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viernes, 16 de agosto de 2019

El último de los surrealistas (II): Lekce Faust (Fausto, 1994) de Jan Svankmajer




















































En mi primera revisión de la filmografía de Jan Svankmajer, Lekce Faust (Fausto, de 1994) me parecía una película más lograda que Něco z Alenky (Alicia, 1988) de Jan Svankmajer. En segunda visita , ambas películas me parecen igual de importantes, las dos caras de una misma moneda. Si en Něco z Alenky  Alicia se perdía en un mundo de fantasías infantiles, creado por su imaginación mezclada con aburrimiento, en Lecke Faust el adulto protagonista, tan hastiado y desorientado como ella, se extravía en medio de otra ficción literaria, la de los muchos Faustos que pueblan el imaginario occidental: de Marlowe a Goethe en la literatura, de Gounod a Berlioz en la música, sin contar las múltiples versiones populares, como el teatro de marionetas checo.

La película de Svankmajer se construye así como un potpourri de múltiples materiales de partida, dispares y en ocasiones incompatibles, que se invocan, encadenan y entrelazan sin aparente lógica ni razón. No es, aunque pueda parecerlo, una decisión arbitraria, mucho menos equivocada. Responde al laberinto en el que se pierde el protagonista, a regañadientes y reticente al principio, con evidente placer y fruición al final. Un laberinto que se plasma en la geografía de la propia ciudad de Praga, evocada como un compendio de lugares misteriosos y mágicos, escondidos y ocultos a la vista de los transeúntes que recorren sus cales, pero que una vez encontrados, aunque sea por casualidad, se descubren interconectadas por una compleja red de subterráneos y pasadizos. Rutas retorcidas, abundantes en vericuetos, donde un puerta puede llevar al escenario de un teatro, a un restaurante, al laboratorio de un alquimista, sin que exista contradicción en esas conexiones, mucho menos obstáculos o imposibilidades que puedan restringir esos movimientos. Ni que avisen, por descontado, de qué se ocultará al descorrer un cerrojo, al abrir una puerta.

Cambios de escenario que en ocasiones no precisan que el protagonista se mueva, sino que simplemente ocurren al cambiar de plano, como en la escena de la invocación de Mefistófeles, donde el Fausto/protagonista se descubre sucesivamente en un bosque a mitad de la noche, en medio de las montañas, entre campos nevados, sobre el pavimento adoquinado de una ciudad. Intentos, por parte del demonio, para infundirle terror y obligarlo a abandonar el círculo protector que lo protege de los poderes infernales. Paisajes que se modifican con la rapidez que lo hace un decorado teatral, sugerido explícitamente porque el desván donde se realiza el encantamiento recuerda un teatro, con sus bambalinas entre las que se mueven los actores.

Alusión teatral que no es gratuita, sino constante en el filme. Una y otra vez el personaje acaba en un camerino, probándose trajes, ensayando el maquillaje, practicando sus frases. Una y otra vez termina sobre el escenario, incitado por todos los que están allí a actuar en cuanto se levante el telón. Reto que al principio le provoca pavor, pero luego acepta como natural, asumiendo que es Fausto, que el mito recobra vida a través suyo. Teatralidad que es inestable, fantasmagórica, permeable. En más de una ocasión la escena acaba siendo representada -sin más transición que otro cambio de plano-, en un lugar real, anodino, público y transitado. Como cuando el cuerpo de ballet acaba realizando los trabajos del campo en medio de un sembrado o como cuando el encuentro de Fausto con el rey de Portugal se realiza en medio de un jardín atestado de turistas.

Teatralidad de ida y vuelta, sin embargo. Del escenario a la realidad y de nuevo a la escena. Sólo que en forma de teatro de títeres. No es ya que el protagonista devenga Fausto, es que se emcarna en el títere de Fausto, como en el teatro de marionetas checo. Así, se ve atrapado dentro del propio muñeco, atornillado en él, sometido a las manipulaciones y caprichos de los titiriteros, colgado y olvidado una vez terminada la función. Prisión, sujeciones, imposiciones, de las que cada vez le resulta más difícil escapar, tanto del laberinto del mito como de la efigie por la que se ha visto poseído, hasta que la propia condena de Fausto, la definitiva e irrevocable, acaba por ser la suya. Sólo que en el modo que un no creyente puede esperar, es decir, en la tierra sin continuación tras la muerte.

Todo ello ilustrado, además, con la habitual habilidad e instinto de Svankmajer para conseguir que lo inanimado cobre vida, que unos objetos se metamorfoseen en otros como si fuera lo más normal del mundo. Se consigue así que lo inverosímil, si se representará en imagen real, sea creíble en su encarnación animada, lo suficiente apartada de nuestra experiencia cotidiana como para que aceptemos sus nuevas reglas. Como la turbadora escena en que el protagonista logra el sueño dorado - uno de ellos - de los alquimistas: la creación del homúnculo. Tarea de recreación de lo imposible, de lo sólo vislumbrado en nuestros sueños, en la que no hay que olvidar a quien fue su compañera y co-creadora de gran parte de sus obras: Eva Svankmajerova, responsable de muchos de los diseños, artilugios,  muñecos y quimeras que pueblan sus películas.

Alguien cuya muerte privó a Svankmaker de uno de sus puntales artísticos y quizás halla llevado a que sus últimas obras no sean tan logradas como las primeras. Pero eso ya lo discutiremos cuando lleguemos a ellas.

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