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domingo, 5 de enero de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y X)











































Ya sabrán que mi mayor pero al género bélico es su fijación en los soldados que combaten las guerras. Con demasiada frecuencia, la narración deriva en un mero relato de hazañas bélicas, en donde los único que cuenta son las explosiones y los tiroteos, al tiempo que se intenta demostrar que a base de voluntad y agallas se puede salir de la peor de las situaciones. En consecuencia, no creo, como otros, que todo film de guerra sea pacifista, sino que soy de la opinión contraria: si no se tiene cuidado, se acabará haciendo un elogio del ardor guerrero, aunque sea de forma involuntaria. La fascinación por las grandes pasiones y los retos imposibles, amén de las requeridas salvaciones in extremis, se adueñarán de la película, harán soñar al público con experimentar algo así. De ese calibre y con esa intensidad, como si fuera el chute de alguna droga ilegal.

En toda película de guerra, además, hay un gran olvidado: la población civil. Si algo caracteriza la guerra moderna, la que nos legó el siglo XX, es que la población civil es un objetivo prioritario. Infligiéndola el mayor de los sufrimientos posibles, se pretende causar la desestabilización de la retaguardia del oponente, para así provocar su salida del conflicto; o bien se intenta, de forma directa y sin reservas morales, exterminara por completo, en aras de una limpieza étnica que ponga fin a cualquier posible conflicto futuro. Un tema, por su crudeza, su fatalismo y pesimismo, ausente de casi todas las películas bélicas, a las que les vence el mostrar la gloria y el valor, antes que lo que es, en resumidas cuentams un asesinato masivo, legal e industrializado. Con la mayor eficacia y organización al alcance del ejecutor.

Hay una excepción: la guerra nuclear. En cualquier guerra nuclear, incluso la menor de ellas, no habrá espacio para el heroísmo y las hazañas. En cuanto empiecen a usarse las armas atómicas, la situación se escapará de las manos, para llegar, en pocos días, al apocalipsis, sea éste regional o global. Por otra parte, en cualquier conflicto de ese tipo la población civil será víctima principal de las explosiones nucleares, bien porque viva cerca de los objetivos militares -y por "cerca" debe entenderse a decenas de kilómetros-, bien porque las aglomeraciones urbanas sean objetivo prioritario del ataque. Para quebrar cualquier voluntad de resistencia, ya saben.

En ese sentido, cualquier película sobre la guerra nuclear es, ante todo, sobre el sufrimiento de la población civil. Es ahí donde se inscribe The War Game (El juego de la guerra), dirigida en 1956 por Peter Watkins para la BBC. Una obra de ficción, pero narrada en tono documental, que pretendía ilustrar las consecuencias de un ataque masivo nuclear soviético contra la población del Reino Unido. De una sinceridad -se podría decir incluso "verdad"- tan osada, que el propio gobierno británico se aterró ante el retrato descarnado de las posibles consecuencias, de manera que se prohibió su proyección por la televisión. Durante veinte años, es decir, hasta los años ochenta, aunque sí que hubo pases limitados en cine e incluso recibió un Oscar de la academia en 1967.

¿Qué fue lo que aterró al gobierno británico? Si recuerdan los documentales de Protect and Survive, la propaganda gubernamental británica -y por ende, la de los EE.UU.- partía de la premisa de que era posible sobrevivir al conflicto nuclear. Bastaba con adoptar unas sencillas precauciones, mientras que al poco se restauraría el orden y el bienestar de preguerra en el país. Lo que muestra el documental, por el contrario, es que la densidad de objetivos militares y civiles es tal, que jamás se podría evacuar a la población, condenando a gran parte a una muerte segura. Es más, sólo el intento de salvar lo salvable -y eso significaría trasladar a decenas de millones de personas-, ya causaría por sí solo una crisis económica de años de duración.

Por añadidura, en caso de crisis real, del estilo de la que muestra The War  Game, la situación podría precipitarse en cuestión de días, imposibilitando completar las evacuaciones, la preparación de reservas de alimentos y medicamentos o la construcción de refugios en las casas. Para empeorar la situación, la cercanía de los misiles de medio alcance ruso sólo dejaría dos minutos para buscar refugio, una vez dada la alarma, mientras que la potencia de las cabezas nucleares -hablamos de megatones, cuando Hiroshima y Nagasaki no pasaban de 20kilotones-, crearía áreas de destrucción de decenas de kilómetros.

Los planes de contingencia, se nos señala, sería inútiles, cuando no contraproducentes, así que no es de extrañar la irritación del gobierno contra Watkins y el documental. Sin embargo, esa conclusión era irrefutable, de manera que los propios gobiernos fueron abandonando los planes de protección civil a los largo de los sesenta. No tenía sentido enterrar dinero en refugios nucleares, evacuar a la población a zonas menos peligrosas, cuando nada garantizaba su efectividad. Porque, como también se señala en The War Game, las explosiones nucleares sobre núcleos urbanos crearían lo que se conoce como Tormentas de Fuego -Feuerstorm, como las bautizaron los alemanes en 1943, tras el bombardeo de Hamburgo-. Los pocos supervivientes a la onda térmica y la expansiva, morirían calcinados en su refugios o ahogados por los gases producto de la combustión.

Lo peor, no obstante, aún estaría por llegar. Siguiendo con su autopsia, Watkins muestra como los servicios de emergencia, diezmados por los ataques, tendrían que atender a millones de heridos, la mayoría con heridas gravísimas. Se pondría en marcha una política de clasificación, para ahorrar recursos, en las que los incurables, incluso los más graves, serían abandonados a su suerte, cuando no rematados por las fuerzas de orden. Por otra parte, el espectáculo inconcebible de una matanza masiva, de la perdida de seres queridos y de la destrucción irreversible de su modo de vida, causaría daños psicologícos gravísimos a la población, provocando que muchos cayeran en un estado de estupor irreversible.

¿Aún más? Los recursos alimentarios habrían quedado mermados en una proporción altísima, tanto por destrucción directa, como por contaminación radioactiva. Lo poco que aún estuviese a salvo sería racionado de forma estricta, reservando una alimentación decente sólo para las fuerzas del orden y los colaboradores de las autoridades. Los disturbios, los asaltos a los almacenes de alimentos, las muertes entre ambos bandos, policías, soldados y civiles armados, estarían a la orden del día, sin que ninguno reparase en crueldades.

Y así acaba el documental, con un país asolado, sumido en la violencia, sometido -suponemos- a un estricto régimen militar. Con una población hambrienta, diezmada, desesperada. Sin esperanzas de resurgir, mucho menos de volver al bienestar pasado.

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