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jueves, 2 de mayo de 2019

En busca de Bergman (XXV): En Passion (La pasión de Ana, 1969)
















Esta revisión mía de la obra fílmica de Bergman se ha convertido en un auténtico viaje de desubrimiento. Es cierto que ya conocía la mayor parte de su obra mayor, pero me está sirviendo, en primer lugar, para encontrarme con su obra primera, plena en películas notables, en las que se percibe un afán continuo por explorar nuevas vías, por no acomodarse en la facilidad. Esa inquietud  por lo que los cursis contemporáneos llamarían «abandonar la zona de confort». En segundo lugar, estoy pudiendo reevaluar el significado y logros de películas que me habían enamorado tiempo atrás, de las que que descubro que siguen siendo hito constante en mi geografía cinéfila. 

Pero más importante aún, he tenido la oportunidad de ver trabajos mayores, obras con categoría de maestra, que se me habían escapado hasta ahora. Como esta En Passion de 1969, título que simplemente significa Una pasión, pero al que se añadió en el extranjero la coletilla de Ana, en referencia al personaje interpretado por Liv Ullmann, cuando el protagonista es el Andreas Winkelman - con el mismo apellido de otro personaje de Riten (El Rito, 1969) -  interpretado por Max von Sidow.

En mi opinión, esta película es el cierre de la exploración estética e ideológica iniciada con la Trilogía del silencio, que Bergaman rodó a comienzos de la década de 1960. Un conjunto de obras que no gira, en realidad, alrededor de la constatación de la ausencia de Dios, como se intentó hacer ver de manera interesada por nuestro nacionalcatolicismo patrio, sino que tratan sobre la presencia continúa, en nuestra existencia, de la soledad, la violencia y la locura. Aspectos destructores y desoladores, que nos repelen y asquean, de los que quisiéramos liberarnos, pero que son indisociables de nuestra vida, de nuestras vivencias.  En los que recaemos sin remedio, una y otra vez.

Así, en esta En Passion, el protagonista es un solitario que busca en su aislamiento protección contra los múltiples fracasos que han ido janolando su vida, pero que, debido a la sociabilidad inherente a nuestra especie, no puede evitar entablar nuevas relaciones, sea de amistad o de amor, aun a sabiendas que terminarán en fracaso. Todo ello en un contexto en que la mentira, la desconfianza, la traición, la venganza son parte integrante de esas relaciones, incluso su incitador; mientras que la locura y el ansia de destrucción acechan fuera de plano, en forma bien de los arrebatos violentos del protagonista, contra sí y contra los que aman, bien en un confuso caso de crueldad contra los animales, que acabará por tener consecuencias trágicas.

Es, por tanto, la representación un mundo desquiciado, en el que las proclamas de cada personaje, plenas de idealismo y fe, se ven contradichas por sus acciones, en clara confirmación del cisma irreconciable entre lo que somos y lo que pensamos. Disociación y desequilibrio que Bergman subraya una y otra vez por medios visuales, con audacias que sólo a un maestro le pueden salir bien. Por ejemplo, como pueden ver en las capturas que abren y cierran esta entrada, insertando en medio de la acción a los actores hablando de sus personajes. Describiendo con todo lujo de detalles las interioridades de las personalidades que representan, pero contradiciendo de manera palmaria lo que estamos viendo en pantalla.

Estrategias que son ya postmodernas, de comentario crítico, cínico y desapegado sobre la propia obra dentro de la propia obra, a las que se unen citas de elementos ya vistos en la cinta, que en otro autor habrían sido meras redundancias - insulto a la inteligencia del espectador - pero que aquí son avisos necesarios, para que no creamos en lo que los personajes nos dicen, en lo que las imágenes nos cuentan. Ni siquiera en el mismo narrador, desconocido y anónimo, que sabe más que los personajes y los espectadores, pero que parece no tener suficiente confianza en nosotros como para compartir sus secretos. O bien se complace en jugar con los espectadores, en disfrutar con nuestra desorientación.

De manera más visual y menos estructural, en una escena que parece surgida de una pesadilla, y de hecho se presenta como tal, se conecta está película con una obra anterior, la muy turbadora Skammen (La vergüenza, 1968), único film bélico de Bergman. Esa continuación busca ir más allá del callejón sin salida en que concluyó esa obra, indicando cuál habría sido el destino del personaje de Liv Ullmann, quizás incluso peor que en la obra original, para conectarlo con el dilema indisoluble, el peso abrumador del pasado, contra la que se debate la Anna interpretada por esa misma actriz en En Passion. 

Sin olvidar la frecuencia con que esa película parece reducirse a primeros planos, en solitario o en compañía, un poco al modo de La passion de Jeanne d'Arc (La pasión de Juana de Arco, 1928), que como allí no denotan intimidad, sino angostura, incomodidad. La manera en que los personajes están siempre solos, aislados, encastillados en sus convicciones, asfixiados por ellas, acorralados por su pasado. Obligados a actuar como ya lo hicieron antes, de manera ineluctable y sin escapatoria alguna, como en el prodigioso plano final, donde Max von Sydow es incapaz de salirse de plano, por muy exíguo que éste se vuelva.

Y para concluir. Esta es la primera película en formato apaisado (no quiero llamarlo Cinemascope) de Bergman, su segunda en color. Unos formatos en los que se revela como auténtico maestro, orientado al futuro, con encuadres e insertos, planos cenitales, acciones desconectadas, que en otro director serían decorativas, pero que aquí son esenciales. necesarias, imprescindibles.


























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