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viernes, 13 de septiembre de 2019

Hacia lo desconocido (I)

Mohammed Ahmed Ibn el Sayyid Abdullah, The Mahdi, follows the true tradition of the warrior priests of Islam. Like a sandstorm in the desert he appears, suddenly and inexplicably out of nowhere and by some strange process of attraction generates and ever increasing force as he goes along. Confused accounts were given of his origins: some said that he came from a family of boat-builders on the Nile, others that he was the son of a poor religious teacher, others again that he was the descendent of a line of Sheiks. It was generally accepted, however, that he was born in the Dongola province in the North Sudan in 1844 (which would make him 37 years of age at this time) and that quite early in life he had achieved a local reputation for great sanctity and for a gift of oratory that was quite exceptional. His effects, it seemed were obtained by an extraordinary personal magnetism. To put it in Strachey's phrase: "There was a strange splendour in its presence, an overwhelming passion in the torrent of his speech". He was a man possessed. Mohammed had promised that one of his descendants would one day appear and reanimate the faith, and Abdullah now declared, with an unshakable conviction, that he himself was that man. His hatred of Egyptians was inmense.

Alan Moorehead, The White Nile.

Mohammed Ahmed Ibn el Sayyid Abdullah, el Mahdi, continúa la larga tradición de los monjes guerreros del Islam. Aparece como una tormenta del desierto, repentina e inexplicable, salida de la nada, y por un extraño proceso de atracción va creciendo en fuerza a medida que avanza. Los relatos sobre su origen eran contradictorios: había quien decía que procedía de una familia de constructores de botes en el Nilo, para otros era el hijo de un maestro religioso pobre, mientras que por último se lo suponía descendiente de una estirpe de Sheiks. Se solía aceptar, sin embargo, que había nacido en la provincia de Dongola, en el norte del Sudán, en 1841 (lo que haría que tuviese 37 años en esta fecha) y que desde joven se había granjeado reputación de gran santidad y un don para la oratoria excepcional. Como decía Strachey: "Su presencia tenía una aire de esplendor, una pasión abrumadora en el torrente de su habla". En un hombre poseído. Mahoma había prometido que uno de sus descendientes reaparecería un día para revivir la fe y Abdullah declaraba ahora, con convicción inamovible, que él era ese hombre. Su odio hacia los egipcios era inmenso.

Desde pequeño me ha fascinado la historia del descubrimiento de las fuentes del Nilo. Esa pasión de la debo a una magnífica serie de la BBC -algún día les tengo que hablar de la influencia de esta emisora en mi formación intelectual-  de los años setenta, llamada The Search of the Nile. Gracias a ella, me aprendí al dedillo las andanzas de los exploradores británicos Burton, Speke, Livingstone y Baker, quienes junto al americano de adopción Stanley, cartografiaron la región africana de los grandes lagos. Origen y fuente de dos grandes ríos africanos: el Congo y el Nilo. 

Por supuesto, estos europeos victorianos no se movían en un espacio abstracto, vacío de población, ni tampoco obedecían a puros intereses científicos. Muchos de ellos, aunque fuera de forma inconsciente, estaban infectados por la seguridad de la superioridad de la raza blanca. Incluso aquellos que, como Burton, estaban fascinados por las culturas del Oriente, hasta considerarlas iguales a Occidente, no podían evitar contemplar a los negros del centro de África como inferiores, subhumanos que necesitaban la influencia de una cultura superior, ya fuera la cristiana o la musulmana, para avanzar hacia la civilización. Para empeorar las cosas, las rutas descubiertas por los exploradores sirvieron de vía de entrada para los ejércitos coloniales europeos, mandados y aconsejados en ocasiones por esos mismos aventureros, caso de Stanley y Baker.


