verdad, para hacer triunfar, en la opinión pública, una postura política determinada. Aunque se las ha relacionado con la propaganda, por su origen gubernamental y su intencionalidad política, sus métodos y su repercusión son muy distintas. Esos bulos se filtran por los capilares de las redes sociales, de una persona a otra, de manera que el receptor, al venir de un conocido, lo acepta como verdadero sin comprobarlo.

En el caso de la revuelta de la plaza Maidan, la intoxicación rusa consiguió hacernos creer que los manifestantes pertenecían a movimientos criptonazis, relacionados con el pasado ucraniano de colaboración con el nazismo, además de justificar una posible división del país en provincias rusas, que se incorporarían a la madre patria, y ucranianas. Ese éxito de las Fake News se conjugó con un fracaso geoestratégico: ni Ucrania volvió al redil prorruso, ni la rebelión de las provincias orientales triunfó. En opinión de Snyder, Putin siempre había considerado a la Unión Europea como el enemigo a batir, pero ese revés le llevó a ser más beligerante, actuando contra ella en tres factores simultáneos. Uno promoviendo los movimientos de ultraderecha europeos, para los que se convirtió en un ídolo. Otro, interfiriendo, ante la ineptitud y la indolencia del gobierno conservador británico, en la campaña proBrexit, cuyo resultado fue una sorpresa para todos, además del primer triunfo de la política desestabilizadora de Rusia.

Quedaba, no obstante, por ganar la mejor baza. En las elecciones estadounidense de 2016, un millonario narcisista, inculto, racista y enajenado, se hacía con la presidencia. Tras una campaña de intoxicación sin precedentes y enarbolando una política ultraderechista y excluyente que poco tenía que envidiar a la de Putin. Desde ese instante, el sistema diplomático mundial quedó herido de muerte. Trump no tenía ningún interés en ejercer de potencia estabilizadora, ni mucho menos de contrapeso a otros poderes, como había sido la norma durante la Guerra Fría y las décadas posteriores. El campo quedaba abierto para todo el que quisiese aprovecharse de la inacción norteamericana.

Como Putín o Erdogan

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