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jueves, 31 de enero de 2019

En busca de Bergman (XII): Sommarnattens leende (Sonrisas de una noche de verano, 1955)




























Ya les he hablado en otras ocasiones  de la muy agradable sorpresa que me he llevado con las obra primera de Bergman. Desde Somarlek (Juegos de verano, 1951), la primera gran película de este director, cada una de ellas ha ido a más y a más, superándose a sí mismo en cada ocasión, atreviéndose con registros que parecerían ajenos por completo a su talante, como la comedia, mientras que al mismo tiempo iba reuniendo y consolidando una serie de constantes temáticas.  Aquéllas que solemos asociar con una película tipo de Bergman, como serían el dolor de existir o las múltiples trampas y laberintos de las relaciones de pareja.

En esas obras, además, Bergman se revela como un virtuoso de la composición de los planos y del montaje, en el sentido de que no hay ninguna decisión de puesta en escena que no tenga un significado y una intencionalidad precisa. La justa y apropiada para transmitir el clima de la situación, los sentimientos de los personajes. Filmicidad, si me permiten el término, que además se aúna con una clara teatralidad. No sólo por la obsesión de Bergman con el teatro, que una y otra vez se inserta en sus tramas como escenario y motor de la acción, sino porque con el tiempo llegó a constituir una auténtica compañía teatral para rodar sus películas. Una tras otra vemos los mismos rostros en pantalla; film tras film leemos los mismos nombres en los créditos. Una reducida lista de profesionales a quienes vemos actuar con creciente naturalidad y desenvoltura, acostumbrados al modo de hacer del maestro.

Esto es perceptible en esta última gran película de Bergman antes de las magistrales. El reparto de Sommarnattens leende (Sonrisas de una noche de verano, 1955), esa primera compañia Bergmaniana, se halla en un auténtico estado de gracia, como si realmente fueran las personas presas de esos conflictos y no los personajes que interpretan. Magia, arte, habilidad, que además se aplica a un género que aún se considera menor: la comedia ligera de enredos. Sólo que en Bergman esa definición no significa lo que normalmente se supone en cine, o más bien, el director lo devuelve a su origen teatral. A no buscar la risa fácil, el gag y el trompazo. la sal gorda y el chiste barato, sino a plantear conflictos demasiado humanos, pero sin dramatizarlos en demasía. Para mostrarnos, con cómplice ironía, lo ridículos que podemos llegar a ser, lo mucho que nos complicamos la vida, cuando todo, incluso el amor, podría ser mucho más sencillo. Reconfortante, memorable, dulce y acogedor. Pleno en recompensas y placeres.

Porque en un autor de ordinario tan solemne, tan pesimista como Bergman, es una sorpresa encontrarse con una obra como ñesta, que es un canto a la vida y al amor. Así, en esas dos palabras. A dejarse arrastrar por esos sentimientos y entregarse a su gozo, sin mentiras ni inhibiciones, durante esas cortas noches de veráno de los exíguos veranos nórdicos, en las que nunca llega a ser obscuro del todo, sino que se permanece en acogedora y protectora penumbra. La que permite seguir viviendo, amando y apasionándose. Lo que no impide que, en esos momentos de laxitud y voluptuosidad, no sigan tejiéndose las intrigas, no se enmarañen decepciones, no se sufra bajo la carga de pasiones abrumadoras, de las que se quiere, al mismo tiempo, desprenderse y hundirse aún más en su seno, si es que eso es posible.

Enredos y conspiraciones, equívocos y engaños, ilusiones y decepciones. Todas narradas con singular precisión, con la cercanía de quien ha tropezado demasiadas veces en ellas, pero al mismo tiempo con desapego, el de quien las ha vivido demasiado. Como ese personaje maravilloso de la película, esa anciana cargada de años y de pasado, quien, ya no pudiendo participar en esos juegos, se conforma con ser maestro de ceremonias. Con poner en movimiento las ruedas y los mecanismos de otros amores. Aquéllos de los que aún no se es consciente, o no se han confesado, o se pretenden negar, o se consideraban perdidos, o simplemente, siempre estuvieron allí, y se desean volver a recuperar.

Y el próximo domingo, palabras mayores:  El Séptimo Sello. Ahí es nada.

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