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lunes, 13 de abril de 2020

Con la mayor elegancia




















































Les hablaba hace unos días de mi enamoramiento inesperado, a principios de los 90, con la serie de anime Kimagure Orange Road (1987-1988, Osamu Kobayashi). En realidad, mi pasión no se debió tanto a la serie, que no dejaba de parecerme un placer culpable, un goce vergonzoso que debía ocultar ante los demás, como al largometraje que la concluía, Kimagure Orange Road: Ano hi ni kaeritai (Kimagure Orange Road: quiero volver a ese día) dirigido por Tomochi Mochizuke en 1988.

Lo primero que me sorprendió de esa película fue su repentino giro hacia el drama. cuando la serie siempre se había presentado como un divertimento humorístico sin pretensiones. Los conflictos, que los había, se resolvían de manera amable, mientras que el principal, un triángulo amoroso, se mantenía en suspenso, puesto que de él dependía la continuación de la serie. En la película, por el contrario, se le ponía punto y final definitivo. De manera agria y dolorosa, dejando claro que cualquier solución en temas románticos es difícil de tomar, complicada de llevar a la práctica, con consecuencias dolorosas para el perdedor. Como en la vida misma, por así decirlo.

En estos treinta años desde mi encuentro, sólo la había vuelto a ver una vez, a principios de este siglo. Se me había desdibujado por completo y, les confieso, tenía miedo de que mi buena impresión, mi enamoramiento, se derrumbara con los primeros fotogramas. No ha ocurrido así, por suerte. Por fortuna , revisarla ahora me ha ayudado a entender por qué me gustó tanto. No sólo por las razones temáticas, de gran impacto personal en esa época, sino por razones estéticas. Por el modo en que esa película se las arreglaba para contar, ilustrar e insinuar, los conflictos internos de los personajes y la dirección en que se encaminaría la trama. 

Pero antes de realizar ese análisis, dos defectos que le he encontrado. El primero, que se trata de la conclusión de una serie, no una obra aislada. Un espectador cualquiera terminará confuso, enfrentado a personajes a quienes no conoce de nada y cuyos conflictos se suponen ya sabidos. Esto, por desgracia, le quita puntos, puesto que no todo el mundo estará dispuesto a recorrerse toda la serie, episodios mediocres e intrascendentes incluidos. Lo segundo, que en la edición de Blue Ray -restaurada con mimo y cariño- se ha optado por convertir a 16:9 lo que en origen era 4:3. No tengo muy claro cuál era la relación de aspecto original, - mis búsquedas por la internet no han ayudado mucho- pero si son apreciables recortes en las cabezas de los personajes que me llevan a pensar que lo correcto eran los 4:3.

Volviendo a las virtudes de la película, las pueden apreciar en la escena que abre esta entrada. Por ponerles en antecedentes, el personaje principal, Kyosuke, titubea entre el amor de dos compañeras, Madoka y Hikaru. Aunque la serie había dejado claro que él se decanta por Madoka, aunque sea de manera inconsciente, la energía entrometedora de Hikaru le impide tomar la decisión que quisiera. Ese conflicto, la posición de los personajes en el triángulo y la decisión final se narran de manera clara y visual en esa escena. Al principio, Hikaru parece en control de la situación, dictando con su entusiasmo las acciones de Kyosuke. Sin embargo, justo cuando se levanta para hablar con el dueño del bar, Madoka aparece al otro lado del ventanal. Desde ese instante, sin mover la cámara, ni subrayar el momento, ella se adueña de la escena. Su aparición coincide con la desaparición de Hikaru, que se torna completa un instante después, al ocupar Madoka la misma posición que ocupaba Hikaru en el plano. Hikaru quedará relegada a un lateral y, a pesar de sus intentos por recuperar la iniciativa, un leve movimiento de cámara la sacará definitivamente del encuadre. Cuando volvamos a verla, estará sola en el plano,  aislada y desconectada de la conversación entre Madoka y Kyosuke, sin quedarle otra solución que marcharse y cerrar la puerta, literalmente, sobre cualquier relación que pudiera mantener con este último.

¿Es una casualidad? En absoluto. Hay una continuidad en ese uso del espacio para reflejar las relaciones entre los personajes. Un poco más tarde, una conversación en privado entre Hikaru y Kiosuke será narrada desde el otro lado de una verja, mostrando a las claras que esa relación no va a ninguna parte. Asímismo, otro momento de tensión entre Madoka y Kyosuke se subraya rodando a ambos de espaldas e impidiéndonos ver sus rostros: no están siendo sinceros el uno con el otro y no quieren que se les note, ni por parte de su interlocutor, ni por parte del público. Por último, cuando al final se reconcilien, un inserto mostrará que entre ellos aún media el típico escalón de entrada de todas las casas japonesas. Aún queda una última barrera, la más dolorosa que franquear.

Todo este trabajo de construcción, al modo clásico, había quedado invisible para mí en el primer visionado, pero sí había sido capaz de identificar otras virtudes. En primer, el ritmo lento y pausado de algunas escenas, que nos permite apreciar, sentir con similar amplitud, la dificultad y el dolor de las decisiones que deben tomar los protagonistas. Bien manteniendo el plano fijo, sin interrumpirlo con  el montaje, para hacernos compartir el paso incómodo del tiempo: bien añadiendo breves insertos intrascendentes -un ave que roza la superficie de un estanque, unas nubes, una barca lejana-, que contribuyen a aumentar la tensión. Con la ayuda de una banda sonora que sabe cuando callarse, para dejar paso al ruido ambiente. Esos sonidos que no escuchamos normalmente, pero que en los momentos de tensión nos atruenan, se unen de forma inseparable e imborrable a nuestras victorias y derrotas.

En resumen una película que sabe narrar al modo clásico, con brío, elegancia y pertinencia, como las mejores de antaño. En una forma, además, donde esto no es muy habitual, puesto que su lenguaje tiene otros recursos y otras finalidades.

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