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domingo, 7 de abril de 2019

Fatalismos


















Hace ya tiempo les hablé de una película de animación excepcional, Watership Down, dirigida en 1978 por Martin Rossen. Única no sólo por la calidad de su animación, muy poco usual en una Europa menospreciada ente la apisonadora Disney y el ascenso del anime japonés; tampoco por contar una historia para niños en la que se hablaba - y mostraba sin recatos - la muerte, la violencia, la injusticia, la discriminación y la opresión, en completa oposición con la mojigatería aséptica imperante entonces y hoy. Se trataba. además, de una excepción en la historia de la forma animada. Una de tantas obras brillantes, cruciales y determinantes, que quedaba reducida a principio sin continuación. Sin seguidores que desarrollasen sus presupuestos estéticos hasta romper, finalmente, los muros del ghetto artístico en que la animación vive encerrada, despreciada y olvidada.

En el caso de Martin Rossen, sin embargo, este director pudo gozar de una segunda oportunidad. Esa  otra película, The Plague Dogs (Los perros de la plaga, 1982) no alcanzó la repercusión ni la fama de su predecesora. No porque fuera peor o su animación de calidad inferior, sino por dos factores externos, en parte, a ella misma. El primero, que la versión "oficial" fue recortada en más de un cuarto de hora, para eliminar las escenas más sangrientas y turbadoras, sin haber podido ser recuperada hasta ayer mismo. La película quedó mutilada y, como pueden imaginar, reducida a una amasijo incompresible. El segundo, que la obra de Rossen, al igual que el libro de Robert Adams en que se basa, es fatalista en grado sumo, tétrica y descarnada. La fuga hacia la nada de dos perros escapados de un centro de investigación con animales, quienes para sobrevivir sufren una vuelta al estado salvaje, les torna en alimañas para los humanos. Merecedoras, por tanto, del exterminio, sin parar en crueldades o brutalidades.

Un material que podría pensarse no es apto para niños, dada nuestra concepción de una infancia cuya inocencia hay que proteger a toda costa. Conclusión cierta en parte, puesto que la narración linda con el cine para adultos. En concreto con esas películas de cine negro, con las que debió crecer Rossen y con las que maduré yo mismo, en que el protagonista se pierde en un laberinto sin salida, donde cada una de sus decisiones, equivocadas o acertadas, da lo mismo, sólo contribuyen a hacerle avanzar en su camino de perdición. Lo mismo ocurre aquí, en The Plague Dogs,  donde la trayectoria que siguen los perros está ya decidida desde que decidieron tentar la huida, buscando su salvación. Desde ese  instante, todo lo que hicieran después, bueno o malo, sólo contribuya a afianzar su condena, tomada por otros, de eliminarles. Destino que se cierra con un aparente final abierto, inconcluso, pero que a quien sabe mirar le recuerda esas conclusiones desoladoras del cine negro, en donde los protagonistas se sabían muertos en vida. En espera de que su pasado viniese a su encuentro para rematarlos.

No obstante, no hay que dejar de lado que los logros de The Plague Dogs no son sólo narrativos. Desde un punto de vista estético, Rossen utiliza todo tipo de trucos para colocarnos en la posición de los dos perros fugitivos, sin que eso lleve a una antropomorfización excesiva, cercana a los funny animals de Disney. Eso hubiera apagado la tragedia, infantilizándola, así que se cuida en todo momento que los perros protagonistas, así como los animales con los que se encuentran, muestren los manierismo en su conducta propios de la especie a la que pertenecen. Perros, ovejas, zorros, son animales reales, reducido su carácter humano a los movimientos bucales a la hora de hablar, e incluso éstos adaptados, virados, a las limitaciones del cuerpo del propio animal.

Ese realismo, ese afán por ser el animal y no el hombre que lo observa, inspira el mayor acierto de la película. En todo momento, la cámara se mantiene baja, a la altura de los ojos de los perros protagonistas. Hasta tal punto que, salvo brevísimas excepciones, jamás llegamos a ver el rostro de los humanos con los que se encuentran los fugitivos. Su mundo es a ras de tierra, al mismo nivel de los animales que cazan o los que colaboran, mientras que los seres humanos no dejan de ser una presencia extraña e incomprensible. Peor aún, una amenaza de muerte continua, de la que más vale huir lo más lejos que se puede.

A esa isla inalcanzable con la que sueña uno de los protagonistas. Sin saber si es producto de sus alucinaciones. Las provocadas por los experimentos de los que fue víctima.

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