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miércoles, 30 de octubre de 2019

Los laberintos del amor (y IV)









































En las entradas anteriores les había ido comentando la evolución estética del cine de Jacques Demy, a lo largo de la década de los sesenta. En unos pocos años, este cineasta había pasado de un cine de argumentos realistas, de acabado tosco, en pos de una mayor espontaneidad y cercanía al público, a unas historias cada vez más idealizadas, casi inverosímiles, rayanas en la cursilería, donde el color, saturado hasta tornarse irreal, se convertía en marca de estilo. Sin olvidar la importancia creciente de una banda sonora que trasladaba su cine al campo del musical, incluso más allá, al de la opereta y la opera. Erigiendo además a su compositor, Michel Legrand, en verdadero coautor de las películas de Demy, puesto que no es posible concebirlas disociadas de su música.

Aunque en  Les Parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo, 1964), el tandem Demy/Legrand ya había conseguido una primera obra maestra, es en Les Demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rochefort, 1966) donde alcanza su auténtica cumbre. De ahí en adelante, en mi oponión, su cine comenzará a declinar.  Esa conjunción de contrarios, auténtico castillo de naipes, que era característico de su cine, empezará a desmoronarse. Demy perderá pie, permitiendo que los elementos más Kitsch de su estilo se adueñen de su cine, como les contaré en mi comentario de Peau d'Âne (Piel de Asno, 1970). Sin que esos excesos se vean contrarrestados por una creciente mirada irónica/humorística sobre lo que él mismo está proponiendo/filmando.Chirrían demasiado, sin que quede claro en qué campo quiere quedarse el director, ni se llegue a lograr un conjunto harmonioso.

En Les Demoiselles de Rochefort esa decadencia aún está lejos. Continuando su búsqueda estética,  Demy elimina cualquier elemento de drama para adentrarse en los terrenos de la comedia. La peripecia se aligera de toda seriedad, -por ejemplo la subtrama de un asesinato pasional se utiliza como interludio cómico-, mientras que los conflictos se estilizan hasta el punto de ruptura. Así, la cinta se halla repleta de un romanticismo sublimado, rayano con la cursilería, en el que los encuentros fortuitos, los flechazos y los ideales inalcanzables, pero aún asi, irrenunciables, se convierten en realidades de todos los días.

Si no se viene todo abajo es gracias, en gran medida, a la música de Legrand. Como bien demuestra la tradición del teatro musical occidental, de 1600 a nuestros días, orquestar un libreto ridículo puede dar como resultado una obra maestra. No es el caso, porque a pesar de sus inverosimilitudes e imposibilidades, el argumento se sostiene por ser consciente de sus limitaciones. En varias ocasiones subraya sus absurdos, al tiempo que nos hace un guiño a los espectadores. Nos hace cómplices en ese conocimiento de que se está construyendo una falsedad, una artificialidad. Ese espíritu juguetón. irónico y distanciado, recorre toda la obra y la dota de una vitalidad, de una jovialidad, poco común, además de una conveniente actualidad. Adelanta, en suma, recursos posmodernos, que tan comunes -y manidos- se han hecho al cabo de los años, pero que en esta película aún tienen carácter de novedad.

La alegría, el buen humor, el desenfado, imbuyen y construyen toda la pieza -es un musical desbordante de vitalidad, al fin y al cabo-, pero al mismo tiempo, en otra de esas contradicciones tan comun en el cine de Demy, la cinta se halla rebosante de melancolía y desengaño. Tanto en la búsqueda infructuosa de un amor que siempre se halla tras la esquina, aunque los protagonistas no lo sepan, y que siempre se mantiene esquivo, como en la conciencia omnipresente de su finitud e imposibilidad. Bien porque no se halla el momento para su consumación, bien porque los caracteres de los amantes no acaban de engranar, bien porque las dudas acaban por desvirtuarlo o las circunstancias lo imposibilitan. Unido todo ello a esa consciencia dolorosa -conocida desde la antigüedad-, de que somos juguetes en sus manos, de que habremos de rendirnos y humillarnos ante su poder perentorio.

Y para terminar, el color. Con Les Demoiselles de Rochefort, Demy traslada las estructuras del musical americano de los 40 y 50 -subrayado por la presencia de Gene Kelly- al cine francés, sin que se pierda el encanto original, fascinante en su propia ranciedad, ni acabe siendo un pastiche descreído moderno. Unos musicales, los clásicos, donde el color subido de tono del Technicolor era rasgo característico, una saturación conseguida tanto por las características propias de las emulsiones como por el hecho de rodar en estudio con iluminación artificial. Es decir, en un entorno que se podía modificar a voluntad. En Les Demoiselles de Rochefort, por el contrario, Demy consigue esto mismo en las calles de una ciudad real y con iluminación natural, consiguiendo además, -de nuevo, otra contradicción- que bailes y canciones parezcan naturales en un entorno, el de la realidad cotidiana, al que le son ajenos y refractarios.

Lo que constituye un logro mayor. Unico. Imposible de repetir. Baste pensar que, para conseguir las tonalidades correctas y evitar disonanacias en el resultado final, se tuvieron que  pintar calles enteras de la ciudad -fachadas, ventanas y puertas- en la paleta de la película.

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