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viernes, 8 de febrero de 2019

En busca de Bergman (XIII): Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957)






















Como ocurre con cualquier obra máxima en la historia del cine, es difícil, casi imposible, decir algo nuevo sobre Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957). Con esa película, Bergman ascendió a la categoría de genio del cine, así, sin exagerar, además de crear varias de las imágenes icónicas del cine del siglo XX, citadas en muchas otras obras posteriores, ya fuera como elogio o como parodia. Entre ellas, la escena del caballero jugando al ajedrez con la muerte o la procesión de los flagelantes que irrumpe en medio de la representación de los saltimbanquis.

Quizás ahora, en nuestros tiempos posmodernos, tan escépticos y superficiales, se haga difícil comprender el impacto y la repercusión que tuvo esta película en el público de su época. Digamos que este relato de la vuelta al hogar, proveniente de las cruzadas, de un caballero medieval que encuentra su patria asolada por la Peste Negra, encajó de forma perfecta con las obsesiones, preocupaciones y temores de la Europa de los años cincuenta.  Un continente sobre el que pendía la amenaza de una nueva guerra mundial, esta vez nuclear, y donde la resaca del conflicto anterior había quebrado las pocas seguridades y certezas que aún quedaban. En el arte, por ejemplo, se renunció a la belleza, imposible tras los campos de exterminio y los bombardeos aéreos terroristas, mientras que en la filosofía, el existencialismo señalaba la soledad infranqueable del ser humano y la falta de sentido de la existencia. Producto ambas de la ausencia de un dios que nunca existió, que nunca paso de ser un ensueño nuestro.

Yo mismo fui capaz de experimentar esa misma resonancia e implicación muchas décadas más tarde, en los noventa, cuando la vi por primera vez. O al menos era capaz de sentirlo, en toda su amplitud, en mi juventud. Mi años de adolescencia habían transcurrido durante los últimos latigazos de la guerra fría, cuando todos estábamos convencidos de que la aniquilación nuclear era inevitable y no tardaría en llegar.  Por otra parte, aun cuando el existencialismo era ya un sistema de pensamiento relegado a la historia de la filosofía, su sombra seguía pesando sobre los que crecimos en los 70 y 80. Su angustia era nuestra angustia, la única forma de responder al horror insondable de la bomba atómica y a la imposibilidad de la revolución política. Por último, mi educación en un colegio religioso había sembrado en mi interior los problemas de la fe, la necesidad de responder al problema de la existencia de Dios, como único medio de dotar de sentido al mundo.

Ya les adelanto que la respuesta fue negativa, Dios se demostró un espejismo, pero cuando vi Det sjunde inseglet, la búsqueda y las dudas del caballero protagonizado por Max von Sidow eran las mías propias. No es que no siga reconociéndolas como tales, pero ya pertenecen a un pasado al que no puedo retornar. Sin embargo, otros de los conflictos de este mismo personaje, siguen siendo tan cercanos, tan imperiosos, tan desoladores como antes. El principal, su aspiración a la luz y a la felicidad, que de vez en cuando se manifiesta en su presente, pero que siempre deviene fugaz y frágil, amenazada en su plenitud por el mismo caballero. Por la infelicidad y desesperación que él arrastra y representa.

No es un punto baladí. La solemnidad y la desesperación, la falta de esperanzas y de salvaguardas, me parecían en su momento lo característico de esta película. Lo siguen siendo en gran medida, pero la revisión de la filmografía temprana de Bergman, desconocida para mí, me ha llevado a descubrir y a apreciar aspectos no menos importantes. No me imaginaba a este director como capaz de manejarse con la comedia y, sin embargo, incluso en una obra tan pesimista como Det sjunde inseglet se cuela algún instante de puro goce cómico, clara herencia de obras anteriores. Gusto por el juego y la farsa, aun cuando el fin del mundo está cerca, que delata otro rasgo aún más sorprendente: su apasionado amor por la vida y por el mundo, tan bien representado en la pareja de saltimbanquis e incluso en el cínico criado del caballero. Desengañado, hastiado, pero siempre dispuesto a amparar a un débil, acoger a un abandonado. Incluso a rebelarse contra la autoridad, si ésta es injusta.

Todo ello con el pulso de un maestro de la imagen. De quien sabe como colocar a los personajes para que su sola situación nos deje a las claras su soledad o su compañía, como ocurre con el caballero, siempre a solas, aislado de los demás, separado por el espacio o por muros y rejas. O para mostrar dónde está el poder y quién domina a quién, como en la escena que sigue a la irrupción de los flagelantes en la representación, cuando el predicador ocupa todo el plano, casi tapando y arrinconando al cristo que dice anunciar, mientras que los saltimbanquis quedan relegados a una esquina. Aplastados y obliterados.

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