Por otra parte, esas vías de acceso no fueron, en puridad, descubiertas por los exploradores occidentales. En la mayoría de los casos se limitaron a dar a conocer -y a conectar entre sí- rutas comerciales y militares en uso continuo y constante por parte de potentados y estados locales. En concreto, la irrupción de las potencias europeas en el último cuarto de siglo vino, primero a acelerar, luego a truncar, un proceso de transformación que se estaba produciendo en el interior de África. Los diferentes estados de la región de los lagos se estaban viendo amenazados por la infiltración de las potencias musulmanas situadas en la costa del Índico y del Mediterráneo, en los actuales Zanzíbar y Egipto, respectivamente. El comercio de esclavos promovido por los musulmanes en el siglo XIX estaba alcanzando unas proporciones gigantescas, que llevaban a los negreros a adentrarse cada vez más en el interior del continente. Como consecuencia, acabaron embarcados un imperialismo no-europeo, con la intención de adueñarse e incorporar territorios en esas zonas. Caso de Egipto con Sudán, Etiopía y el norte de la actual Uganda.

Sin embargo, estas consideraciones no quitan importancia a lo que los exploradores europeos  consiguieron en esas tres décadas. Desde la antigüedad más remota, el origen del Nilo - junto con sus crecidas a destiempo en mitad del verano- había constuido un enigma obsesionante para los imperios de la cuenca del Mediterráneo y Oriente Próximo. Salvo confusas referencias a las llamadas montañas de la Luna y a enormes lagos interiores, poco más se conocía del interior del continente y de las misteriosas fuentes de ese río. Con razón. porque pasado Jartum, en el Sudán, el Nilo se dividía en dos cursos distintos que pronto se tornaban impracticables. Uno, el Nilo Azul, una vez llegado a la meseta de Etiopía, se perdía en un desfiladero impracticable de cientos de kilómetros de longitud, que sólo se exploró por completo pasada la Segunda Guerra Mundial. El Nilo Blanco, por su parte, se transformaba en pantano casi infinito, en el cual las embarcaciones se extraviaban y que requería una travesía de semanas, cuando no meses, para atravesarlo, enfrentando a las tripulaciones al hambre y a la locura. 

Por todo ello, se pueden imaginar la ilusión con que esperaba la lectura de este libro, narración completa de esos hechos. Pues bien, me ha decepcionado un tanto. En gran parte porque se compone de dos secciones muy distintas, con grandes diferencias de tema y enfoque. La primera sería la narración de esos viajes heroicos de exploración, hasta que pierden su romanticismo descubridor y se tornan indistinguibles de expediciciones de sometimiento y conquista. La segunda está centrada en la rebelión del Mahdi en el Sudán, de 1880 a 1898, que tuvo en jaque al Imperio Británico, detuvo su expansión en esa zona y estuvo a punto de convertirse en la potencia dominante de la región.

Respecto a la primera parte, la narración comete, en mi opinión, dos errores fundamentales. El primero, que al centrarse en los exploradores citados y el espacio estricto de las fuentes del Nilo, olvida otra serie de sucesos que tuvieron importancia determinante en el desarrollo de esas expediciones. Por ejemplo, antes de que Burton y Speke se adentrasen hasta el lago Tanganika, una serie de misioneros alemanes habían informado de esos grandes lagos y de montañas como el Kilimanjaro, lo que se cita sólo de pasada. Por otra parte, la ruta de los primeros exploradores obligaba a dar un inmenso rodeo. Al seguir la ruta de los negreros, evitaba las tribus belicosas, como los Masai de Kenia y sólo fue mucho más tarde, con apoyo militar, que se abrió un camino directo desde el Índico al lago Victoria, hecho que Moorehead olvida citar.

