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miércoles, 13 de febrero de 2019

Las vías interrumpidas

Poesía Zaum

Acaba de comenzar la temporada de exposiciones de este año y la Fundación Mapfre se ha colocado en los primeros puestos, con lo que puede ser una de las muestras del año. Su nombre es De Chagal a Malevich: El arte en revolución, y recorre, de forma exhaustiva , esos veinte años que van de 1910 a 1930, cuando arte ruso, luego soviético, se erigió como uno de los motores de la vanguardia. Hasta el cierre de los experimentos artísticos con la consolidación del totalitarismo estalinista, que consagró, como arte único, el realismo socialista.  Tan capaz en sus resultados técnicos, pero tan aburrido, incluso repelente, en sus aspectos temáticos.

La categoría de esta exposición no está en que se exploré territorios vírgenes. El arte ruso de las vanguardias es un invitado habitual en el panorama expositivo madrileño. Hace nada que estuvo abierta la exposición dedicada al Dadá ruso en el MNCARS, pero si nos remontamos más atrás, habría que citar la muestra de la Thyssen del 2006 o, aún más atrás, la del Central Hispano en 1993. Sin contar las monográficas centradas en un único artista, como las de Rodchenko o Malevich. Todas ellas girando alrededor de los mismos problemas y, se podría decir, casi con parecida selección de obras, de manera que visitarlas se asemeja, en ocasiones, al reencuentro con viejos amigos.

Concomitancias que no quieren decir que unas muestras sean copias de otras. En cada una de ellas he tenido un descubrimiento, casi revelación, aunque esto pueda último parecer exagerado. En la del Central Hispano, de nombre La vanguardia Rusa: 1905-1925, llamaba la atención el gran número de pintoras cuyas obras se exhibían. Más sorprendente aún en ese tiempo, cuando aún no se formulaba de manera explícita esa preocupación actual por saldar menosprecios, por eliminar aquéllos prejuicios que durante años han mantenido oculto el arte creado por las mujeres. Así, en ella podía descubrirse y disfrutarse la obra de Popova, Exter o Udaltsova, pintoras además que no practicaba una arte que pudiera clasificarse como "feminino", ni rastrear en el una supuesta "feminidad". Todas ellas se afiliaban a la más rabiosa experimentación abstracta, sin miedo a rivalizar con sus compañeros masculinos, ni tener nada que deberles.

Esa súbita predominancia no era producto, me temo, de una intencionalidad de los organizadores de la exposición, sino de la excepcionalidad del momento histórico. En esos primeros años de revolución, antes de que se viera desvirtuada por un conservadurismo de izquierdas, el régimen soviético predicaba y practicaba una igualdad radical. No había ámbito en el que la mujer no pudiera participar, ni se ponían obstáculos a que destacase, lo que éstas mujeres notables aprovecharon hasta sus últimas consecuencias.

La situación cambiaría, por desgracia. Y no sólo en el sentido de restringir los derechos de las mujeres, empujándolas a asumir los papeles tradicionales, sino en el de aplastar la vanguardia, acusada de burguesa, traidora y reaccionaria. Cómplice de un capitalismo con el que compartía su espíritu decadente y elitista.


Kasimir Malevich, Architectones
Si me muevo a la exposiciñon de la Thyssen, una década posterior a la del Central Hispano, en ella mi mayor descubrimiento fue un pintor que me era completamente desconocido: Pavel Filonov. Su obra, además, se situaba en una tierra de nadie, fuera de la vanguardia, pero ajena a la figuración de antaño. Se trataba de cuadros abigarrados, en los que un caos de minúsculas pinceladas acababa tornándose paisajes geométricos, mapas urbanos, incluso multitudes. Obras que parecían surgir de una locura lúcida, de una obsesión bien timoneada. Extrañas de por sí, cuando las contemplaba desde mi desconocimiento, pero aún más singulares, casi incomprensibles, en la muestra de la Mapfre abierta la semana pasada. 

Porque, según se indica en esta última muestra, esas pinturas fueron creadas cuando el Estalinismo comenzaba la represión de las vanguardias, como si Filonov buscase un medio para no traicionarse a sí mismo. Para seguir siendo él, en toda su integridad, en toda su libertad, en toda su independencia, a pesar del peso abrumador de la consignas del partido y el temor a la represión. Como intentaba, me temo, Malevich, cuyas pinturas miran a las de Filonov desde la pared de enfrente, y quien se encerró en un inquietante mutismo pictórico hasta el día de su muerte. Pintando campesinos con aspecto de robot y colores antinaturales, lo más próximo a la abstracción y a la vanguardia que se podía ser en aquel entonces, sin incurrir en la ira del partido.

Y ya que hablamos de Malevich, mi gran descubrimiento de esta última exposición han sido sus arquitectones. Una especie de juego de construcción con claros fines didácticos, pensado para que los estudiantes de arquitectura se ejercitasen, pero que se abre hacia lo fantástico y lo surreal. Con sus piezas, ya edificiós en sí, de geometrismo extremo, sin puertas y ventanas que apunten a su condición de habitables, se pueden crear ciudades imposibles. Tan extensas y tan complejas como se quiera, pero todas ellas dotadas de esa condición de imposibles y extrañas. Como convendría a la arquitectura de otras civilizaciones distintas a la nuestra, poseídas por la obsesión de construir por construir, sólo por asombrar, sin pensar en cuestiones prácticas ni en posibles habitantes.

Liubov Popova

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