Páginas

martes, 25 de junio de 2019

Las olvidadas


No sé si se seguirá manteniendo esa metodología, pero hace muchos años se solía dividir la producción pictorica de Picasso, una vez pasados los periodos rosa, azul y cubista, de acuerdo con sus amantes/esposas. Esas mujeres quedaban reducidas a meras piedras miliares, accidentes en la vida de un genio, sin otra importancia que la de marcar y etiquetar sus cambios de estilo, tiñendo de una tonalidad unifirmae a periodos estilísticos más o menos definidos.

Con el tiempo, sin embargo, aprendí que algunas de esas mujeres había sido artistas de talento, cuya vida y obra había quedado en la penumbra causada por la cercanía al genio. El caso más claro era el de Dora Maar, artista cercana a los surrealistas, creadora de collages fotográficos turbadores, de los mejores salidos de ese movimiento. De hecho, el descubrimiento de su obra, junto con la de otras muchas mujeres que orbitaron alrededor del Surrealismo, ha supuesto un vuelco en su apreciación. No es tan cierta ya esa idea de un movimiento en exclusiva masculino, rabiosamente sexista, en el que la mujer quedaba reducida a musa, juguete un objeto de deseo, sino que en parte ha sido substituida por la constatación de que nada impedía, entonces y ahora, que las mujeres aplicasen sus presupuestos estéticos con talento y pericia. Sin deber ni envidiar nada a sus compañeros masculinos.


En ese sentido se mueve la exposición de la Caixa, titulada Olga Picasso, en mención a la bailarina de los Ballets Rusos - y de ese mismo origen - que convivió con el pintor malagueño de 1917 a 1935. La idea es observar la obra del Picasso desde un punto de vista inesperado, el de la mujer que primero fue su musa, en los primeros tiempos de su matrimonio, hasta el extremo de simbolizar con su figura el periodo neoclásico del artista; pero que luego, a medida que la relación se agriaba y Picasso buscaba otras amantes, adquirió rasgos de furia y arpía, de muñeca voodo sobre la que éste descargaba, en imagen, toda su frustación y rabia.

Sólo así se explicarían cuadros inquietantes y turbadores como el ilustrado arriba, donde Picasso ha borrado con saña el rostro de Olga, en claro contraste con los precisos retratos, no exentos de ternura y cariño, de apenas unos años antes.


En ese sentido, la exposición acierta al dejar un tanto de lado la evolución de Picasso, para realizar una semblanza de la de Olga Jojlova (Nota, la exposición se empecina en transcribir su apellido al modo inglés, como Khokhlova, lo que es un error). Descubrimos así una mujer cuyos éxitos artísticos fueron efímeros y cuya fama se disipó pronto, aplastada por el renombre de su marido. Para empeorar las cosas, los primeros años de matrimonio coincidieron con la Revolución y Guerra Civil Rusa, que destrozó y esparció la familia de la bailarina, a quienes no volvería a ver de nuevo (Otro error de la exposición es no mostrarnos cual fue su destino. Simplemente se desvanecen). El carácter de Olga se volvió melancólico, como muestran los retratos de la época, para luego agriarse con las continuas infidelidades de Picasso en la década de los 20. Cuando ya se separaron definitivamente, en la década de los 30, Jojlova no pudo obtener el divorcio, puesto que Picasso se negaba a repartir su patrimonio, como mandaba la ley francesa. Murió en los cincuenta, sola y casi inválida, olvidada por el mundo.

La figura de Picasso no sale muy bien parada de esta historia, aunque hay que reconocer que pocas rupturas matrimoniales acaban en concordia y armonía. Por otra parte, es claro que la amargura y el resentimiento son visibles en la obra de Picasso entre 1925 y 1935, e incluso después. La serie de la Minotauromaquía, por ejemplo, y otros grabados similares, dejan a las claras como Picasso intentaba exorcizar sus impulsos violentos. Una y otra vez se veía personificado en el Minotauro, ese engendro mitad hombre, mitad toro, en el que el ansia por destruir y matar dominaba cualquier atisbo de racionalidad. No es extraño, por tanto, la recurrencia con que la muerte, la tortura y la destrucción del inocente aparecen en sus obras, hasta conectar, como bien demostró otra exposición reciente, con el horror intolerable de la guerra plasmado en el Guernica

Sin embargo, creo que esta exposición, a pesar de sus aciertos, cometé un error fundamental. Es de todos sabido que hacia 1925, el arte de Picasso dio un giro radical. Al neoclasicismo posbélico le sucedió un estilo mucho más suelto, de deformación de la figura humana, que se vuelve más plana, simplificada y abstracta, retorcida y deformada pero legible sin muchas dificultades, que se ha dado en llamar "surrealista". Definición que me parece bastante traída de los pelos, casi una confesión de impotencia, al no poder calificar esa nueva investigación estética picassiana como cubista, puesto que las vías de ese movimiento, abiertas dos veces, habían quedado definitivamente cegadas antes de la guerra mundial.

Pues bien, para los organizadores de la muestra, esa ruptura violenta de la figura humana, que se continuaría hasta más allá del Guernica, tiene claras raíces biográficas: el deterioro de la relación de Picasso con Jojlova, tan agrío y devastador que por fuerza tenía que dejar huellas en la psique del artista. Una influencia que no es posible negar, el odio de Picasso por su esposa se siente con viveza en los cuadro de las muestra, pero que no creo capaz de provocar esos cambios estilístico tan brutales, casi repentinos.

Más bien que el neoclasicismo que intento a principios de los 20 se reveló pronto como otra vía muerta. Mejor dicho, como un corsé impropio para para su creatividad desbordante.


No hay comentarios:

Publicar un comentario