Mas grave es que las diferentes entidades políticas del interior de África aparezcan sólo de refilón, cuando los exploradores se topan con ellas en su camino. Entre las narraciones quedan espacios de lustros, cuando no décadas, que impiden seguir la evolución de esos reinos y principados, tan interesantes como el reíno de Buganda. El protagonismo de los expedicionarios, sus penalidades, triunfos y derrotas, tanto en África como en Inglaterra, ocultan a la vista esa evolución propia, interna e independiente del centro de África que les señalaba antes, sobre la que se superpuso la intervención europea. No llegamos a ver, por tanto, como el choque destructor del tráfico de esclavo desbarató esas sociedades y las sometió a una evolución acelerada, de la que podría haber surgido un continente africano muy distinto al que ahora conocemos. Configuración que quedó abortada, extirpada de raíz, por la partición de África entre las potencias europeas en 1885, la consolidación de los regímenes coloniales y, en algunos casos, la inmigración masiva de colonos europeos.

Por el contrario, la segunda parte, centrada en la rebelión del Mahdi, es más que interesante, al relatar unos que hechos que normalmente sólo se conocen en sus versiones  fílmicas, teñidas de ese horror colonial al salvaje rebelde contra el hombre blanco. Como breve resumen, el Mahdi fue un santón musulmán que en pocos años, a principio de la década de 1880, consiguió hacerse con el control de todo el área del Sudán, arrebatándoselo a los egipcios -en expansión por esa zona desde 1800- y derrotando expedición tras expidición que los británicos enviaron en su contra. La más sonada fue la muerte de Gordon en Jartum en 1885, tras largo asedio y que no fue vengada hasta 1898, cuando un ejército con cañones de campaña y ametralladoras, al mando de Kitchener, derrotó a los ejércitos del Mahdi, ya muerto por entonces.

No obstante, para mi sorpresa, la visión que de Moorehead da la revuelta del Mahdi es muy crítica con el imperialismo victoriano. A pesar de que el régimen del Mahdi se estructuró como una teocrácia musulman integrista -el propio apelativo de Mahdi equivaldría al de Mesias en el mundo musulman-, el escritor señala con acierto que se trató de una rebelión de la población autóctona contra sus nuevos amos egipcios. Estos eran odiados a muerte por los sudaneses porque consideraban el Sudán como un territorio de captura de esclavos, de manera que su expansión por esa zona, cada vez más al sur, se fundamentaba en la destrucción de las estructuras tribales nativas y en la deportación de sus habitantes. No es de extrañar, por tanto, que los rebeldes del Mahdi no hicieran prisioneros entre los egipcios derrotados, ni tampoco entre los ingleses -o cualquier europeo- que cayese en su manos.

Es aquí donde aparece otra paradoja. En esa expansión hacia al sur de Egipto, los gobernantes de ese país utilizaban los servicios de los ingleses -en especial de quienes ya habían explorado esas regiones, como Baker- en el papel de gobernadores y administradores. No es extraño que se granjeasen el odio de las poblaciones locales, para las cuales eran tan culpables del tráfico de esclavos como los egipcios. De esa manera, además el gobierno británico incurrió en una contradicción que condicionó toda su política en la zona. Al apoyar al gobierno egipcio, enviando expediciones militares en su socorro, estaba protegiendo una esclavitud que Inglaterra había declarado ilegal y perseguido en la costa atlántica de África. Una torpeza que le costaría muy cara, tanto en recursos malgastados como en vidas humanas.

El retrato del Mahdi que hace Moorehead es así fascinante. Su  carácter de iluminado fanático, seguro de su misión, se ve equilibrados por un claro genio político y estratégico. Su triunfo no se debe tanto a su radicalismo sino a ese carácter de salvador del Sudán frente a la opresión Egipcia. Frente a él, se alza la figura de Gordon, dotado del mismo carisma, prototipo de tanto inglés fascinado con el Oriente, pero que, a pesar de todo, no llega a comprenderlo por entero. Acaba por creerse su propia leyenda, se confía en su continuada fortuna, para acabar bloqueado en un callejón sin salida en el que él mismo se ha metido. Fracaso del que sólo le redime, en el recuerdo de sus contemporáneos, una resistencia numantina y una muerte heroica.

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